A comienzos del siglo XX el universo era un lugar muy pequeño. Un sol, ocho planetas, un enjambre de asteroides, algún cometa ocasional y miles –quizá millones– de estrellas, agrupadas de forma caprichosa a lo largo de la bóveda del firmamento. Entre ellas se veían algunas nubecillas difusas, cuya trascendencia, frente al conjunto de astros, no debía de ser muy importante. Simples irregularidades sin importancia.
El mecanismo que movía el cosmos ya había sido desentrañado, siglos atrás, por los gigantes de la astronomía: Tycho Brahe, Kepler, Copérnico, Galileo y el más colosal de todos ellos, Isaac Newton, habían puesto las bases de una ciencia que explicaba, casi a plena satisfacción, el comportamiento de estrellas y planetas. Los más recientes descubrimientos en espectroscopía posibilitaron algo que parecía imposible: llegar a conocer la composición de algunos cuerpos celestes.
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Pero seguía sin resolverse una cuestión importante: el tamaño del universo. ¿Era infinito o estaba limitado? Además de los millones de estrellas que nos rodeaban, ¿había algo más “más allá”?
El cosmos y los cuatro elefantes
Durante siglos, esa pregunta había sido objeto de especulación filosófica. No existían técnicas ni instrumental para abordarla. Quedaba solo al alcance de la imaginación de unos pensadores que, en muchos casos, la interpretaban a la luz de su misticismo.
Los antiguos vedas veían el mundo como un disco sostenido por pilares que se apoyaban a lomos de cuatro elefantes que, a su vez, descansaban sobre la concha de una tortuga que nadaba en un mar cósmico. Para Demócrito, las estrellas eran solo una pequeña porción de una infinitud de mundos.
Quizá el espacio tenía un límite, pero entonces ¿dónde estaba contenido el universo? Aristóteles zanjaba la cuestión asegurando que “estaba contenido en sí mismo”, lo que no aclaraba mucho. Sus teorías, sin embargo, persistirían durante muchos siglos en las enseñanzas universitarias en la Europa medieval.
Por la noche cualquiera podía ver que la Luna y las estrellas giraban alrededor de la Tierra. Parecía evidente, pues, que ocupábamos el centro del universo, una visión muy del agrado de la teología de la época. A finales del siglo XVI, Giordano Bruno osó sugerir que si el cosmos era infinito, no tendría borde. Y, por tanto, tampoco centro. Como es sabido, Bruno acabó mal.
Buscadores de cometas
Ya en el siglo XVII, el concepto copernicano del sistema solar se había impuesto. René Descartes en su Principia philosophiae, proponía una cosmología mecanicista, a base de “vórtices”, que asemejaba el movimiento de los planetas a una gigantesca máquina perfectamente ajustada. Cien años más tarde, otro francés, Pierre-Simon de Laplace, sugería su teoría de la nebulosa cósmica en rotación, una inmensa nube de gas a partir de la cual se habían “condensado” todos los planetas y estrellas del firmamento.
Otros filósofos dirigieron también sus esfuerzos a ese tema, desde Thomas Wright, que asimilaba la Vía Láctea a un anillo cuyo centro lo ocupaba un ser supremo, hasta el propio Immanuel Kant, quien acuñó el concepto de “universos islas”, antes de abandonar el estudio de la cosmología para dedicarse a escudriñar el interior de la consciencia humana.
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Para entonces, Charles Messier ya había compilado un catálogo de “objetos” que se veían en el cielo y que no eran estrellas, sino curiosas formaciones –algunas en forma de nubecilla, otras en espiral– cuya naturaleza no estaba clara. No lo hizo para dilucidar de qué se trataba, sino, sencillamente, para ofrecer una lista a los buscadores de cometas (una actividad muy popular en esa época) que les ayudase a evitar confusiones. Todavía no existían los medios técnicos adecuados.
El primer mapa de la galaxia
En 1757 un joven músico llamado William Herschel emigró a Inglaterra desde su Hanóver natal. Se había formado como oboísta en una banda militar y, durante casi un cuarto de siglo, se ganó la vida como intérprete de violín y órgano, compositor e incluso director de una pequeña orquesta.
