La Tierra tiembla, se estremece, confunde las estaciones, sacude las especies. El planeta azul ha dejado de ser objetivo. Hay quienes afirman que la Tierra no sólo tiene movimiento, sino también “comportamiento”. Esa es, a grandes rasgos, la hipótesis Gaia. Bruno Latour la discute extensamente en sus Conferencias Gifford de 2013. No están chiflados todos los que afirman que la tierra se autorregula como si fuera un organismo. Latour es un hábil retórico. No dicen que el planeta esté vivo, sino que no es inerte, que no está muerto, que responde a nuestra frenética producción colectiva. La suspicacia moderna frente a Gaia tiene su historia. Parte de esa historia se cuenta en otro libro del historiador de la ciencia francés, Nunca fuimos modernos. Ahora la retoma en Faicing Gaia. Cara a cara con el planeta (Siglo XXI), de un modo más enérgico. Somete a crítica la obsesión de moderna por desanimar el mundo, al tiempo que se crean agentes imprevistos y sorprendentes. Latour se atreve con un tema acuciante, casi tabú, y con una cosmología inversa (revolucionaria) a la de Galileo, en la línea del último Husserl. Sobre la mesa está el comportamiento de la Tierra. Veremos si, además de que se mueve, se conmueve.
El prestigio de las divinidades, los conceptos, los objetos o los héroes, no se debe a su esencia sino a su desempeño. Y siempre aparece una deidad emboscada que exige que no se la compare con ninguna otra. “Uno puede creerse científico y libre de cualquier creencia particular, atribuyendo a la Evolución o a la Gaia de Lovelock propiedades que las vuelven indiscernibles de las divinidades”. Esa deidad se llama hoy Ciencia, así, con mayúscula (aunque sean muchas y segmentadas, es decir, minúsculas). Los antropólogos y los historiadores de las ciencias, suelen tener mayor consideración por las minúsculas. Vivir en el pluralismo supone cierta incomodidad con los modernos, “herederos directos de la divinidad mosaica”, que continúan ligando autoridad suprema y verdad. La vida es siempre minúscula. Los sistemas o los teoremas, los grandes conceptos, pueden esponjarse y hacerse mayúsculos, pero esa inflación dependerá de la autoridad que delegue en ellos la vida minúscula. Mercado, Globalización, Revolución son algunos ejemplos. De ahí que el filósofo planetario no deba erigir una teoría, sino afianzarse en un comportamiento. Gaia, en todo caso, debe conformarse con el estatus de hipótesis y, siendo hipótesis y no teoría, servir de orientación a la vida minúscula. Frente al impulso arrollador de la teoría, la hipótesis respeta la soberanía y el instinto de la vida minúscula, que nunca aceptará vivir sometida a una entidad exterior, unificada, inanimada e indiscutible. Para la vida minúscula resulta esencial advertir que las contradicciones no son “superables”, sino “vivibles” (me atrevería a decir que disfrutables). Que una de las esencias de la vida mental sea la contradicción, o la desesperación, no tiene por qué ser un obstáculo. De hecho, es un recurso inagotable de energía creativa, es la tensión esencial (polemos) de la que hablaba Heráclito, el conatus de Spinoza.
El Dios de la visión mosaica se parece mucho a la Naturaleza ordenadora de la visión científica. Einstein es un buen ejemplo y, su querella con Bohr, la médula del debate contemporáneo en torno a la naturaleza de la actividad científica. Tres rasgos destacan en esa visión: la verdad es exterior, universal e indestructible (indiscutible). Los que cantan la gloria de Dios se parecen mucho a los que celebran la objetividad de las ciencias. La visión platónica de la ciencia nos sume en una hipnosis colectiva. No somos capaces de ver que el origen de algunas catástrofes (la bomba atómica, la pandemia) está en ciertas prácticas científicas, en ciertas ambiciones de los investigadores. No hay conspiraciones que valgan, el camino al infierno está lleno de buenas intenciones.
