Trabajaba en uno de los restaurantes más afamados del mundo, Le Manoir aux Quat’Saisons, a las afueras de Oxford. Sin duda, un privilegio. Probablemente la cocina en donde se han formado más cocineros con estrellas Michelin. Jorge Rausch era aplicado, obediente y dedicado. Pero un día las cosas no le salieron bien. Eran otros tiempos: los jefes de cocina gritaban más de lo que hablaban. Los regaños estaban en el menú del día. Su jefe lo obligó a subir en un mesón de la cocina y lo puso a repetir una y otra vez, como un payaso, a voz en cuello, “consistencia”, “consistencia”, “consistencia”.
(Le recomendamos: La colombiana Leonor Espinosa se convirtió en la mejor chef mujer del planeta. Habló con BOCAS en 2017)
Lo recuerda como la lección más importante que recibió en sus años de formación. Y tanto tiempo después lo repite sin dudarlo: “La consistencia lo es todo en la cocina”. Es una de esas lecciones que no se aprenden en los salones de clase, sino en el día a día de las cocinas. Una lección que hoy agradece, no obstante que la recibió en el mismo lugar en el que soportó tratos despectivos, insultos e incluso un golpe alguna vez. Rausch era el “colombiano gordito, bajito, judío y calvo”, y los ingleses con los que compartía la cocina “eran racistas, eran jodidos”.
Ni siquiera ganaba una suma atractiva. Antes de comprar un Volvo destartalado para llegar al restaurante a primera hora del día, casi todo el sueldo se le iba en buses y taxis. Pero no estaba allí por la plata, sino para aprender un oficio que implica mucho más que saber interpretar recetas y preparar platos… Por eso soportaba humillaciones. Por eso trabajaba hasta veintiocho días seguidos, sin descanso. Por eso hacía a veces él solo el trabajo de tres o cuatro cocineros, porque cada semana perdía a unos cuantos de sus compañeros, que no resistían tanta presión.
“Allá aprendí todo lo que sé”, dice ahora, con una sonrisa que seguramente no era habitual en aquellos meses en los que llegaba destrozado a casa, se tomaba un whisky, se tiraba en un sillón y dormía hasta el día siguiente.
Allá aprendió buena parte de las destrezas que le permitieron crear, junto con su hermano Mark, el restaurante que fue elegido como el mejor de Colombia durante tres años seguidos –de 2013 a 2015–, según la prestigiosa lista Latin America’s 50 Best Restaurants, y que hoy ocupa el puesto 42 entre los mejores de América Latina: Criterión.
(Lea también: BOCAS habló con Josep Roca, uno de los expertos más célebres del vino y las bebidas en el mundo)
El tipo empezó a criticar los platos: que a la carne le faltaba no sé qué, que los scallops no eran buenos… pero que había una sopa de berros de tres estrellas Michelin. Y esa sopa la hacía yo”
Lo que tal vez no aprendió en Inglaterra fue a dejar de lado esa timidez que en los años universitarios lo llevó muchas veces a fingir enfermedades cuando tenía que hacer una exposición en el salón de clases. Eso lo aprendió en los estudios de televisión. ¿Quién iba a creer que ese estudiante que se avergonzaba ante sus compañeros es el mismo cocinero que se volvió estrella del espectáculo y que hoy les agarra los cachetes a los participantes de MasterChef, programa del cual es jurado en varios países? ¿Quién iba a creer que es el mismo que hoy se desenvuelve con facilidad en redes sociales y cuenta con millón y medio de seguidores en Facebook y más de un millón trescientos cincuenta mil en Instagram?
En el anuario del Colegio Colombo Hebreo, en donde se graduó, dice que Jorge Rausch quería ser ecónomo –el religioso que administra los bienes de una iglesia–, pero en realidad lo que se proponía era obtener un diploma de economista, porque le habían dicho que la administración de empresas no era una carrera tan pomposa. Lo cierto es que se aburrió como una ostra y al cabo de seis semestres en la Universidad de los Andes renunció con la disculpa de trabajar al lado de su papá, que se acababa de quebrar. Con los primeros signos de recuperación se fue para Israel a continuar la carrera, pero no demoró en desertar nuevamente. Lo suyo era y sigue siendo la cocina: lo demuestra la docena larga de restaurantes que ha creado, la docena larga de libros de cocina que ha escrito y la docena larga de temporadas de MasterChef en las que ha participado.