A la entonces madura edad de treinta y cinco años, Herschel descubrió otros intereses: óptica, matemáticas y, sobre todo, la construcción de telescopios. Tomó esta última con tal afición que era normal verle dieciséis horas al día puliendo espejos para sus cada vez mayores y más perfectos equipos.
Entre él y su hermana Caroline construyeron más de cuatrocientos, y sus instrumentos llegaron a hacerse famosos, lo que le permitió amasar una pequeña fortuna. Uno de sus clientes fue Carlos IV de España, quien pagó por uno de ellos más de tres mil libras de la época. Dinero poco aprovechado, porque en 1808, a los cuatro años de su instalación junto al observatorio de Madrid, las tropas napoleónicas utilizaron la madera de su estructura para encender una fogata con la que calentarse.
Con la ayuda de su hermana –excelente astrónoma por sus propios méritos–, Herschel realizó numerosos descubrimientos, entre ellos, el del planeta Urano. Uno de sus estudios pretendía definir por primera vez el tamaño de la Vía Láctea, en la que estaban comprendidos el Sol y sus planetas.
Para ello, se dedicó a contar pacientemente las estrellas que se veían en todas direcciones y llegó a dibujar un esquema, una especie de mancha irregular. Puesto que la densidad de estrellas parecía más o menos la misma a uno y otro lado, concluyó que la Tierra estaría situada muy cerca del centro.
Por primera vez, existía un mapa, siquiera aproximado, de la extensión de nuestra galaxia. Herschel ignoraba la presencia de polvo interestelar, que ocultaba las estrellas más alejadas. Y tampoco podía saber que su telescopio, por potente que pareciese, no alcanzaba a ver las de brillo más débil.
Las estrellas de Henrietta
Así que, a la entrada del siglo XX, el concepto del universo no era muy distinto del que habían establecido los Herschel. En esencia, se componía de nuestra propia galaxia, que englobaba todas las estrellas visibles, así como aquellas nubecillas y espirales cuya naturaleza seguía siendo un misterio. La única duda afectaba a cuál era su tamaño real. Quizá solo unas cuantas decenas de miles de años luz; quizá mucho menos.
En 1908, con la inauguración del primer telescopio en Monte Wilson, la astronomía recibió un impulso colosal. Era un instrumento moderno, alejado ya de los artilugios sostenidos por grandes andamios de madera que habían prosperado en el siglo XIX. Más aún: dotado de un espejo de metro y medio de diámetro, una cúpula protectora y un excelente mecanismo de seguimiento, se había diseñado especialmente para la fotografía astronómica.
Con ese instrumento, Harlow Shapley pudo realizar su estudio de cúmulos globulares, agrupamientos de estrellas muy compactos que se distribuyen alrededor de la Vía Láctea, formando una especie de “esqueleto” de la galaxia. Pero ¿a qué distancia?
Casi por las mismas fechas, Henrietta Swan Leavitt centraba su atención en las estrellas variables, cuyo brillo aumenta y disminuye a intervalos regulares, de la Pequeña Nube de Magallanes. Había descubierto más de dos mil “cefeidas”, así llamadas porque, históricamente, la más conocida era Delta, en la constelación de Cefeo.
El trabajo de Leavitt era muy interesante, precisamente porque todas las estrellas se encontraban más o menos a la misma distancia, embebidas en la Nube de Magallanes. Así era fácil comparar sus luminosidades. Las más brillantes lo eran de verdad, no porque estuvieran más cerca.
Su gran descubrimiento fue la relación entre magnitud y período de las cefeidas. Cuantos más días transcurriesen entre dos máximos, más brillante era la estrella. Brillo absoluto, se entiende. Así, una estrella de variación lenta era realmente más luminosa que una rápida. Conocer su brillo real era como disponer de un patrón calibrado. Para otra cefeida, en cualquier lugar del firmamento, bastaba con aplicar una sencilla ley física (su luminosidad se reducía con el cuadrado de la distancia) para estimar cuán lejos se encontraba. Leavitt acababa de encontrar una escala muy fiable para medir el cosmos.
Más allá de la Vía Láctea
Aprovechando esa nueva “cinta métrica”, Shapley se dedicó a identificar cefeidas en los cúmulos globulares. Observó que la mayoría de esos cúmulos se concentraban en una dirección, precisamente hacia donde debía de estar el centro de la galaxia. Una vez más, la Tierra ya no ocupaba el centro de nada, sino una posición poco distinguida a miles de años luz del núcleo.
