Esta edición de Clarín Rural incluye, como tema central, un informe especial sobre fertilizantes. Constituyen una herramienta fundamental para el desarrollo de la producción agrícola, desde dos segmentos convergentes: rendimiento y sustentabilidad.
Durante los primeros cien años del avance agrícola en nuestras pampas, se fue amasando la idea de fertilidad infinita. La leyenda arrancó temprano: cuando los hombres de Gaboto (fundador del Fuerte Sancti Spiritu en 1527, primer asentamiento firme en tierra americana, nueve años antes que la primera fundación de Buenos Aires) sembraron unos pocos granos de trigo y obtuvieron 10 granos por cada uno. Lo atribuían, con justa razón, a la enorme feracidad de la tierra.
Cuando llegó el momento de domar el territorio, con el objetivo fundamental de sembrar alfalfa para el ganado, se inició la era agrícola. Vinieron los gringos con las herramientas y las tierras vírgenes entregaron oleadas de lino, trigo y maíz. Fuimos granero del mundo.
Pero con los granos viajaba la fertilidad. No solo exportábamos trigo, sino nitrógeno, fósforo, potasio, y toda la tabla de Dimitri Mendeleiev. Pero la nave iba. La genética de semillas se adaptaba a la fertilidad decreciente. Lo mismo sucedía con la cuestión de las enfermedades e insectos. Buscábamos resistencia en el germoplasma. Tanto, que si se sembraba en un lote de alta fertilidad, el trigo “se iba en vicio”. Se revolcaba, el nitrógeno hacía planta pero no grano.
El mundo tomó otro camino. Se llamó la “Revolución Verde”, que le valió el premio Nobel de la Paz y la inmortalidad a Norman Borlaug. Sus variedades de trigo incorporaron genes japoneses de enanismo (“Norin 10”), con lo que se evitaba el vuelco. Aquí, de la mano del gran discípulo de Borlaug, Rogelio Fogante, llegaron a fines de los ’60. El primero fue el Marcos Juárez INTA.
Empezó la fertilización, aunque con cuentagotas. Paralelamente, la conciencia del fósforo llegaba a las pasturas. Lo primero fue aplicar roca fosfórica molida, muy promocionada por el Plan Balcarce de Desarrollo Ganadero. Las pasturas de trébol blanco con “hiperfosfato” marcaron la época.
Pero los números no daban. Había una enorme brecha entre el precio del insumo y el del producto a obtenerse. Bajos precios internacionales, pero sobre todo diferenciales arancelarios y cambiarios, explicaban la falta de interés por cualquier insumo tecnológico. Se seguía produciendo sobre la base de tierra. Es decir, se seguía exportando fertilidad.
Con el uno a uno de los ’90, la ecuación tecnológica permitía salir del modelo extensivo (base tierra) y entrar en la era de la intensificación (base insumos tecnológicos). Pero la genética no estaba adaptada. Hasta 1995, en el INTA se sostenía que los híbridos de maíz no daban respuesta al fertilizante.
Llegaron los híbridos simples, con germoplasma dentado, de los bancos genéticos de Estados Unidos. Un salto fenomenal. En 10 años pasamos de un rinde nacional de 35 quintales, a los actuales 80 como media nacional. Con picos de 150 cuando se alinean los planetas y se pone toda la carne en el asador.
En trigo llegó la genética francesa, que se impuso totalmente por la misma razón: respuesta a la buena nutrición. Hubo otras tecnologías que acompañaron, pero la combinación matadora fue genética más nutrición.
Después, volvimos a afectar la relación insumo/producto. Las retenciones y las restricciones a la exportación deterioraron los precios agrícolas, y hacen falta más kilos de granos para pagar un kilo de fertilizante. Y encima aparecen, ahora, nubarrones en el horizonte de la provisión. Las fábricas locales tropiezan con el costo y la disponibilidad de sus propios insumos (gas). Los importadores encuentran dificultades para hacerse de las divisas. Es uno de los temas calientes y de mayor urgencia.
Cada dólar en fertilizante se convierte en por lo menos 3 dólares en tan solo 6 meses.