Nuestro tema de hoy parece sacado directamente de un episodio de Star Wars, pero realmente ocurrió que varias astrónomas estadounidenses, entre las que destacamos a Annie Jump Cannon, fueron unas auténticas Jedi que trajeron el orden a la Galaxia (la nuestra, con mayúscula para los astrofísicos), poniendo fin no a una guerra de estrellas, pero sí al caos que existía en la forma de clasificarlas. La taxonomía de objetos en ciencia es esencial para entenderlos y, en este aspecto, la astrofísica no se diferencia mucho de la zoología, donde ya Thomas Henry Huxley dijo que “una clasificación facilita las operaciones de la mente encaminadas a concebir y retener en la memoria las características de los objetos clasificados”. Annie Jump Cannon puso orden a la forma de clasificar las estrellas de la Vía Láctea y de todo el universo, usando características que luego se identificarían con una de las propiedades físicas fundamentales, de la que depende en gran medida el pasado, presente y futuro de toda estrella, su temperatura superficial.
Mirar estrellas debe haber sido la primera actividad astronómica del ser humano, no hay nada más fácil (o no había, ahora la contaminación lumínica de las ciudades muchas veces nos impide esta actividad ancestral). No pocas personas, profesionales de esto o no, consideran el mirar el cielo un pasatiempo fascinante. La ordenación de estrellas debió comenzar hace milenios, de hecho hay clasificaciones que todavía hoy utilizamos. Se atribuye a Hiparco de Nicea, considerado el más erudito de los astrónomos de la Antigüedad, la que pudo ser la primera clasificación de estrellas en función de lo que más claramente las distingue en el cielo a simple vista, su brillo aparente. Lamentablemente para nosotros hoy, a las estrellas más brillantes les asignó un 1 en su escala de brillo, y a las más débiles un 6. Creó así el sistema de magnitudes de estrellas que establece que los astros más brillantes tienen una magnitud más pequeña. Por tanto, la escala de magnitudes va al revés que el brillo, ¡cuántos quebraderos de cabeza ha protagonizado esta invención de Hiparco!, todavía utilizado hoy aunque con una base más físico-matemática establecida por Norman Robert Pogson ¡20 siglos más tarde!
Hay otra forma de clasificar estrellas a simple vista, aunque requiere de mucha más atención y de un ojo más entrenado. Consiste en fijarse en el color, porque no todas las estrellas son amarillas o blancas como las pintamos en el colegio, ¡ni siquiera el Sol es amarillo! Betelgeuse, una de las estrellas más brillantes (de magnitud 1 para Hiparco) de la famosa constelación de Orión, situada en su hombro como su nombre proveniente del árabe dice, es una de las estrellas a la que más fácilmente se le percibe su color, rojo en este caso. Sirio es otro ejemplo, en este caso, de una estrella azul. Lamentablemente, estas estrellas ya no son visibles de noche desde la semana pasada, se esconden por debajo del horizonte, su ocaso se llama, más o menos cuando el Sol se pone o, lo que es lo mismo, están por encima del horizonte solo de día, permaneciendo invisibles por el resplandor diurno del cielo. El ocaso de Sirio a la vez que el Sol es algo que los romanos celebraban en estas fechas con incienso y vino, espero que lo disfrutaran (también sacrificaban un perro, pero eso no lo recomendamos). Como alternativa, pueden observar otra famosa estrella que se ve roja, Antares, ahora visible en la madrugada. Antares es el rival de Ares, o Marte para los romanos, debió tomar su nombre porque es una estrella roja que compite con el también visiblemente planeta rojo, ahora observable justo antes de amanecer.
Clasificar estrellas a ojo no puede ir mucho más allá de usar su brillo aparente y su color. Para realmente acceder a las propiedades físicas de una estrella, como pueden ser su temperatura o el valor de su gravedad en superficie, es necesario tomar espectros.
¿Qué es un espectro? Imagínense mirando por la ventana una planta del parque cercano, una arizónica, por ejemplo. A primera vista dirían que es verde. Pero si se fijan más, con unos prismáticos, por ejemplo (porque acercarse a una estrella, que es adonde va nuestra analogía, no es posible; aún), podrán distinguir que hay varios tipos de verde, uno más oscuro, otro más claro, otro incluso blanquecino, y también hay zonas con distintos tonos de marrón. Eso es un espectro a grandes rasgos, distinguir distintos tonos de color, donde cada uno equivale a un fotón de distinta energía o, se dice, distinta frecuencia. En la arizónica, con ese espectro burdo podemos distinguir cuántas hojas jóvenes hay, las de un verde más claro, si se está secando y tiene muchas hojas marrones, el porqué puede estar secándose con esas zonas blancuzcas que podrían ser un hongo, o incluso podríamos intuir la presencia de un trozo de plástico que se ha quedado entre las ramas y oscurece ligeramente esa zona.