La naturaleza no habla el lenguaje de las matemáticas, la naturaleza es “matematizable”. Habla en el lenguaje que le propongamos y los resultados dependerán de qué y cómo preguntemos. Lo de Galileo no fue un “error” (como sugiere Philip Goff), fue una decisión, una elección que ha marcado el destino de nuestra época. Podemos hacer que la naturaleza hable el lenguaje de las matemáticas, como cualquier otro. Por eso hay tantas objetividades como ciencias (Skolimowski). Cada ciencia crea su lenguaje y su objeto de estudio, como cada religión crea a su dios. Es el dios creado en las creencias, del que hablaron tanto Ibn Arabí como Ortega y Gasset. El laboratorio puede confundirse con el altar y el pensamiento no debe someterse a ciertas lógicas explosivas o altamente contagiosas. Lo que sabemos de la realidad tiene mucho que ver con lo que pongamos en ella. Esa línea, escéptica e irónica, está la esencia de la filosofía planetaria.
¿En qué lenguaje hablan las cosas del mundo para que podamos entendernos con ellas? No hay una lengua del mundo, pero la que escojamos marca las diferentes posibilidades de actuar, distribuyendo los papeles (quien ha de ser el agente-protagonista y quien la materia inerte-paciente). El realismo de Latour permite que todos los agentes (Raskolnikov, el Mississippi o la proteína S), no dejen de tener una potencia de actuar, de significar. En tanto que actúan, los agentes tienen una significación (que puede ser traducida a lenguaje), lo cual no quiere decir que todo sea “discurso”, sino más bien que la posibilidad del discurso se debe a la presencia real de estos agentes. Para la ciencia oficial, la desanimación del mundo es lo más importante y racional. “Pero la verdad es lo contrario: la animación es el fenómeno esencial y la desanimación un fenómeno superficial, auxiliar, polémico y apologético”. Una de las grandes incógnitas de hoy no es que todavía haya gente lo bastante ingenua para creer en el animismo, sino “la creencia, más bien ingenua, que mucha gente tiene en un mundo material pretendidamente desanimado” (David Abram). Newton estuvo obsesionado por las formas de acción a distancia. Dios actuando sobre la materia (la gravedad) o el estado sobre los ciudadanos (la ley). La angeología guía a Newton hasta el concepto de “fuerza”. De nada le hubiera servido distinguir estrictamente el mundo de los espíritus del mundo de la materia. Si lo hubiera hecho, no hubiera sido el genio que fue. Esa escisión se produciría con los antagonistas de Leibniz: Locke y Descartes. Ambos desanimaron una sección del mundo (declarada objetiva e inerte) y sobreanimaron otra (declarada libre y consciente).
La hipótesis Gaia
El comportamiento de la Tierra es inexplicable sin tener en cuenta la actividad de los organismos vivos. En la hipótesis de Lovelock, Gaia regula el ambiente físico-químico y trata de mantenerlo dentro de los límites favorables para la vida. El planeta, como una cuba de vino de Borgoña, huele a microorganismos. Gaia no es una diosa, sino de un superorganismo, con una fisiología propia que comprende toda la biosfera. Lovelock, que es químico, entiende la relación del organismo con su ambiente de un modo recíproco. No se trata tan sólo de que el organismo se adapte al ambiente, sino que cada organismo “curva” en torno a sí mismo el paisaje y lo manipula intencionalmente para desarrollarse. Cada agente modifica a sus vecinos y a su entorno a conveniencia. Esa fuerza global de transformación es Gaia. Las hormigas, los hongos, las bacterias y los virus, permiten ver de qué estamos hablando. La vida es planetoactiva y sus ondas de acción recorren la superficie de la Tierra.
El oxígeno es tóxico, mutágeno, probablemente cancerígeno. Limita la longevidad del organismo. Los organismos trasformaron ese veneno mortal en un formidable acelerador del metabolismo. Pero el oxígeno no sólo es ambiente, nos constituye. El organismo lo transforma en CO2 (o a la inversa), y esas mutaciones ofrecen nuevas posibilidades de desarrollo. En la hipótesis Gaia, no hay nada completamente inerte y nada completamente exterior. El clima y la vida han evolucionado juntos, el espacio no es un habitáculo, el organismo es ya paisaje. En cierto sentido, se invierte la cosmovisión de Galileo, que extiende el espacio para colocar en su interior a cada actor. Gaia se parece más a la Tierra pura de la que hablan los budistas. La mente (el organismo) crea los diferentes ámbitos del espacio, un espacio con cualidades. Hay espacios fragantes, tenebrosos o luminosos, en función del tipo de seres que los “crean”. Las cualidades secundarias son ahora las primarias (se invierte a Locke). Los diferentes ambientes se parecen a esos pequeños corros que se crean en las fiestas, cuya complicidad puede desbaratar la presencia de un intruso.
No estamos ante una crisis ecológica. Se trata, según los expertos, de una mutación. El planeta está cambiando. Desaparecen las lombrices, el plancton y los hielos del Ártico, los suelos quedan esterilizados, aumenta el CO2. Vivimos esa mutación con cierta indiferencia. Los países ricos apenas han cambiado los métodos de cultivo, el trasporte o la industria. Solo el miedo al virus ha sido capaz de detener el ritmo incesante de producción. Los expertos coinciden en que hace treinta años que deberíamos haber echado el freno. Pero hemos preferido mirar hacia otro lado, avanzar sonámbulos, insensibles a las sirenas que no han dejado de sonar. Los lobistas climatoescépticos, claro está, no han ayudado. Han movilizado a toda la tropa de las comunicadores para convencer al público de que la cuestión del clima sigue siendo incierta. Otros se empeñan en hacer de nuestro planeta vivo un planeta muerto, al tiempo que ofrecen sus colonias extraterrestres a precios desorbitados. Sólo algunos artistas, jardineros, eremitas o activistas han alzado la voz. La enfermedad del planeta es nuestra enfermedad. Pero la obsesión ecológica puede hacernos enloquecer. Rousseau lo había advertido, también Samuel Butler. Se trata de encontrar formas de vida más sencillas, menos aparatosas.
¿Somos en verdad modernos?
Ahora que el planeta se ha convertido en un gigantesco laboratorio, donde la humanidad entera se ofrece como cobaya, animada por las grandes farmacéuticas (que controlan las publicaciones científicas), los Estados y el cuarto poder (siempre necesitado de financiadores), parece oportuno rescatar algunas de las viejas ideas de la sociología de la ciencia. No se puede concebir la política como algo exterior al ámbito científico. Latour lleva ya unas décadas haciendo la antropología del mundo moderno y su visión de las ciencias puede ayudarnos con algunos problemas urgentes. La tesis de Latour es sencilla. Lo moderno designa dos tipos de prácticas que, para ser eficaces, deben distinguirse. La primera es la “traducción”, la mezcla entre géneros totalmente nuevos, híbridos de naturaleza y cultura, el mestizaje. La segunda, la “purificación”, la creación de dos ontologías diferenciadas, la de los humanos y la de los no humanos. Sin la traducción la purificación sería ociosa, sin la purificación la traducción desaparecería. Si consideramos por separado estas dos prácticas, somos auténticamente modernos (asumimos de buena gana la purificación, aunque ésta no se desarrolle sino a través de la proliferación de híbridos y mestizos).