¿Le gustan los números, pero detesta la economía?
Entré a Economía sin saber muy bien qué era eso, y la verdad es que resulté malo para el tema. Y si en Colombia y en español no entendía casi nada, imagínese en Israel, tratando de exprimir el poco hebreo que aprendí en el colegio…
¿Y las ganas de cocinar ya habían aparecido cuando se fue para Israel?
A mí lo que me gustaba era comer bien. De niño, le pedía a mi papá que me llevara a conocer restaurantes. Adoraba La Fragata. Recuerdo que en Miami había uno en el que siempre pedía ancas de rana. Pero creo que antes de irme a vivir a Israel solo cociné una vez, con mi abuela. Sin embargo, por alguna extraña razón, poco antes del viaje empecé a ver programas de cocina y me fui aficionando al tema. Además, Mark estaba estudiando cocina en Canadá y me hablaba de ese mundo.
¿Recuerda qué le enseñó a preparar su abuela en esa ocasión?
Un plato que se llama cholent, que es un estofado con fríjoles, cebada, papa y carne de res que se suele comer en el sabbat.
Entre sus antepasados que llegaron a Colombia había panaderos…
Mi bisabuelo materno, que era polaco, llegó a Colombia en busca de oro, pero le dio malaria y a la bisabuela le tocó venir a cuidarlo, y acá se quedaron. Eran panaderos y se hicieron muy ricos por cuenta del pan. Mis abuelos paternos eran austriacos y vivían en París. Eran peleteros y llegaron en 1941 huyendo de la guerra.
(Le sugerimos: Gustavo Petro: ‘En la tortura me hice hombre’. Entrevista exclusiva con el candidato del Pacto Histórico)
¿En qué momento dio el salto de la economía a la cocina?
En Israel me fui a vivir con dos compañeras del colegio, y terminé cocinando para no lavar los platos. Como me estaba afiebrando con el tema, empecé a comprar libros de cocina y a visitar el mercado casi a diario. Me fascinaba esa experiencia de las especias y los colores y los aromas… Aprendí a preparar fondos y salsas exigentes, y me gustaba invitar amigos a la casa y cocinar para ellos. Una de mis compañeras era Orit, que luego fue mi esposa y la arquitecta que se encargó de diseñar casi todos nuestros restaurantes en su momento. Ella veía que la economía no me gustaba para nada, y me dijo que debería irme a estudiar cocina. Y así lo hice: me matriculé en una escuela a las afueras de Londres, en Woking.
Pero antes prestó el servicio militar en Israel…
Sí, era una obligación contemplada en la ley del retorno. En Israel tenía un primo que era coronel, y le pedí que me ayudara para que, en el Ejército, me pusieran a cocinar. Pero él me dijo que a la cocina solo mandaban a los locos. Lo cierto es que después de un entrenamiento básico me enviaron unos meses a una pequeña base en la frontera con Egipto, en donde no había mucha actividad. Por seis horas de guardia había seis horas de descanso, en las cuales me dediqué a cocinarles a mis compañeros, que debían ser unos doce. Yo preparaba lo que me daba la gana con la dotación que mandaban, y a ellos les fascinaba. Jamás disparé un arma. Cocinaba y leía como loco. Nunca he leído tanto en mi vida. Leía libros de cocina como si fueran novelas.
¿Qué lo emociona especialmente de la cocina israelí?
¡Los desayunos son los mejores del mundo!
¿Cómo fue el aterrizaje en Inglaterra?
Llegué a vivir a casa de una familia que siempre recibía estudiantes de la escuela, pues les encantaba cocinar y comer bien. Era gente muy linda. Allí pasé un año inolvidable.
No goza de muy buena fama la cocina inglesa, aunque tienen restaurantes internacionales de primer orden…
Es justo decir que los ingleses tienen muy buena comida. Los estofados, por ejemplo. Y tal vez las mejores tortas del mundo. En esos años –los noventa–, en Inglaterra se estaba viviendo un boom de la cocina similar al que se vivió un tiempo después en España. La movida gastronómica estaba en Londres, y tenían muy buena materia prima, empezando por los mariscos que llegaban del mar del Norte. Y buenas carnes, buenos quesos…
¿Qué significó estudiar en una escuela de cocina? ¿Qué aprendió?
