Hay un hombre en Colombia que una vez al mes, religiosamente, escala montañas heladas de más de 4.500 metros de altitud. Busca sus balizas clavadas en el hielo, saca la cinta métrica y evalúa el espesor de la nieve sin importar si hace un sol abrasador o cae una gélida tormenta. Lleva haciéndolo casi 20 años y piensa continuar hasta que llegue su último día de trabajo. Este hombre se llama Jorge Luis Ceballos y es el único glaciólogo de Colombia, un país que alberga algunos de los últimos glaciares tropicales del planeta.
Ceballos es a la vez inventor de la glaciología moderna en este país y el último representante de su disciplina. Durante años ha realizado una labor científica, política, diplomática y hasta antropológica para conseguir, por ejemplo, ser el único científico al que los indígenas dejan ascender al glaciar del Cocuy, que consideran lugar sagrado e inviolable. También ha lidiado con la guerrilla para poder instalar estaciones meteorológicas en sus territorios —algunos guerrilleros, cuenta, siguen tapándose la cara cuando pasan por delante de ellas, pues creen erróneamente que son cámaras para identificarlos—.
Este geógrafo es además el mayor valedor y divulgador del hielo glaciar en Colombia. Gracias a la colaboración con homólogos españoles y de otros países ha conseguido darle visibilidad internacional al rapidísimo retroceso de los hielos colombianos. Además ha impulsado programas para enseñar estos temas a guías de montaña —entre los que busca a su improbable sucesor—, y en escuelas rurales de zonas tan abruptas que algunos niños tardan dos horas a caballo en llegar a clase desde sus casas en el monte.
Hace unas semanas, este diario acompañó a Ceballos, científico del Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales (Ideam) del Gobierno colombiano, en uno de sus periplos mensuales; primero en una dura ascensión hasta su glaciar predilecto, el Conejeras, y después montaña abajo, hacia las escuelas.
A sus 59 años, Ceballos remonta las pendientes con unas piernas delgadas y larguísimas sin que parezca afectarle nunca la falta de aire a pesar de la altitud. Cuando llega a una baliza o simplemente quiere descansar un rato se tira al suelo de inmediato, ya sea sobre la hierba o en plena nieve. Su mayor incertidumbre ahora es si el glaciar Conejeras, situado bajo el pico central del Nevado Santa Isabel, habrá desaparecido antes de que le toque jubilarse dentro de tres años. Lo más probable, reconoce, es que sí.
¿Por qué sigue subiendo cada mes si sabe que ya no hay remedio? “Imagínate que un amigo te dice que le quedan seis meses de vida”, razona Ceballos. “Tú no echas las cuentas y dices: ‘Ah, seis meses, en mayo te mueres, pues ya vengo a verte en mayo’. No. Desde ese mismo día tú le visitas y estás con él. Pues con este glaciar es lo mismo”, detalla.
En la última visita, el pasado noviembre, el enfermo parecía haberse repuesto milagrosamente. Todo el monte estaba nevado, hacía frío y niebla y el hielo del Conejeras parecía extenderse hasta más allá del horizonte. Pero todo era un espejismo. Este glaciar, el más endeble de Colombia, ha perdido el 90% de su extensión desde 1850. Su deshielo se ha acelerado en las últimas décadas de forma alarmante. A pesar de todo esto, lo que más puede enfadar a Ceballos es que alguno de sus colegas de Chile, Argentina u otro país con glaciares mucho más grandes le digan la verdad: que Conejeras es ya un “glaciarete”, que significa que el hielo ha dejado de fluir ladera abajo y que, por tanto, el glaciar ya ha muerto.
Natural de Bogotá, Ceballos comenzó a explorar las montañas de su país de joven, por puro placer. Iba sin ningún tipo de preparación, abrigo ni equipo de montaña, esperando poder encontrar algo con lo que hacer fuego a cotas de más de 4.500 metros, lo cual era casi imposible. Estudió Geografía y en 1995 comenzó a trabajar en el recién creado Ideam. Su cometido era estudiar el impacto de la subida del nivel del mar debido al cambio climático en las zonas costeras. Por aquellos días había un reducido grupo de geógrafos que estudiaban los glaciares de Colombia. “Les veía como astronautas; hacían un tipo de ciencia que me parecía inalcanzable”, recuerda.