Otro de los mitos modernos es creer que la ciencia moderna es capaz de ordenar la confusión antropológica (hacer de árbitro entre las diferentes culturas). Un prejuicio que los estudiosos de otras civilizaciones nos negamos a asumir. Esa insurgencia, claro está, no es pasiva. Pasa por hacer la antropología de las ciencias y recuperar algo de sentido común. No hay colectivo que no movilice el cielo, la tierra, los cuerpos, las creencias y los seres imaginarios. La ciencia no es una excepción. “Una central nuclear, un agujero en la capa de ozono, un mapa del genoma humano, una red de satélites, un cluster de galaxias; no pesan más que un fuego de madera, una genealogía, una carreta o los espíritus invisibles que pueblan el firmamento”. Todos esos cuasi-objetos, son formas de naturaleza y formas de cultura. El mito de la ciencia es creer que la ciencia, al estar unificada, puede ser sujeto de frases del tipo: “la ciencia demuestra”, “la ciencia afirma”, la ciencia avanza” o “la ciencia descubre”. Hoy sabemos que la ciencia no observa los hechos o descubre realidades preexistentes, las crea. Sabemos también, gracias a Bohr, que la naturaleza habla el lenguaje del instrumento (la teoría) con el que se la interroga y, gracias a Whitehead, que la escala de observación crea el fenómeno. Hasta ahora, la época moderna había creído que la ciencia llevaba a cabo una labor epistemológica. Los historiadores de la ciencia como Latour nos han permitido ver que la labor científica es también ontológica, y que de su evolución depende el destino del planeta.
Los geólogos han propuesto el nombre a la nueva era: Antropoceno, que toma el lugar del Holoceno. El Antropoceno, como el ciborg (híbrido hombre-máquina), es el último efecto del ombliguismo moderno, de la idea, implantada por Descartes, de que sólo lo humano percibe y siente, que sólo la humanidad piensa. Evolutivamente, no somos hijos del mono, somos hijos de las estrellas. En ellas se coció el carbono que hay en el universo, base de la vida orgánica. Esa vida es ya un híbrido de naturaleza y cultura, de impulso y percepción, lo que permite hablar de una inteligencia creadora en el Sol. La ontología de los objetos de Latour apunta en esa dirección. Las ciencias tienen un poder ontológico. No sólo observan los hechos, los crean.
Latour acierta cuando afirma que el concepto de naturaleza no puede separarse del de cultura. Aunque exagera cuando dice que hablar de “pertenencia a la naturaleza” carece de sentido. La civilización moderna y la cultura occidental, fáustica, ha sido un esfuerzo por distinguirse de la naturaleza. Pero esa no ha sido la apuesta de todas las culturas. Tanto el átomo como el ciborg, el planeta o la catedral de Burgos, son híbridos naturaleza-cultura que operan como actantes no intencionales. Cualquier antropólogo sabe reconocer los diferentes grados de esa distancia. Los indólogos utilizamos el ejemplo de la dieta vegetariana en antiguas familias de brahmanes para mostrar cómo naturaleza y cultura son indisociables. El estómago del brahmán es un ente natural, pero moldeado por la cultura, por miles de años de vegetarianismo. Sería muy poco saludable y muy poco natural para él ingerir un estofado o una fabada. Lo mismo puede decirse del planeta. El planeta no sólo se mueve, se conmueve, y lo hace porque el planeta es también cultura. Forma parte de los “huertos de valores” (Whitehead) que florecen alrededor del Sol.
Una filosofía planetaria
Nos hace falta una filosofía planetaria. No una filosofía para todo el planeta (globalización), sino una filosofía que sea cordial con el planeta. Esa filosofía debería tener al menos tres características. La primera, esencial a toda filosofía, es la ironía, que cristaliza en una actitud: asumir la contingencia de los propios deseos. La segunda, más política, podría llamarse “nacionalismo terrícola”. Un compromiso con el planeta, en la convicción de que no hay alternativa asumible a la vida en la Tierra (o que cualquier alternativa supondría una alienación). La tercera tiene un tono presocrático: todo está lleno de dioses. Todas las cosas tienen inteligencia y sensibilidad. La tarea de establecer mediaciones no debe limitarse al estudio de otras culturas, también a esos cuasi-objetos, híbridos de naturaleza y cultura, desde el átomo a la catedral.