En realidad, todo lo que yo había estudiado por mi cuenta era más interesante, y tenía muy buenas bases. Allí aprendí terminología, un poco de vinos, de comida inglesa, de pastelería… Lo más valioso de la escuela fue que me consiguieron el puesto que yo quería en Le Manoir aux Quat’Saisons, un restaurante de comida francesa que dirigía uno de los chefs más respetados del mundo: Raymond Blanc.
¿Cómo lo recibieron?
En la inducción todo es divino. La gente fue muy amable. Me sentaron a probar lo mejor del restaurante. Me atendieron. Pero al día siguiente ya no me determinaron. El sous chef me destinó a la cocina del personal y allí estuve ocho meses preparando el almuerzo de los empleados, que debía estar listo a las 11 de la mañana. Tal vez fue mejor así. Todo es tan difícil en un lugar de este nivel que si me hubieran mandado de una vez a la línea del restaurante quizás no habría sido cocinero. Porque probablemente yo sabía más de técnicas culinarias que muchos de ellos. Pero cocinar es un trabajo físico, de velocidad, de coordinación, de concentración, de resistencia… No se trata de saber cocinar. De hecho, las recetas estaban ahí y el control de calidad era exigente. En Le Manoir trabajaba como animal. Agradezco esa experiencia, pero no lo repetiría.
Después vinieron las entradas…
Sí, de la cocina de empleados pasé a la línea de canapés y entradas. Y en esa época había algo que yo hacía mejor que nadie: los fondos. Pero era un trabajo terrible. Llegaban dieciocho cajas de alas para hacer el fondo de pollo. Llegaban congeladas, y el sous chef gritaba porque quería el fondo de inmediato… ¡porque si no hay fondos, no hay salsas!
(Lea también: ‘Mi mamá me daba unas pelas con el cable de la luz’: El candidato presidencial Rodolfo Hernández se sinceró en BOCAS)
¿Cómo es la historia de la sopa de berros?
Todo el mundo decía que Le Manoir era uno de los mejores restaurantes del mundo, y Raymond Blanc no entendía por qué no ganaban la tercera estrella Michelin. Entonces contrató a un experto que estuvo comiendo ahí varias veces sin que nadie supiera a lo que iba. Un tiempo después nos reunieron a todos, y el tipo empezó a criticar los platos: que a la carne le faltaba no sé qué, que los scallops no eran buenos, que a esto le faltaba y a eso le sobraba… pero que había una sopa de berros de tres estrellas Michelin. Y esa sopa la hacía yo.
Me imagino que ahí terminaron las humillaciones…
Se equivoca. A partir de ese momento el chef me la montó más que antes. Uno no creería, pero hay cocinas que son como un infierno.
¿Y por qué aguantaba tantos malos tratos?
Tenía muy claro que ese era el costo que tenía que pagar si quería aprender.
También pasó por Number One Lombard Street, otro restaurante muy afamado. ¿También era un infierno?
El trato era aún peor que en Le Manoir. Number One Lombard Street tenía dos estrellas Michelin y en la misma línea del restaurante atendía también una brasserie de 400 puestos. ¡Una verdadera locura! Y no había comandas: había que aprenderse todo de memoria. Ahí duré como ocho meses. Estaba recién casado con Orit, y quería más tiempo para ella y para mi familia.
Su papá vivía en esa época en Londres, y cuenta que usted llegaba cansado de cocinar, pero seguía cocinando para ellos.
Los fines de semana me fascinaba hacer asados con buena carne, con venado, con cordero… con todas las de la ley. La verdad es que pasábamos muy bien. Esos fueron unos buenos años.
(Le recomendamos: Colombia retratada por los mejores fotógrafos: The Family of Man en Bogotá. Crónica gráfica de BOCAS)
Criterión fue el primer restaurante de alta cocina en Bogotá
En el 2003 regresó a Colombia a hacer realidad un sueño.
Mis últimos meses en Londres los pasé en una compañía de abogados que tenía tres cocinas: una para los mil empleados, otra para los cincuenta socios y una para invitados de alto nivel, como el alcalde o el presidente de British Airways. Yo trabajé en la tercera y tenía un jefe musulmán que me dejaba ensayar lo que quisiera. Ahí diseñé la parte del menú de Criterión que me correspondía… De la repostería se encargó Mark. Fue un restaurante que soñamos juntos. Nunca he tenido un sueño igual.
¿Siempre supo que sería un restaurante con acento francés?
