Según cifras de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), en 2022 más de 158.000 migrantes han cruzado el Darién. Los caminantes siguen soñando con su propio Norte. La mayoría huye de sangrientos conflictos étnicos, civiles y religiosos aún vigentes en todo el planeta. Otros sueñan con la libertad, un mundo sin persecución política y con la democracia. Una buena parte –ante el desplazamiento forzado; el acaparamiento legal e ilegal de tierras; el extractivismo y los efectos del cambio climático; el desempleo estructural o la caída sistemática de un modelo político y económico– decide abandonar sus casas y sus afectos en busca de un futuro mejor. Aunque las causas pueden ser diferentes, y en muchos casos combinadas e interconectadas entre sí, los une el sueño de coronar el destino americano.
A pesar de los esfuerzos multilaterales impulsados por los Estados Unidos para disminuir el flujo de migrantes, solo en septiembre se registró un nuevo récord: más de 58.000 personas cruzaron el Tapón del Darién, pese a la intensa temporada de lluvia. La nueva oleada involucra especialmente ciudadanos venezolanos (casi el 75 %), aunque es importante resaltar que el nuevo pico también deriva de una expansión y diversificación geográfica de los caminantes: a los ciudadanos latinoamericanos y caribeños (en especial de Venezuela, Haití y Cuba) se están sumando ciudadanos de otras latitudes como África, Oriente Medio y Asia: cameruneses, angolanos, nigerianos, bengaleses, paquistaníes y sirios.
En efecto, América del Sur ya no es solo el punto de partida de las rutas migratorias, sino que es un centro de recepción temporal de migraciones transnacionales. Para muchos se convierte en una etapa obligada, un tránsito con una base logística desde la cual emprender finalmente el viaje hacia la frontera norte, dada la imposibilidad de llegar directamente a México o Centroamérica. Para los caminantes asiáticos y africanos, América del Sur es el primer muelle de aquella esperanza hacia los Estados Unidos o Canadá.
En su mayoría jóvenes, una vez pisada la tierra americana “solo” quieren ponerse en marcha y cruzar país tras país, superar frontera tras frontera, centro de “acogida” tras centro de “acogida”, coyote tras coyote, retén tras retén: una caravana que va creciendo y se compacta hacia el destino final, desafiando el tenebroso tren de la “Bestia”, la represión de las fuerzas de policías y los ejércitos nacionales, las diferentes redes de bandas criminales nacionales y transnacionales, el racismo institucional y estructural de las políticas migratorias.
Ecuador y Brasil representan la primera estación para las personas que llegan de otros continentes; es el puente aéreo con el que conectan sus tierras con la lejana y esperada América. Por efecto del vacío institucional y legislativo, a los ciudadanos de otras latitudes se les permite un tránsito a través de aviones comerciales, sin excesivas restricciones ni formalidades migratorias como visas o permisos especiales. Brasil representa el muelle de llegada principalmente para ciudadanos africanos, en especial por un tema económico. Ecuador, en cambio, con una economía dolarizada, agiliza las transferencias económicas y favorece oportunidades laborales precarias que permiten un ahorro eficaz que les garantice a muchos los medios de sostenimiento para continuar el viaje.
Para llegar a la frontera entre Colombia y Panamá es necesario embarcarse desde Acandí y Necoclí o Turbo, municipios del golfo de Urabá. En este punto, las rutas del sur procedentes de Ecuador se juntan con las del oriente, principalmente de ciudadanos venezolanos, al que se suman los navegantes desde las islas del Caribe, en especial de Cuba y Haití.
Históricamente el Urabá antioqueño y el Chocó han sido territorios disputados por los actores armados en el marco del conflicto interno colombiano. Al exterminio de la Unión Patriótica por parte de los grupos paramilitares entre los años 80 y 90 se sumó el enfrentamiento entre las FARC-EP y los grupos posdesmovilización del EPL, la consolidación de las Autodefensas Unidas de Colombia, y más recientemente el control político y territorial por parte del Clan del Golfo y Los Urabeños.
En este punto se entrecruzan la geopolítica de la exportación de la cocaína con un nuevo y florido mercado: las trochas de la migración. La infraestructura del negocio de la migración está adscrita a la agencia de los grupos armados, especialmente Los Urabeños. No siempre los dos negocios ilegales tienen intereses complementarios, por lo cual, como en otros territorios de fuerte presencia de actores armados en Colombia, se produce una disputa por el control territorial que incluso podría degenerar en un enfrentamiento violento abierto. Ambos sectores requieren de una red de infraestructura, una logística impecable y una red de recursos humanos, conocedores del territorio que coadyuven al éxito de sus operaciones estratégicas.
El impactante aumento del flujo migratorio por el golfo de Urabá –como lo registran los principales medios de comunicación nacionales e internacionales– ha tenido un fuerte impacto socioeconómico y socioambiental en los territorios de tránsito. Diferentes campamentos, bajo precarias condiciones higiénicas y alimentarias, se develan en el territorio fronterizo entre los municipios antioqueños y el Chocó. La crisis humanitaria derivada podría desencadenar en una respuesta institucional a gran escala, con la posible intervención de organismos de cooperación internacional, lo cual provocaría una mayor presencia del Estado con un mayor despliegue de la fuerza pública que terminaría afectando los enormes ingresos de la exportación de la cocaína.
A la par, el frágil equilibrio entre los grupos armados está puesto a dura prueba y se mantendrá hasta cuando la economía de la explotación de la ruta migratoria no afecte los ingentes cargamentos de cocaína.
En efecto, en los últimos años la economía de Sapzurro y Capurganá, municipios fronterizos chocoanos, también se ha beneficiado por el aumento de las rutas migratorias, es decir que no solo las economías ilegales han aprovechado la multitud de caminantes en tránsito por aquellas tierras lejanas y abandonadas por la frágil institucionalidad.
El turismo, que junto a la pesca había sido la principal actividad económica, durante la pandemia del COVID-19 tuvo un importante retroceso, y ante la escasez de ingresos económicos, junto a la insuficiente intervención del Estado colombiano, han inducido a las comunidades a entrar en la cadena del nuevo negocio de la logística y de la infraestructura de la migración masiva y de su correspondiente explotación por parte de actores armados. Hasta el momento estas dos actividades también han podido coexistir, pues el muelle turístico de Capurganá es el epicentro de acogida de ambos clientes: los turistas nacionales e internacionales y los caminantes, que se miran desde las lanchas frente a frente mientras cruzan el golfo.
En su breve estancia, se imaginan el diferente destino del otro. En sus caminatas por las blancas playas chocoanas, los turistas encuentran objetos y pertenencias de los migrantes, mientras estos observan la tranquilidad de los bañistas y se preguntan cuándo podrán finalmente tomar un descanso en su vida errante. Por su parte, la comunidad residente distingue ambos sujetos y combinan ambas actividades diversificando su oferta de servicios en función de las necesidades de cada grupo, al fin de mejorar sus precarias condiciones de vida.
Una vez superados Capurganá y Sapzurro, y después de haber ingresado por trocha a Panamá, el Tapón del Darién es el primer gran obstáculo que se interpone en la marcha hacia su destino final, quizá el punto más obscuro y tenebroso de todo el trayecto. La Selva del Darién constituye una barrera natural entre América del Sur y América del Norte, un límite físico de la carretera Panamericana. Esta arteria vial es una infraestructura que desde sus orígenes procuraba unir al continente entero, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego. Sin embargo, para muchos caminantes la abrupta interrupción de la autovía es una sorpresa inesperada, puesto que para los siguientes 160 km no habrá otro camino, sino que el camino se hará al andar.
Entre los principales argumentos del Estado panameño para perpetuar la interrupción de la carretera está la motivación ambiental, pues el Darién constituye una reserva de biodiversidad en flora y fauna que hace prioritario defender el territorio de la infraestructura vial. Sin embargo, su posición parece ser dictada especialmente por razones geopolíticas y demográficas, ya que la construcción de la carretera tendría un impacto migratorio difícilmente sostenible.
Además para el pueblo kuna, el Darién es un territorio sagrado que tiene que ser protegido de la expansión del cemento y de la infraestructura capitalista. La biodiversidad incontaminada ha permitido la supervivencia de especies animales y vegetales que por siglos han convivido en armonía con los pueblos indígenas, en especial kuna, emberá y wounaan y embera katia. Para la Madre Tierra y el territorio, la multiplicación de los flujos humanos ha tenido un impacto negativo, en términos de contaminación, tala de árboles, aumento de inseguridad y amenaza a las especies animales y vegetales. Por el contrario, para la multitud en camino, los principales riesgos derivan precisamente de la fuerza de la Madre Tierra: los insectos y los animales venenosos. Las elevadas temperaturas, la humedad y el frío en época de lluvias, ralentizan el paso de los caminantes. La lluvia agiganta los ríos, que a menudo se lleva consigo vidas humanas. El paludismo y la falta de agua potable producen enfermedades cruentas que obligan a muchos a desistir de la travesía o imponen paradas forzadas en lugares lúgubres.
Los terrenos inestables y las intensas lluvias producen frecuentes caídas y accidentes que han causado lesiones permanentes o abortos espontáneos de madres embarazadas. La desorientación es un factor adicional que dispersa a los caminantes en la espesa selva tropical del Darién. La ausencia de alimentos y de agua potable inducen al instinto de supervivencia: la búsqueda de frutos o plantas comestibles, el consumo de agua de lluvia y de río juntos provocan frecuentes enfermedades intestinales, infecciones.
La duración del trayecto puede variar entre diez y quince días, con un precio promedio de 100-200 dólares, aunque hay un camino “expreso”, con una duración de solo tres días (dos de lancha y uno de caminata) con un precio que supera los 500 dólares.
Sin embargo, pese a todas las adversidades ambientales, el trauma psicológico, la amenaza, los riesgos de seguridad, la violencia y el aumento de las agresiones sexuales contra las mujeres y los menores de edad, el número de caminantes se ha disparado en 2022. El desarrollo tecnológico, el surgimiento de una sofisticada infraestructura que acompaña el sendero por las trochas, la difusión por redes sociales de las personas que lograron llegar a su destino final, han contribuido a difundir la esperanza de que caminar hacia el grande sueño americano sí es posible y que vale la pena conformar una multitud que quiebre los límites de la geopolítica desigual de las fronteras regionales y globales.
* Licenciado en Relaciones Internacionales y magíster en Ciencias Internacionales y Diplomáticas de la Universidad de Bolonia, magíster en Estudios Políticos Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL), estudiante del Doctorado en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, IEPRI-Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales UNAL.