La Argentina tiene una valiosa tradición de autonomía relativa en los asuntos internacionales. Los juristas han hecho avances en materia doctrinaria; los economistas realizaron contribuciones sobre modelos de desarrollo; los políticos concibieron estrategias y los diplomáticos las han puesto en práctica.
En la academia, los especialistas han ofrecido miradas diversas enriqueciendo el debate intelectual y público sobre la autonomía y la política exterior: Juan Carlos Puig, José Paradiso, Carlos Escudé, Mario Rapoport, Carlos Pérez Llana, Guillermo Figari, Bruno Bologna, Alejandro Simonoff, Anabella Busso, Miryam Colocrai y Roberto Russell deben ser mencionados.
La Escuela de Relaciones Internacionales en la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario y el Instituto de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de La Plata, entre otros centros de estudios, llevan años investigando y publicando sobre el tema. Nuevas generaciones de mujeres y hombres con excelente formación estimulan la producción y la discusión sobre este tema.
En los análisis sobre autonomía relativa sobresale un doble diagnóstico: el global (con su dimensión mundial y regional) y el interno (con múltiples componentes).
¿Cuán permisivo o rígido es el sistema internacional? ¿Cuál es el eje básico que define el orden en un momento histórico dado? ¿Cómo se manifiesta el poderío de Estados Unidos en Latinoamérica? ¿Qué dinámica, asociativa o disgregada, caracteriza las relaciones intra-regionales?
Estas y otras consideraciones son evaluadas para discernir márgenes, espacios y niveles de autonomización: se trata para Puig de entender mejor y aprovechar al máximo las “líneas de borde” realmente existentes.
Y en lo doméstico, su sobria afirmación es precisa: “todo proyecto autonomizante requiere para que lo sea auténticamente movilizar recursos de poder”. La autonomía debe ser, entonces, viable y contar con atributos materiales e intangibles. La voluntad autonómica es indispensable, pero insuficiente si no se cuenta con recursos activados.
En esa dirección, uno de los riesgos actuales -no solo en la Argentina sino en América Latina -es confundir aspiración con consecución, retórica con praxis. Esa brecha puede conducir más temprano que tarde a la aquiescencia antes que a la autonomía. Por eso es fundamental repensar el “proyecto autonomizante” hoy.
Ello exige volver a la idea matriz que recorre a los y las especialistas del área: un patrón de desarrollo que, en las actuales circunstancias, asegure prosperidad económica, equidad social y sustentabilidad ecológica. Y el elemento clave es un modelo que se asiente en investigación e innovación en ciencia y tecnología (CyT).
El potencial transformador de la CyT no remite solo al crecimiento y a la productividad, sino que está ligado a la transición hacia una estructura ambientalmente más limpia y, asimismo, a políticas específicas respecto a la igualdad de género.
Un patrón de desarrollo con acento en la ciencia y la tecnología implica recuperar aquello que resumieron en un texto de 1968 Jorge Sábato y Natalio Botana: un triángulo interconectando el Estado, la comunidad científica y la industria. Sábato profundizó el argumento subrayando que la superación de la dependencia descansaba, en gran medida, en la autonomía tecnológica.
Ello significaba diseñar, coordinar y ejecutar una estrategia en la que el rol del Estado es deliberadamente central y la vinculación con la infraestructura científico-tecnológica y el sector productivo es vital. Gobierno, universidad y empresa articulados implica un proyecto integral.
¿Es posible identificar en la Argentina un conjunto de actores públicos y privados que se comprometa en una iniciativa de largo plazo que actualice aquel esquema que ha distinguido el auge paulatino de las grandes y medianas potencias? ¿Persiste un impulso autonomista que pueda conducir políticamente esa iniciativa?
Una mirada de mediano plazo nos revela la envergadura del reto. Según el Banco Mundial, en 1996 la Investigación y Desarrollo (IyD) en Ciencia y Tecnología en la Argentina equivalía al 0.419% del PIB, en 2002 cayó a 0.389%; en 2012 fue 0.635% y en 2018 bajó al 0.494.
De acuerdo con el presupuesto nacional en 2019 ese porcentaje fue del 0.23%; incrementándose a 0.25% en 2020. La ley de 2021 de Financiamiento del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación prevé alcanzar el 1% del PIB en 2032.
En el índice Global de Innovación de 2021 que publicó la Organización Mundial de Propiedad Intelectual la Argentina se ubicó en el puesto 73. Entre los 100 principales clusters mundiales en CyT no está Argentina, pero si Brasil. Según el informe de UNESCO de 2021 sobre ciencia, en la Argentina los fondos para IyD provienen esencialmente del Estado; en Brasil el compromiso del sector privado es mayor.
En síntesis, nuestras crisis recurrentes y su efecto en el desfinanciamiento y la discontinuidad en el área de CyT, la escasa contribución del sector privado en materia de IyD y la retirada de la burguesía nacional, entre otros, han debilitado aquel triángulo virtuoso.
Si no se establecen las bases y los acuerdos para un relanzamiento de la ciencia y la tecnología el “proyecto autonomizante” argentino se asentará más en el relato que en la realidad. En el cuadro internacional presente y futuro los países que carezcan de autonomía tecnológica serán apenas espectadores de la política mundial.
Juan Gabriel Tokatlian es profesor de Relaciones Internacionales. Vicerrector de la Universidad Torcuato Di Tella.