Hace unos años escribí una columna sobre la teoría de las ventanas rotas. Toca recordarla otra vez por la situación de Bogotá.
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Se trata de una teoría de la criminalística que dice, metafóricamente, que si un edificio tiene una ventana rota y no se repara, pronto empezarán a tirarle piedras a las otras y terminará como un refugio criminal. Suena exagerada, pero fue tomada muy en serio por los años ochenta en Nueva York, donde inspiró una política de limpieza y orden que en poco tiempo produjo una caída, sin precedentes, de la criminalidad.
La teoría se inspiró en un experimento del profesor Philip Zimpardo, de la Universidad de Stanford. Abandonó dos autos idénticos, viejos y destartalados, uno en el Bronx, barrio deteriorado de Nueva York, y otro en Palo Alto, localidad muy ordenada en California. Al cabo de una semana, el auto en el Bronx había sido totalmente destruido y saqueado, y el de Palo Alto estaba intacto. El experimento no terminó ahí; rompieron una ventana del auto de Palo Alto, y entonces le pasó lo mismo que al del Bronx.
La teoría fue formulada con buen sustento psicológico por George Kelling y James Q. Wilson, y en Holanda se hicieron experimentos que la sustentaron (los describí en mi pasada columna sobre el tema). Afirma que existe una relación directa entre el desorden y el delito; si el espacio urbano se encuentra desatendido, la comunidad no lo controlará y, sin ese control, la zona acabará siendo invadida por el delito.
Yo salgo todos los días a caminar y el deterioro de mi barrio (tranquilo, de estrato 4) es evidente y progresivo. Los andenes están destruidos y llenos de basura. En consecuencia, la gente ya no se molesta en caminar hasta la caneca para botar un papel. Negocios y cafés dejan su basura en la calle horas o días antes de que la recojan, porque “todo el mundo lo hace”. Escombros por todas partes, un verdadero muladar. Un recorrido por otros barrios muestra lo mismo. La ciudad está permanentemente sucia y en desorden.
Existe una relación directa entre el desorden y el delito; si el espacio urbano se encuentra desatendido, la comunidad no lo controlará.
Todo el mundo se queja de que la movilidad se ha vuelto insoportable. La respuesta común es que hay muchos trabajos en marcha. Es cierto, pero se suman más cosas. Los huecos lentifican el tráfico y causan accidentes. Hay carros que se estacionan en los dos costados de las avenidas más transitadas, sin que nadie se acerque a llamar la atención. Regresó la costumbre de que le piten a uno para que se pase el semáforo en rojo. Las normas de tráfico perdieron vigencia.
Hay zonas que hasta hace poco eran familiares y de paseo, y hoy se han llenado de comercios ambulantes sospechosos; de vendedores que cargan toda su ‘mercancía’ en un morral. La policía está intimidada, y nosotros más. El centro, que había sido recuperado, está abandonado, sucio y maloliente, y se siente en él la presencia de una delincuencia siempre amenazante. En las redes ya la llaman Gotham City.
La respuesta a estas quejas suele ser un regaño. Se trata de desconsiderado a quien se queja por estas pequeñeces –con tantos males que aquejan a otros– o por las molestias que causan los trabajos para el futuro de la ciudad. Pero la gente vive solo una vida, que sucede en el presente y acá. Esas doctrinas que pedían sacrificar una generación para que las siguientes vivieran mejor demostraron gran eficacia en el sacrificio y muy poca cumpliendo las promesas.
No veo por qué someternos a esos dilemas binarios entre vivir tranquilos hoy o arreglar todos los problemas y asegurar el futuro de la ciudad. Las sociedades exitosas logran progresar en los dos frentes. Si la teoría de las ventanas rotas es cierta, el desorden y la suciedad no son solo la molestia de pequeñoburgueses consentidos, sino la puerta de entrada a males mayores.
MOISÉS WASSERMAN@mwassermannl
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