El debate sobre cómo orientar mejor las capacidades científicas y técnicas está ganando relevancia en los parlamentos al mismo tiempo que existe una mayor preocupación sobre cómo distribuir sus beneficios de una manera justa. La investigación en salud, los procesos de digitalización, la producción de semiconductores, la gobernanza sobre los algoritmos o el uso de inteligencia artificial son ejemplos de cuestiones que se plasman actualmente en grandes programas públicos. Destaca la histórica apuesta de Estados Unidos por la industria de los semiconductores y por el impulso a las energías verdes a través de los marcos legales de la CHIPS and Science Act y la Inflation Reduction Act. Y destacan especialmente los instrumentos creados para combatir la crisis climática a nivel global. Una crisis que, como dice Xan López, está cambiando lo que es políticamente imaginable. Este papel activo de los estados para movilizar recursos públicos hacia la innovación cambia el paradigma anterior. Con tal de servir mejor a su función, los gobiernos deben tener en cuenta los efectos regresivos que el impulso de éstas grandes políticas públicas producen. ¿Cómo la ciencia y la tecnología pueden hacer avanzar valores públicos de una manera más igualitaria y efectiva? ¿Dónde puede la investigación ser útil? Este sería el creciente debate público actual, centrado en responder cómo orientar la política científica para que, como dice la canción, el futuro no sea para unos cuantos.
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La ciencia y la tecnología no son neutras ni inocuas, tienen efectos en el colectivo. A veces estos efectos son negativos, acelerando las desigualdades. Hay autores, como Barry Bozeman, que defienden que la innovación es, generalmente, regresiva: sus beneficios tienden a crecer a medida que aumenta la riqueza, mientras que los impactos negativos, como el desempleo o la contaminación, afectan en mayor proporción a la población más pobre. Este es el tema central del Anuario 2022 de Informe COTEC dedicado a las desigualdades y la innovación. El modo en que se orienta el sistema científico responde a determinadas formas de entender la sociedad. El debate sobre desigualdades e innovación se ha tendido a invisibilizar en los parlamentos, no solo por la objetividad de la que disfruta todo aquello que circunscribe lo científico y tecnológico sino también por los consensos que de esta objetividad se derivan; y esta invisibilización, como advertía Bruno Latour entre otros, contribuye a reforzar el status quo.
Entender la investigación como una suerte de universo ‘puro’ y alejado del mundo social que la produce ignora que las prácticas que se analizan se insertan en un universo social específico definido por sus relaciones con su entorno. La política científica se situó en el centro del debate público a raíz de la perplejidad que supuso la pandemia. Asistimos en ese momento a un experimento en tiempo real de gobernanza científica gestionando la completa incertidumbre a medida que los avances en el conocimiento del virus surgían a una velocidad inusitada. Aún desconocemos muchos de los efectos que ha tenido la pandemia a la que los estados dieron una respuesta principalmente biomédica y farmacológica. La catedrática de historia de la ciencia Rosa Ballester en una entrevista decía ‘sabemos que para mejorar la salud también importa la vivienda digna o la alimentación’, es decir, las condiciones materiales. La respuesta autárquica, una suerte de neoestatismo, que dejó sin cobertura a gran parte del mundo empobrecido es un ejemplo claro sobre por qué debe aparecer con fuerza la cuestión acerca de concebir el conocimiento científico como un bien público, como un instrumento de utilidad pública. En este sentido, y más allá de la pandemia, destaca el trabajo de la politóloga Virginia Eubanks analizando cómo afecta a la población más vulnerable la aplicación de la inteligencia artificial en la gestión de recursos públicos. En su obra traducida ‘La automatización de la desigualdad‘ advierte sobre la ‘discriminación racional’ que se esconde tras la pretendida asepsia de la informática.
Plantearse para qué investigar, quiénes se van a beneficiar más de los efectos de una innovación y quiénes menos, o en qué grado una medida concreta permite avanzar hacia la consecución de un reto social o medioambiental forman parte de un debate necesario entre ciencia y política. Pero hasta hace relativamente poco, la política en ciencia partía de dos principios que se han demostrado limitantes: la autonomía de la actividad científica y el llamado ‘modelo lineal’.