Siempre. La cocina francesa fue mi inspiración, mi afición, mi devoción. Pero en realidad lo que pretendíamos montar era un restaurante de cocina de autor. Lo que pasa es que el lugar en donde montamos Criterión se estaba empezando a convertir en una zona gastronómica –de ahí aquello de Zona G– y había algunos restaurantes en los cuales se cometían atropellos en nombre de la tal cocina de autor y se ofrecían platos extravagantes como ajiaco con caviar. Así que dijimos con Mark que si llegábamos a usar ese término corríamos el riesgo de nacer muertos. De manera que nos definimos para el público como “cocina francesa moderna”.
¿Es cierto que los mismos que les vendieron la casa les prestaron la plata para comprarla?
Totalmente cierto. Montar un restaurante del nivel de Criterión vale mucha plata. Nosotros teníamos un dinero que nos dio la abuela, pero apenas nos habría alcanzado para pagar la prima que exigían en las zonas que estaban de moda, como la T o el Parque de la 93. Así que fuimos a ver esa casa de la que nos habían hablado, y resulta que era de una compañía financiera que entendió que necesitábamos los ahorros para remodelar la casa, montar la cocina y comprar todo lo que se necesita para la operación… así que nos prestaron para pagarles a ellos mismos.
(Le recomendamos también: Juan Villoro, uno de los grandes cronistas y pensadores del fútbol, habló en BOCAS)
¿A qué se debió el éxito inmediato de Criterión?
A una suma de factores. Para empezar, fue el primer restaurante de alta cocina en Bogotá. Teníamos una agente de prensa maravillosa. A críticos como D’Artagnan y Kendon McDonald les fascinó. Y además llamaba la atención ese restaurante nuevo de un par de hermanos cocineros calvos.
¿Cuáles eran los platos estrella del comienzo?
Muchos que siguen en la carta de hoy, como el boeuf bourguignon, la bouillabaisse, el fricasse de hongos, el gigot de cordero, el mero a l’ancienne… Cada plato tenía su estética y su propia guarnición. La gente estaba acostumbrada a pedir una carne, por ejemplo, y aparte le traían el acompañamiento que quisiera: papa, arroz o ensalada. Lo nuestro era novedoso… fue un gran aporte a la gastronomía de Bogotá.
Unos años después de Criterión llegaron Rausch Pâtissier y Bistronomy.
Sí, Rausch Pâtissier fue el segundo restaurante de una larga lista, en el que Mark, que es chef pastelero, tenía mucho más juego. Él tiene un talento enorme –de hecho, es mucho más creativo que yo– y en Criterión, que solo tenía en la carta alrededor de seis postres, estaba subutilizado. Lo de Bistronomy, en sociedad con la cadena hotelera GHL, respondía a una tendencia que se estaba imponiendo en el mundo: los cocineros que habían pasado por restaurantes de tres estrellas estaban creando lugares mucho más relajados, con esquemas menos riesgosos y con menor inversión, pero en los cuales se comía de maravilla.
Esa larga lista de restaurantes de la que habla, con el sello de los Hermanos Rausch, los llevó a varias ciudades –Cartagena, Barranquilla, Pereira– y a otros países –Panamá, Costa Rica–, y algunos de esos lugares tuvieron que cerrar por la pandemia. ¿Es cierto que el cierre de Local le dolió especialmente?
Local fue un proyecto al que le metí mucho cariño. No era comida típica, porque no soy experto en esa materia, y me habrían crucificado. Pero estaba inspirado en la cocina colombiana. Ya veremos si un día vuelve a abrir sus puertas. Los restauranteros hemos trabajado mucho para salir de la olla en la que nos dejó la pandemia. Pero confío en que las oportunidades siempre aparecen. Por ahora, estoy feliz con lo que estoy haciendo. Y sobre todo muy tranquilo.
¿Cómo llega a la televisión ese hombre tan tímido que era usted?
El éxito de Criterión llevó a que me propusieran participar en un casting para un programa en el Gourmet. La ventaja es que la prueba duró solo un par de minutos, y no alcancé a estresarme; cuando me escogieron, dije que aceptaba siempre y cuando fuera con mi hermano Mark; y se trataba de preparar recetas, que es lo que más me gusta. El programa se llamaba Hermanos en la cocina, y el primer capítulo salió al aire hace 14 años. Lo vi en la clínica, porque acababa de nacer mi hija mayor.
