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Más que convertirnos en una versión físicamente mejorada (y estéticamente más agradable) de nosotros mismos, gran parte del programa hacía hincapié en los beneficios de acceder al yo interior, de una forma que resultaba desconocida, reveladora y, en ocasiones, francamente incómoda. El ‘revolucionario espiritual’ Sah D’Simone insistió en que mostrásemos nuestra cara más molesta a un extraño de la multitud en un ritual de bienvenida la noche de la inauguración (el material de las pesadillas). A la mañana siguiente, en una meditación en el suelo, la terapeuta contemplativa Stephanie Canavesio nos guió para que visualizáramos y consoláramos a nuestro niño interior. Y los fuertes y rítmicos gruñidos que emanaban del complejo más tarde no procedían del taller nocturno Sex Talks de Emma Louise Boynton, sino de los entrenamientos (puede que haya algo en esto).
Incluso más que Sanctum, The Class hace un uso liberal de los gritos guturales repetitivos, lo que Toomey llama sacar el ‘fuck its’. Fue aquí donde pasé de sentirme como un espectador avergonzado a un converso perplejo. Al hacer una pausa para recuperarme tras varios minutos de saltos en cuclillas, acompañados por una explícita canción de rock que casi ahogaba nuestros gritos colectivos, de repente me encontré llorando. Al verme obligada a dejar de preocuparme por parecer (y sonar) estúpida, –al estar separada de mis inseguridades, como Luuk describió más tarde– The Class me afectó a un nivel más profundo que el físico.
De vuelta a casa a principios de este mes, después de inscribirme a mi primera clase de SoulCycle en un esfuerzo por quitarme algunas de las telarañas postnavideñas, descubrí que incluso el notoriamente intenso mundo del spinning tiene una cara nueva, menos ferozmente competitiva. En el estudio boutique que frecuentaba cuando vivía en el extranjero hace unos años (una conocida cadena que desde entonces se ha convertido en víctima de la pandemia), se hacía un seguimiento de la velocidad y la resistencia de los ciclistas, y sus cifras individuales de ‘potencia’ se proyectaban en una pantalla en la parte delantera del estudio. Los instructores publicaban una tabla de clasificación en las redes sociales después de la clase, mencionando a los que habían batido su mejor marca personal.
En SoulCycle no hay puntuaciones, solo se felicita a los principiantes y a los que cumplen años, y se nos anima a sentarnos y pedalear, en lugar de sentirnos obligados a seguir el ritmo de la coreografía, que a veces nos da vueltas en la cabeza, si así lo preferimos. La instructora, Sarah F., comienza relatando los retos a los que se ha enfrentado personalmente de una forma que recuerda al ambiente confesional y de ejercicio como terapia que experimenté en Ibiza, y luego anuncia que está aquí para desviarnos de la búsqueda de la perfección. El estudio sólo está iluminado por velas y hay muchos gritos fuertes y desinhibidos. No puedo seguir todos los movimientos. No me importa en lo absoluto.
Voy pensando que tal vez la idea de que un entrenamiento es algo que hay que soportar, una forma de mitigar unas fiestas especialmente agitadas, es una de mis creencias limitantes. Quizá debería centrarme más en el tipo de beneficios de los que habla Luuk: ‘más espacio para la cabeza, mayor autoestima y una sensación catártica de liberación’. Quizá, en 2023, sea algo más que un ejercicio de vanidad.
Artículo originalmente publicado por Vogue UK, vogue.co.uk
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