En las estrellas se puede hacer lo mismo, y es aquí donde entra en juego nuestra maestra Jedi Annie Jump Cannon. A finales del siglo XIX, Henry Draper utilizó por primera vez una placa fotográfica para registrar el espectro de una estrella. Usando su técnica, financiado por Mary Anna Palmar Draper, la viuda de Henry, y con una mejora que permitía tomar espectros de decenas si no cientos de estrellas en la misma zona del cielo simultáneamente, Edward C. Pickering reunió espectros para unas 220,000 estrellas, sumando unas 120 toneladas de placas fotográficas. Desde los orígenes de este megaproyecto en la Universidad de Harvard, Pickering contrató a mujeres como Williamina Paton Stevens, Florence Cushman, Henrietta Swan Leavitt y Annie Jump Cannon para analizar a ojo cada uno de los espectros que se veían en las placas y clasificarlos.
Paton Stevens empezó por usar un esquema de clasificación inventado 100 años antes por Angelo Secchi, que usaba el color (rojo, azul, amarillo, naranja) y la presencia de zonas oscuras en los espectros, las conocidas como líneas de absorción, que dan información de la presencia de elementos químicos en las atmósferas de las estrellas. El efecto es parecido al del plástico en la arizónica, un oscurecimiento en ciertas zonas de espectro. Para cada uno de los cuatro tipos de Secchi, y alguno extra, creó subtipos identificados con letras mayúsculas de la A a la Q.
Antonia Caetana de Paiva Pereira Maury, que con semejante nombre no podía nada más que estar emparentada con un médico al servicio de la realeza española y portuguesa (y con los Draper), por su parte, hizo una clasificación en números romanos del I al XXII.
Y finalmente aparece la Maestra Jedi, Annie Jump Cannon, que dicen que pasó de clasificar 1.000 estrellas en tres años a 200 espectros a la hora, uno cada tres segundos, para convertirse, según Pickering en “la única persona del mundo, hombre o mujer, que puede hacer este trabajo tan rápidamente”. Llegó a clasificar unos 350.000 espectros ella sola. Y no es fácil, lo que veía era esto. Jump Cannon eliminó tipos espurios e innecesarios y finalmente dejó toda la clasificación en una lista de siete letras, OBAFGKM, con las que todavía hoy en día clasificamos todos los objetos estelares. Es el caso del Sol, una estrella tipo G. Posteriormente se descubriría que era una clasificación que perfectamente daba cuenta de la temperatura de las atmósferas de las estrellas, he aquí una de las primeras diferenciaciones entre astronomía y astrofísica.
Aunque Annie Jump Cannon obtuvo múltiples premios durante la primera mitad del siglo XX, e incluso se creó un premio con su nombre en 1934 para galardonar nuevas doctoras en astronomía, lo cierto es que su sistema de clasificación se conoce hoy como el sistema de Harvard. No es el caso de otras contribuciones parecidas como el diagrama de Hertzsprung-Russel, o la clasificación de Morgan-Keenan, que se identifican con el nombre de sus creadores. Annie Jump Cannon trajo el orden a la clasificación de estrellas, ¡que toda la Galaxia lo sepa!
Pablo G. Pérez González es investigador del Centro de Astrobiología, dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y del Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (CAB/CSIC-INTA)
Vacío Cósmico es una sección en la que se presenta nuestro conocimiento sobre el universo de una forma cualitativa y cuantitativa. Se pretende explicar la importancia de entender el cosmos no solo desde el punto de vista científico sino también filosófico, social y económico. El nombre “vacío cósmico” hace referencia al hecho de que el universo es y está, en su mayor parte, vacío, con menos de un átomo por metro cúbico, a pesar de que en nuestro entorno, paradójicamente, hay quintillones de átomos por metro cúbico, lo que invita a una reflexión sobre nuestra existencia y la presencia de vida en el universo. La sección la integran Pablo G. Pérez González, investigador del Centro de Astrobiología; Patricia Sánchez Blázquez, profesora titular en la Universidad Complutense de Madrid (UCM); y Eva Villaver, investigadora del Centro de Astrobiología.
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