En Cocineros al límite, el programa en el que competía con su hermano, gritaban a los participantes tal y como me imagino que lo gritaban a usted en Inglaterra…
Sí, éramos muy bravos, con la idea de reproducir el ambiente exigente y estresante de la cocina de un restaurante de alto nivel. Y a la gente le encantaba. Pero los años lo van suavizando a uno. Lo cierto es que ese histrionismo tiene el propósito de que el televidente entienda lo que está pasando con un plato, que está viendo, pero que no puede probar.
(Le sugerimos: Serrat, uno de los artistas más importantes de Hispanoamérica, habló con BOCAS sobre su despedida)
Los restauranteros hemos trabajado mucho para salir de la olla en la que nos dejó la pandemia
¿MaterChef lo convirtió en un rockstar?
A juzgar por el rating y por la cantidad de horas que estamos al aire a la semana en televisión abierta, tal vez sí somos unos rockstars.
Dicen los que están detrás de cámaras que usted es una máquina de trabajo.
Soy muy disciplinado. Y las cifras lo confirman: he participado en MasterChef en tres países, y en total he grabado más de 1.100 capítulos.
¿Cuál es la clave de este programa?
La única manera de que eso salga bien es juzgar platos, y no personas ni trayectorias. Y juzgar el último plato. A uno le duele eliminar a los participantes, sobre todo a los que llevan más tiempo. Pero siempre debe tener claro que en MasterChef lo contratan para sacarlos a todos menos a uno.
¿Qué le ha dado MasterChef?
Muy buenos amigos. Y una imagen que me salvó la vida en la pandemia.
La pandemia lo obligó a cerrar muchos restaurantes. Pero ¿qué le dejó de bueno?
Volví a cocinar en forma. Y me obligó a reinventarme y a cambiar mis prioridades. Muchas personas y muchas empresas empezaron a llamar porque querían clases virtuales. Tanto así que tuve que cambiar mi pequeño apartamento de recién separado por uno con una cocina que me permitiera grabar esas clases, que no han sido pocas. El primer curso enseña desde cómo agarrar un cuchillo hasta cómo preparar una receta de Criterión. Son trece módulos y más de cincuenta recetas. Es una linda forma de entregar conocimiento.
¿Se volvió experto en el mundo digital?
También ahí yo hago lo que sé: cocinar y enseñar a cocinar. Pero eso requiere un equipo de pelados expertos en algoritmos y en estrategias que para mí son como de otro mundo. El mundo digital es infinito y se la estamos metiendo toda. Ahí está el futuro. Tengo unas socias que saben del tema, y mi novia, Nathalie, me apoya mucho. Sé que me tengo que rodear bien porque de lo contrario no veo ni media.
¿Qué significa para usted Harry Sasson?
Harry es mi gran amigo. Es el papá de los chefs en Colombia. Nos abrió de par en par una puerta enorme y ganó un terreno muy grande para todos los que vinimos después.
¿Un motivo de orgullo?
Las campañas para promover el consumo de pez león y de fríjoles de Montes de María.
¿Cuál es la crítica más dura que le han hecho?
Probablemente una del español Ignacio Medina, en la que decía que Criterión hacía cocina francesa de los noventa… algo que, curiosamente, para mí es un cumplido, porque es lo que pretendo hacer y lo que me gusta hacer. A veces los críticos se obsesionan con lo étnico, y pretenden que todos los restauranteros en Colombia preparemos platos colombianos y ojalá con los ingredientes más rebuscados.
(Le recomendamos: Rossy de Palma, una de las grandes figuras de la cultura mundial de nuestros tiempos, habló en BOCAS)
¿Qué es lo más raro que ha comido?
Todos esos gusanos que me toca probar en MasterChef. En China probé la aguamala y una cantidad de cosas que no tengo idea de qué eran.
¿Y lo más rico que ha probado?
Nunca me voy a quitar de la cabeza un pato al horno que nos dieron cuando trabajaba en Le Manoir aux Quat’Saisons. Era perfecto.
¿Qué le gusta comer los domingos?
Me gusta cocinar con mis hijas. Nos fascina preparar tacos al pastor, de carnitas… ¡amo los tacos!
En Criterión fue célebre el brunch… ¿Qué le gusta desayunar?
Prefiero dormir quince minutos más que desayunar. Pero si quiero darle con toda, un calentado. Curiosamente, me fascina preparar desayunos para los demás. Y una buena omelette es rica a cualquier hora del día.
¿Un destino para comer?
En Francia está la técnica que inspiró mi cocina. Pero en donde más me gusta comer es en México.
