El cantar de los pájaros se impone al ruido de los motores. En este islote de naturaleza en la punta austral de África, los niños plantan coles, mezclan compuesto, persiguen ranas y trepan a los árboles.
Esta idílica “escuela verde”, que abrió el año pasado a menos de una hora de Ciudad del Cabo, nació con la ambición loca de estimular la creatividad y su resistencia ante los desafíos de un futuro complicado por el calentamiento global y otros desafíos ecológicos.
Su fundadora, Alba Brandt, su marido y sus tres hijas pasaron seis meses en Bali en 2017 en una estructura similar.
“Lo que tenía que ser un semestre de aventura en el extranjero cambió nuestras vidas”, explica esta antigua contable de 44 años, con bermudas y sudadera con capucha, ojos azules y el pelo recogido en un moño.
“Me di cuenta que la educación puede ir mucho más allá que estar sentada tranquila y repetir lo que está escrito en la pizarra”, explica a la AFP.
En este rincón privilegiado de Sudáfrica, bendito por el turismo y con célebres viñedos, los escolares suelen vestir uniforme.
Aquí no hay nada de esto. Clases pequeñas, veinte alumnos para dos profesores, educación bilingüe en inglés y afrikáans, temas declinados en distintas materias…
“Tomemos la vida en Marte, por ejemplo”, explica el director Andrew Wood. “La abordamos en literatura a través de la ciencia ficción, en astronomía, en geografía o con la noción de la gravedad en física”, detalla. “Buscamos dar coherencia” a lo que aprenden los niños.
La “escuela verde” no busca “cargar de contenidos” el cerebro de los niños, pero acompañarlos en “una reflexión” sobre los desafíos del siglo XXI, dice este pedagogo de 62 años.
Para estudiar las fracciones usan las construcciones de Lego o una receta de galletas.
– Autosuficiente –
“Es así que enseñaba en mi antigua escuela, a escondidas”, explica Esbie Binedell, de 40 años, que da clases preparatorias.
“Era un poco confuso, pero dejaba a los niños que hicieran preguntas hasta que no tenían más”, añade.
Cada semana pasan unos 170 alumnos por este espacio con las aulas decorada con proyectos de los niños, patios del recreo con hamacas, cabañas y areneros y una cantina vegetariana donde no se desperdicia nada.
En el menú de ese mediodía hay tres ensaladas, aliñadas con una sabrosa albahaca recogida en el huerto de los alumnos.
En esta antigua caballeriza, “la tierra estaba muerta, aplastada, no crecía nada”, recuerda Alba Brandt. “Empezamos a plantar hace dos años y la biodiversidad volvió, las mariposas, las abejas, los puercoespines”.
En estos días calurosos de la primavera austral, los niños saben que deben evitar hurgar en algunos matorrales donde suelen esconderse las serpientes.
Unos paneles solares suministran la electricidad. La calefacción solo se enciende por debajo de los 16 grados y la climatización a partir de los 33 ºC.
La escuela quiere crear una comunidad preocupada por el medioambiente.
“Era cansado ser la madre algo excéntrica que recicla y prepara comida casera para sus hijos”, dice la fundadora. “Puedes hacerlo sola, pero es difícil y no siempre exitoso. Somos más fuertes si somos varios”.
El coste de la escolarización es caro. El Estado no financia nada y el sistema de ayudas previsto tardará tiempo en ponerse en marcha.
Ante las perspectivas sombrías de desastres ecológicos para el planeta, la escuela lo trata de forma suave.
“Introducimos los problemas progresivamente, en el colegio sobre todo, para evitar una ansiedad” paralizante, dice Brandt. Y ponen el acento en la capacidad de reflexionar y “la alegría de aprender”.