A principios de este siglo, aquellos astronautas se jubilaron y Ceballos recibió el encargo de continuar su trabajo. Le dieron unas libretas con dibujos y planos improvisados que describían cómo llegar hasta el Santa Isabel, pues ni eso estaba claro. El geógrafo empezó a seguir los mapas por caminos embarrados y a acudir a congresos panamericanos para entender cómo se monitorea un glaciar. “Me sorprendí mucho; Colombia era el país más atrasado, nos llevaban 10 años de ventaja”, recuerda.
Gracias a la ayuda de sus homólogos de América Latina y Europa, Ceballos diseñó el primer sistema de monitorización serio del Santa Isabel. “Uno de los mayores retos fue conseguir la única perforadora de hielo que había en todo Colombia para instalar las balizas”, recuerda. Tras un año de intentos infructuosos en medio del frío, en 2006 obtuvo los primeros datos fiables. “Me había convertido en un astronauta”, resume el geógrafo.
En aquel tiempo Ceballos tomó una decisión que marcaría el resto de su vida. Tenía que determinar cada cuánto tiempo subiría a medir el hielo. En Colombia no hay estaciones y el clima depende sobre todo de la altitud. Eso, y el hecho de que cada vez le gustaba más su trabajo, le hizo tenerlo claro: “Hay que medir cada mes”, le dijo Ceballos a su jefe. Nadie desde entonces le ha llevado la contraria y, cada año, el científico lidera la publicación oficial del Ideam que certifica el estado de los glaciares de Colombia.
Aunque parece un término contradictorio, en la Tierra aún quedan decenas de glaciares tropicales. La inmensa mayoría están en la cordillera de los Andes, pero también resisten al menos tres en África y uno en Asia. Casi todos los glaciares del mundo están retrocediendo, pero los tropicales son sin duda los más amenazados. Los glaciares colombianos están entre los más cercanos al ecuador y, por tanto, más cerca de desaparecer. En la vecina Venezuela, al glaciar Humboldt, el último del país, le queda menos de una hectárea. Probablemente será el primer país de los Andes que pierde todos sus glaciares.
El Santa Isabel colombiano no supera los 5.000 metros de altitud. Esto dificulta que la temperatura baje de cero y que la nieve permanezca congelada y se transforme en hielo. Este año, Ceballos y sus colaboradores han registrado en tiempo real la desaparición de dos de los nueve pequeños glaciares que quedaban en este macizo: Otún norte y sur. “La nieve caída durante tormentas aguanta apenas unas horas o unos pocos días, con lo que es casi imposible la acumulación”, explica la geógrafa Yina Nocua, que colabora con Ceballos en el seguimiento de los glaciares del país. A Nocua le gustaría continuar la tarea de Ceballos una vez este se haya jubilado, pero la realidad es que faltan fondos para contratarla como personal fijo del Ideam.
“Estamos seguros de la extinción del glaciar del Santa Isabel a corto plazo”, reconoce Ceballos. “A finales de esta década, el sector Conejeras no existirá, y a lo sumo quedará otro sector, el Hongo, pero muy reducido”, detalla. En los otros cinco glaciares la situación es más incierta porque acumulan más nieve, aunque las previsiones son que hayan desaparecido por completo a finales de este siglo.
El geógrafo español Nacho López-Moreno colabora con Ceballos en el estudio de los últimos glaciares de Colombia desde 2013. “Cuando conocí su trabajo me quedé fascinado. No creo que haya otro caso en todo el mundo de un monitoreo tan intenso, con mediciones mensuales”, reconoce.
El ritmo de retroceso del Santa Isabel es mucho más rápido que en el Pirineo, pero también lo es la reconquista de las plantas del terreno ganado al hielo. A medida que aumentan las temperaturas, el ecosistema de páramo, caracterizado por una especie de palmeras bajas coronadas por unas hojas tan suaves que parecen orejas de conejo, gana el terreno que ha perdido el hielo en un tiempo récord que no se ha observado en glaciares más septentrionales, incluidos los últimos que quedan en España.
Colombia también es única porque aún quedan montañas prohibidas para la ciencia. La más espectacular es la sierra Nevada de Santa Marta, una muralla de más de 5.700 metros de altitud que se alza a apenas unas decenas de kilómetros de las costas caribeñas del norte del país. Llegar a sus glaciares es prácticamente imposible debido a la dificultad de obtener permisos de los propietarios, muchos de ellos indígenas, para atravesar sus tierras. Ceballos, quien lo intentó hace años, recuerda: “Estuvimos un año y medio visitando a los indígenas e intentando convencerles de que nos dejasen subir al Santa Marta porque era esencial para entender el futuro del glaciar por el cambio climático; nos escucharon, votaron y decidieron que no”, recuerda.