¿Qué ingredientes son imprescindibles en su cocina?
El caldo de pollo, los champiñones, los huevos y las papas.
Cinco restaurantes en el mundo a donde le fascina ir.
En Nueva York, Le Bernardin y Eleven Madison Park. En España, DiverXo, de Daviz Muñoz, y Sublimotion, de Paco Roncero. En Ciudad de México, Dulce Patria, de Martha Ortiz.
Solo mencionó uno de América Latina. ¿Comparte la fama de la cocina peruana?
No del todo, aunque allí están probablemente los mejores restaurantes del continente, como Maido, Fiesta y La Picantería. También en Argentina hay lugares maravillosos para comer, como la parrilla de Don Julio. Y en Buenos Aires está probablemente el mejor restaurante judío del mundo: Mishiguene.
¿Se atreve a nombrar algunos restaurantes colombianos o prefiere no comprometerse?
La verdad es que visito más restaurantes cuando estoy de viaje. En Bogotá salgo muy poco. Pero me gusta mucho El Chato. Harry Sasson me encanta. También, Salvo Patria. Y tengo pendiente una visita al nuevo restaurante de Leonor Espinosa. En Colombia, la gastronomía es bastante cosmopolita… y eso me gusta.
¿Y a dónde apuntan sus antojos en la cocina colombiana?
Amo la arepa de huevo, la posta cartagenera, el ajiaco, el sancocho… me fascinan los buñuelos y las almojábanas.
¿Qué espera de sus cocineros?
¡Consistencia! No pretendo que inventen platos. Quiero que puedan preparar las recetas del restaurante siempre bien, siempre iguales. Que el comensal al que le gustó un plato hoy pueda volver en un año y encontrarlo igualito. Eso quiero: que sean consistentes. Después de un tiempo nos podemos sentar a crear juntos… pero no al comienzo.
¿Qué tanto le importa la comida sana?
Como comensal, mucho. Como restaurantero, muy poco. La alimentación es fundamental para el bienestar, pues al fin y al cabo somos lo que comemos… En ese sentido, los médicos deberían aprender un poco más de nutrición y de gastronomía, y deberían estar en la capacidad de asesorar a sus pacientes sobre qué comer. No se trata simplemente de prohibir. Porque van al cardiólogo, y les quita la sal. El endocrinólogo les quita el azúcar. El gastroenterólogo les quita la grasa… y la gente llega derrotada a la casa. Hay que aprender a comer rico y sano… Precisamente, con esa idea, acabo de lanzar un libro que escribí en compañía de la doctora Marcela Escobar, que es especialista en nutrición. Se llama Las tres fases.
Pero dijo que como restaurantero le interesaba poco la comida sana…
Porque cuando voy a un restaurante como Le Bernardin no me fijo en las calorías del plato que voy a pedir. Ese día quiero divertirme, quiero gozar, quiero celebrar… y me gusta que la gente que va a Criterión tenga la misma actitud, y deje la dieta para otro día.
¿Un maridaje célebre?
Oporto con queso azul. Sauternes con foie gras. Marido para mis comensales, porque la verdad es que hace años no bebo.
¿Es un arte la cocina?
La cocina es un oficio, pero tiene visos artísticos. Como la carpintería. Yo no creo haber llegado al nivel del arte, pero unos pocos cocineros sí lo han logrado. Mi arte está más en enamorar a la gente de la cocina… que no es poca cosa.
Esos lugares a los que siempre vuelve…
Por alguna razón que no sé muy bien, Miami se ha convertido en un lugar recurrente para mí. Me gustan las playas, los buenos restaurantes que tienen y me gusta ir de compras allá. También repito mucho Nueva York.
¿Un viaje pendiente?
Hace rato estoy debiendo una visita a Polonia, en donde está la mitad de mis raíces. Y sé que algún día haré “la marcha de la vida”, ese viaje a los campos de concentración y a los guetos en los que debieron vivir muchos de mis antepasados, y que termina en Israel.
¿Qué quisiera comer en su última cena?
Le acepto un Pepto Bismol.
Gracias por leer.
Entrevista por Fernando Quiroz
Fotos: Natalia Hoyos
Revista BOCAS
Edición 117 Mayo- Junio 2022
Le recomendamos otra entrevista de esta edición: Camila Sosa Villada, la primera mujer travesti en ganar el premio de literatura Sor Juana Inés De la Cruz contó su historia en BOCA