Basta con repasar el Top Ten del medallero de Tokio 2020: Estados Unidos, China, Japón, Reino Unido, Rusia (Comité Olímpico Ruso en su versión de nación sancionada por asuntos de dopaje), Australia, Países Bajos, Francia, Alemania e Italia. Podríamos extendernos un poco más: Canadá (11º), Brasil (12º) y Corea del Sur (16º). Todos estos países forman parte de alguna de las élites del poder geopolítico mundial. Todos estos países triunfan en el alto rendimiento pero siembran mucho antes de que se termine de constituir el atleta de verdad.
Cada una a su manera, con lógicas distintas pero eficacia similar, entienden que el deporte es no solo una herramienta de posicionamiento internacional –casi una batalla incruenta y lúdica en el mapa de los países-, sino un espacio al cual cuidar, financiar y potenciar también en el ámbito recreativo
Sea a través de escuelas de formación deportiva, de programas de desarrollo para niños en edad formativa, de estímulo a la inversión privada o, directamente, de apoyo con recursos del Estado, estas naciones y unas cuantas más –no solo de las denominadas de Primer Mundo-, entienden el valor del deporte más allá de los podios, las medallas o los títulos mundiales.
No hay casualidad ni mera coincidencia que los países más poderosos del olimpismo sean, en simultáneo, aquellos que participan de los negocios y las decisiones más relevantes del planeta. Tampoco se trata de simplificarlo todo y concluir en que, como son sociedades de enorme poder económico, dispones de dinero suficiente para formar campeones: no a todos los poderosos les va tan bien en el deporte; varias de las naciones en vías de desarrollo o subdesarrolladas tienen un poderío deportivo muy por encima de los índices de vida de su sociedad.
Claramente, la inversión ayuda. Pero no lo es todo. Acaso creemos que, por el solo hecho de destinar millones, vamos a dar a luz un Usain Bolt, una Nadia Comaneci o un Tony Estanguet? Basta con ver cuánto dinero aportan países como China o los Estados Unidos al fútbol mundial en diversos formatos –desde creación de ligas hasta la compra de clubes de los principales torneos- y lo lejos que siguen estando de la punta de la pirámide. Todos los ejemplos que se les ocurran serán válidos. Yo simplemente aporte lo primero que me vino en mente.
En la otra vereda, el suceso en ciertas disciplinas que exhiben Kenia, Etiopía, Cuba, Venezuela, Argentina y tantos más, demuestran que el talento y la genética puesta al servicio del deporte trascienden el poderío económico y hasta la destreza estructural de sus gobiernos.
Sin profundizar demasiado en cada caso, vale destacar que la visión sobre el deporte que tienen China o Rusia no se parece demasiado a la de los Estados Unidos o el Reino Unido. Sin embargo, ellos y muchos otros coinciden en potenciar el deporte en distintos niveles, inclusive algunos que están muy lejos de salir en los diarios o brillar en las pantallas de televisión.
Estos modelos, bien diversos, no se sustentan exclusivamente en la cantidad de dólares o euros de que se disponga sino que cuentan, además y fundamentalmente, con políticas que le dan contención al fenómeno y aportan un horizonte hacia el cual dirigir la nave. Tristemente, esto es algo que es asignatura pendiente en la mayoría de las banderas que constituyen el universo olímpico. En tantos casos, la diferencia entre el triunfo y la derrota incluye justamente la ausencia de estructuras serias y deja en evidencia que los sucesos son mucho más la consecuencia de emprendimientos particulares aislados, aportes decisivos de clubes o escuelas privadas o la aparición de fenómenos esporádicos sin legado posible que de la relación con estructuras gubernamentales que los acompañen.
Que las cosas no suceden por una sola razón es algo sobre lo que ya hemos conversado. Sin embargo, para el tema en cuestión entiendo que pocas cosas influyen más que el reconocimiento –o el desconocimiento- de para qué sirve realmente el deporte.
Hay, decididamente, una subestimación al respecto. Inclusive en los países que más se asemejan a un modelo por seguir, se considera a la actividad atlética algo vinculado básicamente con el músculo, la transpiración, el esfuerzo, la dedicación, la plasticidad o la fuerza. Rara vez se asume que el deporte es, además, un extraordinario ejercicio intelectual.
Si aceptamos que casi todas las cosas que hace el ser humano tiene una connotación neurológica, ¿por qué no considerar la posibilidad de que el mismo circuito que inspiró una pincelada de Van Gogh o una melodía de Elton John no recorre la misma autopista que un drop shot de Federer o una rutina en suelo de Simone Biles?
Usted y yo podemos dar fe de cuánto mejor pensamos, cuanta más energía creativa tenemos al salir de la ducha después de nuestra rutina en el gimnasio. ¿Por qué no permitirnos la posibilidad de que, para nuestros niños, sea más fácil estudiar geografía o entender algebra gracias al oxígeno y a las endorfinas que crecen después de una clase de educación física o un partido de básquet?
Sean habitantes de países super poderosos o de naciones castigadas duramente por la pobreza, el riesgo o la corrupción, merecemos el beneficion de la duda y discutir si no seria el deporte una herramienta para pelear contra la violencia, la discriminación, el hambre, las adicciones, el sedentarismo, la obesidad o la inseguridad. Cada una de las miserias que podemos cruzar en nuestro camino pueden encontrar un atenuante en la actividad física y en cada uno de los deportes. El que más nos guste. El que se nos ocurra.
Y, quien sabe, hasta darnos el gusto de descubrir que, finalmente, no somos tan malos practicándolos.