Esta cuestión se conecta con otra, acuciante. Hay un desfase importante entre lo que hacen las ciencias y lo que piensan de sí mismas. La ideología científica es decimonónica, no así sus prácticas, que avanzan imparables gracias al avance tecnológico. El objetivo de las ciencias no es descubrir una realidad preexistente sino crearla, en el laboratorio, en las instituciones. Los hechos no son hechos brutos, sino hechos elaborados, hechos-probeta, o hechos-institucionales, actuaciones a distancia, “resultados finales de ensamblajes muy complejos”.
Latour insiste en que el objetivo de las ciencias no es el análisis de los hechos, sino la producción y multiplicación de los hechos. Y los hechos no se definen por los datos iniciales sino por sus resultados. Hoy lo vemos con más claridad que nunca. Sociólogos de la ciencia como Harry Collins han insistido en ello. “No es la regularidad del mundo lo que se impone a nuestros sentidos, sino la regularidad de nuestras creencias institucionalizadas la que se imponen al mundo”. El último Husserl, terraplanista, lo sabía bien. Las ciencias, como la realidad, son un conjunto de actantes y agentes que intervienen unos sobre otros. Estos actores no se definen por sus propiedades intrínsecas, sino por sus relaciones. Los padres de la sociología, Weber y Durkheim, dejaron de lado los “objetos”, no les reconocieron el suficiente protagonismo. Latour, relacionista y realista, recupera los objetos, que ya no son simples “objetos exteriores” sino híbridos de naturaleza y cultura.“Hay una coproducción entre el conocimiento y la realidad”. No se trata de reanimar el mundo, de reencantarlo. Muchos de estos objetos carecen de intencionalidad, pero pueden actuar. Estos cuasi-objetos son actantes no intencionales (término rescatado de la semiótica). Las cosas en sí mismas no son nada, son cosas para otras cosas. Los objetos se definen por sus correlaciones de fuerzas, por sus lazos y constricciones. Una levadura o un virus serían ejemplos de actantes no humanos, cuasi-objetos construidos socialmente. Hay muchos más actantes de los que pensamos y la actividad científica contribuye a su proliferación. Weber lo anticipó: el desencantamiento del mundo desemboca en el encantamiento de la sociedad.
La naturaleza se construye en el recinto artificial del laboratorio, separando los mecanismos naturales de las pasiones, los encadenamientos materiales de la imaginación humana. Como apunta Latour, nadie es moderno si no vibra con esa promesa, con esa purificación trascendente que permite separar la parte científica de la ideológica. Como si las cosas estudiadas, ya sean partículas o virus, no fueran híbridos de naturaleza y cultura, sino hechos naturales en bruto. Una mistificación contra la que nos previene el realismo del francés con sus actantes no intencionales. El punto clave del éxito científico es volver impensable e invisible el trabajo de mediación que reúne a los híbridos, el fenómeno en bruto y el instrumento de medida. Nunca fue moderno “aquel que jamás se sintió obsesionado por la distinción entre los falsos saberes y las verdaderas ciencias”. Los modernos creen, además, en la separación total de humanos y no humanos. Y aunque sus recursos críticos de “purificación” sean contradichos de inmediato por la práctica de la “mediación”, esa interferencia no tendrá influencia alguna. En ese ángulo muerto se funda el sentir moderno. Una ceguera de la que han hablado en extenso Niels Bohr y Alfred N. Whitehead. Una hipnosis que adquiere hoy dimensiones desorbitadas. De ahí que nos resulte tan difícil a los modernos pensarnos a nosotros mismos. El moderno tiende a oponer una verdadera y única naturaleza a las múltiples culturas, pero, en el esquema de Latour, la naturaleza también es múltiple, y no puede disociarse de las culturas. Muchos quisieran una verdad científica indiscutible y única, pero esas dos palabras, si han de ser fieles a sí mismas, nunca podrán ir juntas. Si algún día lo fueran, desbaratarían el espíritu científico.
Relativismo relativo
El error del relativismo es ignorar el peso que tiene cada una de las diversas cosmologías. No todas las culturas están en pie de igualdad. No todas son codificaciones igualmente arbitrarias del mundo natural. Por otro lado, los universalistas y cientifistas, son incapaces de reconocer la fraternidad profunda de todas las cosmovisiones. Son los herederos del celoso dios de Israel: el único acceso legítimo a la naturaleza es el de la ciencia moderna, pero ¿qué ciencia? Una visión epistémica ha tenido una consecuencia política: la modernización y occidentalización del mundo.
Pero la cuestión del relativismo se encuentra lejos de estar cerrada. Según la visión moderna (que Latour llama Constitución moderna, así, con mayúsculas) los cuasi-objetos (híbridos naturaleza-cultura) son absoluta e irreversiblemente transformados en objetos de naturaleza exterior (o en sujetos de la sociedad). Los modernos difieren de los premodernos en que se niegan a considerar los cuasi-objetos como tales. Los híbridos (virus o átomo) son el horror a evitar. Tachar esta conducta de relativista es liquidar la cuestión demasiado precipitadamente. Hay dos grandes tipos de relativismo, el absoluto y el relativo (esto ya lo había dicho el budista Nāgārjuna). El primero encierra las culturas lejanas en el exotismo y la extrañeza, pues acepta el punto de vista de los universalistas, al tiempo que se niega a adherirse a ellos: si no hay un instrumento de medida común, entonces todos los lenguajes son intraducibles, todos los ritos igual de respetables y todos los paradigmas inconmensurables. Mientras que los universalistas afirman la existencia de un patrón común, los relativistas absolutos se regocijan en que no haya ninguno.
La buena antropología, sin embargo, debe establecer continuamente correspondencias entre las culturas, elaborar diccionarios. “El relativismo absoluto, como su hermano enemigo el racionalismo, olvidan que los instrumentos de medida deben ser montados y que, al olvidar el trabajo de la instrumentación, ya no se comprende nada más que la misma noción de mensurabilidad”. La medida zanja la conversación, interrumpe el diálogo. “Olvidan el enorme trabajo de los occidentales para “tomar la medida” de los otros pueblos haciéndolos mensurables y creando, a través del hierro, el saber y la sangre, patrones de medida que no existían antes.” Frente a la ceguera de esas actitudes, el relativismo relativista ofrece una compatibilidad que parecía perdida. “Repara con el adjetivo la tontería aparente del sustantivo”. Lo mejor es enemigo de lo bueno. Un poco de relativismo aleja de lo universal, mucho lo restituye. Los universalistas asumen una sola jerarquía, los relativistas absolutos las igualan todas. Los relativistas relativos, más modestos, pero más empiristas, muestran con ayuda de qué instrumentos y de qué cadenas se crean las jerarquías y las diferencias (las medidas graduadas). ¿Cómo creer que los mundos son intraducibles cuando la traducción misma es el alma de la historia, del espíritu científico y del diálogo entre los pueblos? La etnología es una de esas disciplinas que resuelven prácticamente la cuestión, construyendo, día a día, cierta mensurabilidad. Estableciendo continuamente correspondencias y analogías. Latour llama a este relativismo relativo, “relacionismo”, y se inscribe en él. Un recurso fundamental para relacionar colectivos que no intenta uniformizarlos, y un órgano indispensable de negociación. Como colectivos, todos somos hermanos: “No sólo es por arrogancia por lo que los occidentales se creen radicalmente distintos de los demás pueblos, también es por desesperación y autocastigo. Les gusta cultivar el miedo acerca de su propio destino”.
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