“El problema con “tengo derecho a mi opinión” es que, […], se usa para albergar creencias que deberían haberse abandonado años atrás. […]. Esta actitud alimenta la falsa equivalencia entre expertos y no expertos […]”
Siempre trato de dirigirme a las personas con respeto y como si quisieran fomentar el aprendizaje activo. Y como si cada uno tuviera derecho a su propia opinión. Pero pensándolo bien, nadie tiene derecho a su opinión, solo se tiene derecho a lo que puede defender.
El problema con “tengo derecho a mi opinión” es que, con demasiada frecuencia, se usa para albergar creencias que deberían haberse abandonado años atrás. Se convierte en una abreviatura de “puedo decir o pensar lo que quiera”. Esta actitud alimenta la falsa equivalencia entre expertos y no expertos que es una característica cada vez más perniciosa del discurso público.
En primer lugar, ¿qué es una opinión? Platón distinguió entre opinión y conocimiento, y esa sigue siendo hoy en día una distinción viable. A diferencia de “1+1=2” o “no hay círculos cuadrados”, una opinión tiene un grado de subjetividad e incertidumbre. Pero la opinión va desde gustos o preferencias, pasando por puntos de vista sobre cuestiones que preocupan a la mayoría de las personas, como la honestidad o la política, hasta puntos de vista basados en conocimientos técnicos, como opiniones jurídicas o científicas.
Realmente no se puede discutir sobre la opinión de un gusto. Sería una idiotez insistir en que el helado de vainilla es más sabroso que el de chocolate. El problema es que a veces implícitamente parecemos tomar opiniones como indiscutibles en la forma en que lo son las cuestiones de gusto. Tal vez esa sea una de las razones (sin duda hay otras) por las que algunos creen que tienen derecho a estar en desacuerdo con los científicos y hacer que se respeten sus puntos de vista.
Durante la pandemia escuchamos a personas con discursos antivacunas, que no tenían calificaciones médicas, pero argumentaban que si unos pueden comentar sobre leyes sin ser abogados, ellos perfectamente deberían poder comentar sobre vacunas y desafiar la ciencia de la inmunología. A propósito, para los que cuestionan el porqué yo escribo y opino sobre alimentación saludable, les informo que estudié química, con tesis de graduación sobre vitaminas y enzimas, y más de 40 años de experiencia y estudios superiores en nutrición y salud pública. Por ende, yo puedo opinar con conocimientos sobre este tema.
Entonces, ¿qué significa tener derecho a una opinión? Si “todos tienen derecho a su opinión”, simplemente significa que nadie tiene derecho a impedir que la gente piense y diga lo que quiera, entonces la afirmación es cierta, pero bastante trivial. Nadie puede impedir a las personas decir que las vacunas causan autismo, sin importar cuántas veces se haya refutado esa afirmación. Pero si “tener derecho a una opinión” significa con derecho a que sus puntos de vista sean tratados como candidatos serios a la verdad, entonces es claramente falso. Y esta también es una distinción que tiende a desdibujarse.
Consideremos un artículo reciente en The Journal of Nutrition sobre un estudio realizado entre 2001 y 2018, que demuestra una disminución significativa en la ingesta de azúcares agregados, debido principalmente a una baja en los azúcares agregados de las bebidas azucaradas (https://doi.org/10.1093/jn/nxab395). La financiación de esta investigación fue proporcionada por The Sugar Association (TSA) y, por supuesto, a TSA le encantaría demostrar que el consumo de azúcar no tiene nada que ver con el aumento de peso o sus consecuencias. Su lógica siempre ha sido que la ingesta de azúcar está disminuyendo, mientras que la obesidad sigue aumentando. Pero aquí está la clave: a pesar de estas disminuciones, las ingestas aún se mantienen por encima de las recomendaciones dietéticas diarias dictadas por la ciencia, que asegura sin duda que a todos nos iría mejor comiendo menos azúcar.
Esto implica un derecho a ser oído en un asunto en el que una de las dos partes tiene serios conflictos de interés y que, por su conducta en las últimas cinco décadas escondiendo la verdad, no tiene autoridad moral ni ética para opinar absolutamente nada. Una vez más, si se tratara de dar respuestas técnicas o políticas a la ciencia, los hallazgos del estudio serían razonable. Pero el debate que busca la industria de bebidas azucaradas no es sobre la ciencia en sí misma, sino en tener derecho a su opinión sobre un tema en el cual su posición está acomodada a sus propios intereses, y no al bienestar colectivo de la sociedad.
La respuesta de los fabricantes de sodas y demás bebidas azucaradas en este asunto es siempre predecible: censurar el debate científico y confundirlo con puntos de vista insostenibles. Y al hacerlo, no solo pierden la discusión, sino que también pierden su derecho a discutir. Si no, pregúntenle a las tabacaleras que ya nadie cree en ellas y, por tanto, su opinión no cuenta.
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