Con la llegada de los días soleados, vuelven las ganas de dejar los jerseys y la ropa de abrigo. Un deseo que va acompañado –bajo presión social– de la idea de mostrar un cuerpo, si no perfecto, al menos compatible con la norma que se exhibe en las revistas y donde reina la figura delgada.
El propósito aquí no es volver sobre esta observación, sus causas y sus daños fisiológicos o psicológicos, apoyados por un gran número de publicaciones desde hace varios decenios, sino precisar los riesgos para la salud de las dietas de adelgazamiento, inducidos por un gran estrés fisiológico –a su vez seguido o acompañado de un estrés psicológico– y, en última instancia, por una recuperación de peso en casi todos los casos.
En efecto, la representación subjetiva de la imagen corporal preside la mayoría de las veces la elección de una dieta y el objetivo no es necesariamente coherente con el mantenimiento del estado de salud: según una encuesta nacional francesa el 45 % de las mujeres sin sobrepeso, de las que el 15 % era delgadas (IMC < 22), habían hecho dieta en ese año. Así se destaca en un informe de la Agencia Francesa de Seguridad Sanitaria de los Alimentos, el Medio Ambiente y el Trabajo (ANSES) de 2011 basado en un estudio nacional sobre el consumo alimentario.
Cómo funciona la dieta
Las estrategias de pérdida de peso implican la creación de un desequilibrio energético mediante la restricción de la dieta para liberar los ácidos grasos del tejido adiposo. Sin embargo, rara vez todo sale según lo previsto.
La primera ilusión es la pérdida de peso inicial observada, que sólo está ligada a la utilización del glucógeno hepático y muscular (en este caso nuestra reserva energética rápidamente disponible en forma de hidratos de carbono) y a la eliminación de agua ligada a ella (9 gramos por gramo de glucógeno).
En una segunda fase se produce el efecto deseado: se movilizan las reservas de grasa. Pero lo que generalmente es menos conocido es que nuestro cuerpo establece estrategias para resistir a esta pérdida de peso.
Con menos reservas de energía fácilmente disponibles (las que perdimos primero), nuestro cuerpo entrará en modo ahorro (con una caída del metabolismo en reposo): esto se traduce en fatiga y sensación de frío –la termogénesis (producción de calor) se reduce– que se instalará de forma permanente si la restricción persiste.
Preservar la masa muscular
Otra desagradable sorpresa es la pérdida de músculo. Aunque la dieta sea cualitativamente equilibrada, la pérdida de masa grasa (75 %) va acompañada de una pérdida de masa muscular (25 %).
Sin embargo, la masa muscular es un factor clave en el gasto energético en reposo, ya que contribuye de forma significativa a la termogénesis y, por tanto, al gasto energético en reposo. Si hay menos músculo, el gasto energético en reposo se reduce de facto.
Para mantener la pérdida de peso a largo plazo, sería necesario reducir aún más la ingesta de alimentos o aumentar el gasto energético. Aquí es donde la actividad física desempeña un papel importante, mucho más allá de su efecto sobre el gasto energético durante el ejercicio.
Actividad física más allá de las calorías
Más allá del número de calorías gastadas, los efectos fisiológicos de la actividad física están en el origen de un círculo virtuoso: mantendrá en gran medida la masa muscular. De hecho, cuanto más activos somos físicamente, mayor es la disipación de calor, incluso en reposo. También ayuda a regular los niveles de azúcar en sangre y el metabolismo hormonal y energético.
Y aunque la hipótesis de su efecto anorexígeno (supresor del apetito) está siendo explorada actualmente, su papel como regulador de la ingesta de alimentos empieza a estar bien documentado: al actuar como regulador del estado de ánimo y de la respuesta al estrés, actuaría sobre el comportamiento alimentario en parte bajo la influencia de estos dos factores.
Riesgos para la salud de las dietas
En 2011, por primera vez en la historia de la evaluación del riesgo para la salud en este ámbito, 15 dietas fueron estudiadas por ANSES. Todas tenían consecuencias comunes: la restricción energética mediante el control de la ingesta de alimentos y la eliminación de al menos una categoría de alimentos conduce a deficiencias en ciertos minerales, vitaminas, fibras o excesos en proteínas, sodio, consecuencias psicoconductuales, biológicas, fisiopatológicas, masa muscular, equilibrio hormonal, estado óseo, funciones renales y hepáticas.
Todas las dietas restrictivas, por su propia finalidad, conducen a desequilibrios nutricionales.
Además, existe una paradoja: el efecto a veces espectacular a corto plazo de estas dietas enmascara el principal riesgo para la salud, la recuperación casi sistemática del peso, que se observa en el 80 % de los casos un año después de la dieta y en el 95 % de los casos en cinco años. Esta observación hace que sea un tema de salud pública que sigue siendo relevante en 2022.
Lo es sin duda porque la dieta de adelgazamiento se vive como una medida transitoria. Se convierte en un paréntesis, a pesar de que podría ser el camino hacia un comportamiento dietético que sostenga el retorno al equilibrio nutricional o incluso que apunte a mejorar los parámetros metabólicos, cardiovasculares y psicológicos.
Sin embargo, las limitaciones generan un estrés psicológico y fisiológico que pocos son capaces de soportar a largo plazo. Es en este contexto donde la actividad física y un enfoque nutricional razonado adquieren toda su importancia. Son necesarios para el mantenimiento de la salud a largo plazo y la prevención del aumento de peso repentino.
Entender el origen para dar apoyo
Cuando el sobrepeso es real, su orígen pueden encontrarse en los errores dietéticos, el estilo de vida, el estrés, la inactividad física, la edad, los trastornos metabólicos u hormonales, etc. En cuanto no se identifican los factores desencadenantes o de mantenimiento, la lucha contra el sobrepeso se pone en marcha.
Por tanto, el diagnóstico y el seguimiento individualizado de un profesional de la salud –nutricionista, dietista– son esenciales para comprender el origen y controlar las consecuencias para la salud de los desequilibrios nutricionales.
Una dieta restrictiva no puede adaptarse a miles de personas. Si la iniciativa es individual, el apoyo también debe ser individualizado. Las prácticas dietéticas, la adecuación del estilo de vida y la historia personal son puntos cruciales para apoyar la demanda de pérdida de peso que, para ser realmente satisfecha, debe tener como objetivo principal la salud mental y física a largo plazo.
En circunstancias normales, ante la disminución de las reservas de energía, el cerebro responde emitiendo señales de hambre. La restricción y el control de la ingesta de alimentos entran entonces en conflicto con las necesidades fisiológicas: el control permanente acabará por perturbar permanentemente la emisión e interpretación de las señales de hambre y saciedad que regulan el comportamiento alimentario.
La armonía entre las necesidades nutricionales y la ingesta de alimentos se interrumpe de forma permanente y en algunos casos definitiva. Esta alteración está en el origen de los trastornos alimentarios y en el origen del aumento de peso tras la dieta ya documentado desde hace varias décadas.
Si se realizan dietas restrictivas sin haber identificado previamente las causas del sobrepeso, a la pérdida de kilos le seguirá su recuperación. Con la disminución del metabolismo energético inducida por la restricción, comer conducirá luego a un aumento de peso más allá del peso inicial, lo que a su vez conduce a la repetición de las dietas.
Este fenómeno está en el origen del efecto yoyó, que aumenta después de cada episodio. Estas dietas restrictivas que se venden para perder peso están en el origen mismo aumento de peso. Así que para evitar que se produzca, una muy buena solución es la actividad física, que actuará como regulador en muchos aspectos a través del papel fisiológico y psicológico que puede desempeñar y que está bien documentado.