La visión autónoma de lo científico se desarrolla en La república de la ciencia, un texto de gran influencia escrito por Michael Polanyi. En este artículo de 1962, Michael Polanyi defiende un modelo en el que la ciencia debe funcionar tal y como lo hace el libre mercado. El argumento reza que la libre e independiente iniciativa de los científicos asegura la organización más eficiente posible del progreso científico. Esta proyección heroica de los científicos tiene sus raíces en la idea de ‘las riquezas de la Casa de Salomón’ en La Nueva Atlántida (1626), el proyecto racionalista de Francis Bacon. Bajo la visión de Polanyi, la creación independiente del científico es genealógica y se inserta en un supuesto modelo lineal que entiende la ciencia como una cadena lógica entre la básica, la innovación y el beneficio social. La creencia en la relación causal entre ciencia básica y beneficio social es clave para justificar el modelo lineal. Este modelo ha sido la axiología subyacente en la política científica dominante al menos desde 1945, cuando Vannevar Bush presentó el informe Science: The Endless Frontier al presidente F. D. Roosevelt. Este informe se ha entendido como el origen de la política científica desarrollada en el siglo XX.
De ese tiempo a esta parte, el modelo lineal ha sido ampliamente contestado demostrando que los científicos no son entes aislados como se defendía, sino en contacto con otros actores, situados en un contexto cultural, institucional y económico determinado, y su trabajo está influido e influye en su entorno. La crítica constructivista y la influencia de la obra de Latour o Michel Callon, o la crítica proveniente de las epistemologías feministas en la obra de Sandra Harding, Barbara Katz Rothman o Donna Haraway, transforman la misma concepción de conocimiento. Hoy, la actividad científica no puede justificarse por la sola existencia de un vacío de conocimiento, como sostiene el modelo lineal, sino que este vacío debe ser socialmente relevante. Este giro, dar relevancia al vacío que se quiere cubrir y promover así una ‘ciencia con conciencia‘, que defendía el profesor Fernández Buey, es el que ahora asume la política científica transcurridos ya 80 años desde que se sentaran sus bases.
Quizá uno de los ejemplos más significativos del desacople entre ciencia y sociedad se encuentra en el poema de Gil Scott-Heron Whitey’s on the moon de 1970. El poema describe la situación de la comunidad negra en ese momento álgido de la carrera espacial: una mayoría que no puede pagar facturas médicas, no puede hacer frente al alquiler o tiene dificultades para cubrir sus necesidades básicas. El poema habla de la pobreza y de la enorme desigualdad criticando que esto sucede mientras el programa Apolo ha sido un éxito.
A rat done bit my sister Nell.
(with Whitey on the moon)
Her face and arms began to swell.
(and Whitey’s on the moon)
I can’t pay no doctor bill.
(but Whitey’s on the moon)
Ten years from now I’ll be payin’ still.
(while Whitey’s on the moon)
The man jus’ upped my rent las’ night.
(’cause Whitey’s on the moon)
No hot water, no toilets, no lights.
(but Whitey’s on the moon)
(sigue)
Ante el diagnóstico y el horizonte a seguir, este es, la reconciliación entre ciencia y política para orientar el conocimiento a la satisfacción de necesidades sociales y medioambientales, pueden apuntarse muchas vías de acción. Una vía posible es la participación. Incluir, especialmente en la definición de prioridades de investigación pero también en la gobernanza del sistema, la interrelación entre ciudadanía y actores diversos. Existen buenos ejemplos. Otro cambio con potencial transformador es cambiar la evaluación. Diseñar modelos de evaluación del impacto social de los programas y proyectos científicos, que a la vez sean formativos e informen en tiempo real a los decisores sobre los efectos del programa o proyecto en cuestión; también hay ejemplos a seguir. El actual sistema de evaluación concibe la excelencia en función de criterios como el factor de impacto, incentivando a los investigadores a publicar mucho y rápido (publish or perish). Es un sistema maniqueísta que fomenta la búsqueda de resultados positivos denostando toda investigación que no conduce a ellos, y que premia las grandes hazañas individuales en un marco de competencia. La evaluación de excelencia rechaza la transdisciplinariedad, el enriquecimiento entre disciplinas (alogamia). En ciencia abundan ejemplos de avances prácticamente simultáneos: el cálculo por Leibniz y Newton, el descubrimiento del oxígeno por Priestley, Scheele y Lavoisier, la teoría de la selección natural por Darwin y Russel Wallace o la demanda efectiva por Keynes y Kalecki. El conocimiento es, por tanto, un proyecto común. Hace falta pasar a un nuevo escenario definido por la Ciencia Abierta, en el que los incentivos puedan estar orientados hacia la colaboración y la evaluación se centre en el impacto social de la investigación y la consideración de la diversidad de los resultados.
En conclusión, aunque podamos intuir que ‘saber y no saber, es lo mismo, porque el fin de la ciencia es el abismo’ que rimaba Ramón de Campoamor, aún con esa losa, ese famoso abismo que es la ciencia nos sirve en común. Nos sirve no tanto el conocimiento en sí mismo, la ciencia nos sirve porque su comprensión nos responsabiliza, nos da sentido.