Las comunidades indígenas y la guerrilla también limitan el acceso al Huila, un volcán de más de 5.300 metros en el sur del país. Durante muchos años los indígenas u’wa también prohibieron el ascenso a la sierra Nevada del Cocuy, otra masa de hielo considerada sagrada que alberga picos de más de 5.400 metros. En 2016 un grupo de montañeros grabó un vídeo jugando al fútbol sobre el hielo. Los indígenas prohibieron el paso a toda expedición. Después de largas negociaciones con la comunidad, Ceballos ganó permiso para pasar. En la actualidad es el único científico al que se le permite el acceso al Cocuy. Otro gran glaciar de Colombia, el Nevado del Ruiz, está sin estudiar porque es demasiado peligroso debido a la actividad volcánica.
Francisco Rojas es un geógrafo colombiano que está haciendo el doctorado en el Instituto Pirenaico de Ecología del CSIC, en Zaragoza. Antes de llegar a España, fue uno de los estudiantes de Ceballos. Colombia es un caso único en el mundo”, destaca. “En países como Ecuador ha habido casos puntuales en los que los indígenas rompen las estaciones de medición porque las culpan de fenómenos meteorológicos adversos como La Niña, pero en ningún otro lugar hay cadenas montañosas inexploradas por los científicos”, añade. Rojas cree que Colombia es “el laboratorio perfecto” para estudiar el deshielo de los glaciares, pero los recursos para hacer este tipo de ciencia “son muy limitados”, reconoce.
En 2010, Ceballos lideró la publicación de un gran libro colectivo, Glaciares de Colombia, más que montañas con hielo, que arrancaba con una cita ineludible a Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Lo cierto es que después de tantos años subiendo y bajando montañas y conociendo a sus gentes, Ceballos es la mejor persona a la que acudir para conocer el hielo en el país de Gabriel García Márquez.
“Cuando estuvimos en Santa Marta, los indígenas nos dijeron que no creían en el cambio climático porque era un discurso imperialista creado por Estados Unidos”, recuerda el geógrafo. “Opiniones aparte, aquello fue una enseñanza inmensa para mí. Me hizo concebir la montaña de forma diferente. Los glaciares no pueden ser abordados únicamente desde un punto de vista científico. Los indígenas tienen otro distinto. Son colombianos, tienen su territorio y hay que respetarlo. También hay el punto de vista de los alpinistas, que se frustran porque no pueden subir. Y luego está la visión del colombiano común, para el que los Nevados [glaciares] son sobre todo un paisaje. Hay que ver la felicidad de un turista cuando llega al borde de un glaciar. Es una felicidad como si estuviera en la Antártida”, resalta Ceballos.
Desde hace años, el geógrafo intenta involucrar a la población en su trabajo. Uno de sus proyectos es enseñar a alumnos de humildes escuelas infantiles a monitorizar el clima con pluviómetros, mangas de viento, y a guardar un registro diario de las temperaturas. También acude a menudo a las poblaciones que rodean los nevados — como se llama a los glaciares en América Latina—, para dar charlas sobre cambio climático y montañismo.
En 2019, tras acudir a una de esas conferencias, Saida Martínez, de 27 años, y Andrés Cruz, de 24, ambos guías de montaña, crearon la primera red colaborativa de monitoreo del hielo en el Nevado de Tolima, un glaciar situado en el cráter del volcán que lleva el mismo nombre y que a día de hoy sigue escupiendo fétidos gases. Unas 60 personas entre guías de montaña, campesinos, arrieros y otros habitantes locales participan en el proyecto para recoger los datos de espesor de nieve y hielo, que después son enviados al Ideam. Uno de sus hitos fue instalar la baliza de seguimiento más alta del país, a unos 5.200 metros de altitud. “Mi sueño es ser la primera glacióloga colombiana”, reconoce Saida. “Quiero realizar estudios de máster, seguir los pasos de Jorge Luis y llegar a esos rincones que aún no están estudiados; pero de momento es solo un sueño porque no existen fondos para contratarnos”, se resigna.
Puedes seguir a MATERIA en Facebook, Twitter e Instagram, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.