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A mis 38, en un trabajo que tenía para una multinacional de fitness, me tocó escribir sobre ayuno intermitente, algo que en Europa y en los Estados Unidos ya era furor. Yo seguía pensando que era una tortura para gente loca que no tenía nada que hacer. Fue entonces cuando descubrí que lo de “intermitente” se refiere a reservar una cierta cantidad de horas al día para comer y el resto, dárselas al organismo para que descanse. Me pareció sensata la idea, sobre todo teniendo en cuenta el trabajo que le da al aparato digestivo procesar todo lo que ingerimos.
Nuestro organismo tiene un ritmo circadiano, por lo que, cuando baja el sol, el hígado quiere hacer otras cosas. Este órgano tiene muchas funciones además de digerir, sobre todo procesos depurativos diarios, que se dan naturalmente en periodo de ayuno. Además, somos animales diurnos, por lo que nuestra capacidad digestiva es mayor entre las nueve de la mañana y las tres de la tarde. Llegando al mediodía, cuando el sol está arriba, todo nuestro fuego digestivo –que en ayurveda se llama agni– está a pleno. Al tener más capacidad digestiva, tenemos más capacidad de disolver las macromoléculas y, por lo tanto, absorber más nutrientes. Por eso, lo mejor es incluir mayor densidad nutricional a esta hora.
Suena todo ideal, ¿no? Pero el tema era: ¿cómo hacerlo? ¿De qué modo dejar hasta 16 horas libres de comida? No me creía capaz de ayunar ni siquiera por diez horas. Además, se suponía que tenía que cenar a las ocho –a más tardar– y no volver a comer hasta las doce. ¿Qué hacía mientras tanto para no morir? ¿Meditar en un zafu, hacer omm, ¡masticar aire!? ¿Y si quería practicar yoga? De solo pensar en hacer una hora de práctica sobre el mat con la panza vacía, sentía vértigo.
Aun con todas estas dudas, me llamaba la atención la cantidad de estudios que mostraban los múltiples beneficios del ayuno. Pensé que debía haber algo más orgánico en dar respiro al cuerpo y que usara la energía para otras cosas, además de digerir. Así empezó esta experiencia y me animé a hacerlo por doce horas. De 21 a 9 horas, por ejemplo… Y vi que realmente se podía. De a poco, y con bastante incertidumbre, me animé a sumar dos horas. Cuando me quise dar cuenta, estaba llegando a las 15 o 16 sin demasiado esfuerzo. Leí por entonces que era el tiempo ideal para que se desencadene en el organismo la autofagia, que sería algo así como “autocomerse”, pero no porque perdamos masa muscular o grasa, sino porque las células reciclan lo que tienen dentro: usan proteína celular vieja en vez de generar la nueva que le daríamos con comida. De este modo, la célula envejece menos y aumenta la longevidad.
Todavía, si tenía clase de yoga, desayunaba temprano. Me daba miedo practicar en ayunas. ¿Qué iba a pasar si hacía ejercicio sin comer antes? Averigüé con una médica clínica con especialidad en nutrición y me dijo que hacer la práctica antes de desayunar no solo era posible, sino recomendable. La primera vez que hice una hora de yoga sin nada en la panza, pensé que me iba a desmayar. No podía dejar de pensar en que no había ingerido nada desde la noche anterior. ¿Y si se me acababa la energía? Pero, de a poco, noté cómo mi cuerpo respondía. Después sí, agua, matecitos y, a las doce, un bowl de frutas con granola.
De a poco fui ganando lo que se llama “flexibilidad metabólica”. Es decir, la capacidad de andar por la vida con o sin alimento reciente en la sangre. Se logra ayunando y haciendo actividad física en ayunas. Al principio cuesta: es como pasar de la nafta al gas rápidamente. Es una capacidad que tenemos, medio dormida, que podemos despertar de a poquito. Así, el cuerpo empieza a usar la grasa más disponible en los órganos como fuente de energía.
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