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Y más aún: las dimensiones de nuestra Vía Láctea parecían, al menos, treinta o cuarenta veces superiores a lo supuesto hasta entonces. Shapley creía que su diámetro podía llegar a los 300.000 años luz (una cifra exagerada; mediciones actuales lo establecen en unos 100.000 años luz).
Se planteó, entonces, la cuestión de las “nebulosas”, que se observaban distribuidas por el firmamento. Para Shapley, el enorme tamaño de la galaxia confirmaba que ella sola representaba toda la materia del cosmos. No había nada fuera. Abrumado por su enorme tamaño, aquellas nubecillas solo podían ser pequeñas burbujas de gas y polvo contenidas en su interior. El universo se limitaba a la Vía Láctea y poco más.
El Gran Debate
No era esa la opinión de todos los astrónomos. Uno de los discrepantes, Heber Doust Curtis, creía que, en efecto, aquellas espirales eran galaxias similares a la nuestra, situadas a inmensas distancias. Pero nadie sabía cuán lejos. Para él, además, el Sol ocupaba de nuevo una posición cerca del centro de la galaxia.
En 1920, Shapley y Curtis se enfrentaron en Washington en un par de presentaciones públicas conocidas como el Gran Debate. Hoy sabemos que Curtis, un orador más experimentado, defendía la opción verdadera en cuanto a la naturaleza de las galaxias espirales, que ilustró con la proyección de numerosas transparencias.
Eso sí, sus argumentos resultaban más débiles que los de su oponente, y más de una vez recurrió a un vago “harían falta más datos”. Shapley, por su parte, se presentó cargado de cifras y observacionales sobre cefeidas, novas, evolución estelar y análisis de las propiedades de las galaxias remotas, pero, en su intervención, se limitó a leer un texto previamente mecanografiado, lo que la hizo menos atrayente que la de Curtis. En muchos casos, los números eran correctos, pero su interpretación, errónea.
El debate acabó en un empate técnico. Ambos astrónomos se consideraron ganadores, al menos en parte. Los dos acertaban en algunos aspectos: Shapley, en el tamaño de nuestra galaxia, y Curtis, en que las nebulosas espirales eran estructuras similares a la Vía Láctea situadas a enormes distancias. Pero erraban en otros, como la posición central de la Tierra, que Curtis defendía. El misterio del tamaño real del universo seguiría sin resolverse, aunque por poco tiempo.
Y llegó Hubble
Cuatro años después del debate, Edwin Hubble, utilizando el nuevo reflector de dos metros y medio de Monte Wilson, consiguió detectar una cefeida en la espiral de Andrómeda. Una hazaña solo posible gracias a su persistencia y a la potencia del telescopio puesto a su disposición. Esa observación situaba a Andrómeda como una casi gemela de la Vía Láctea, separada de ella por unos colosales dos millones de años luz. La nuestra era una simple galaxia más dentro de los miles, tal vez millones, que poblaban el firmamento.
De repente, como resultado de unos pocos cálculos y la leve imagen de una estrella registrada sobre una placa fotográfica, el universo acababa de multiplicar su tamaño hasta límites nunca soñados.
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Todo esto sucedía cuando el siglo XX aún era joven. Pocos podían suponerlo entonces, pero la edad de oro de la cosmología estaba a punto de empezar. El propio Hubble descubriría poco después que todas las galaxias remotas se alejan de nosotros a endiablada velocidad.
Eso llevaría a un clérigo belga, Georges Lemaître, a encontrar una solución a las ecuaciones de Einstein sobre la geometría del universo y postular la idea del “átomo primitivo”. Hoy la conocemos como la singularidad del Big Bang.
Después vendría un alud de teorías, a veces confirmadas –y otras meras hipótesis– por nuevos descubrimientos que se adentraban cada vez más en los orígenes del universo: los procesos de nucleosíntesis, el mecanismo de la inflación, el descubrimiento de la radiación de fondo de microondas, la materia oscura, la inexplicada aceleración de la expansión del espacio, la debatida existencia de universos paralelos… Son aspectos, muchas veces abstrusos, que remiten a las preguntas de la filosofía clásica: quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos.