Teresa Salcedo (Huesca, 1952), tras vivir una década en Madrid, se ha instalado en Zaragoza en un espacio grande que será su estudio, su biblioteca y quizá su casa. Cuatro camiones le han descargado sus materiales, la obra de muchos años y busca afanosamente un par de cajas de libros que, dentro de su abultada biblioteca, eran tomos de referencia y a la vez libros del alma. Es una gran lectora, escribe poemas y aforismos, y uno de sus volúmenes de cabecero es el ‘I Ching’. Expone hasta el 4 de febrero la muestra ‘Todo es pasaje’, “un montaje instalativo que activa las posibilidades de permanencia de las imágenes seleccionadas e introduce nuevas expectativas”, se dice en la hoja de sala de la galería.
¿En qué estado se encuentra?
Bien. En un momento de hacer balance y de reordenarme. Empieza otro período de mi vida: sospecho que me quedarán unos diez años de mi existencia y querría ordenar y completar mi obra.
¿Ordenarla, en qué sentido?
He hecho muchos proyectos, que a veces me llevan una década o más, o casi toda una vida, y quiero dejarlo todo bien dispuesto. Distribuyo mi producción en obras en forma de vestidos, un tema que me obsesiona; obras prensadas; obras críticas, y me refiero a esos niños y pájaros bomba; las obras mandalas u objetos, y las obras de análisis o reflexión.
Algo de todo ello lo expone en La Casa Amarilla: ‘Todo es pasaje’.
Es una exposición de presentación de mi trayectoria, creo que muy bien seleccionada por los galeristas. Me representa. Por ejemplo, en la serie de obra prensada, está uno de mis primeros cuadros, de los años 60.
A ver, Teresa, que usted nació en 1952.
Sí, ja ja ja. Nací en Huesca, soy hija de un practicante en Bolea que hubo de trabajar muy duro para sacar adelante a sus siete hijos. Yo fui una hija rebelde: solo me gustaba pintar y leer. Y era capaz de cualquier cosa por un lápiz de colores. A veces, hacía retratos, pintaba caballos, y los cambiaba. A veces le robaba a mi padre algunos de sus libros pequeñitos pero preciosos de la literatura universal y los cambiaba. Mi padre me regaló una caja de acuarelas, y a la vez en un calendario que llegó al pueblo donde se reproducían pinturas de Turner. Fue mi primer maestro. E inesperado.
Nos decía que en la exposición hay obra ya de entonces.
Sí. En esa época, con doce o trece años dibujé a un personaje que había allí, en Bolea. Saturiano. Era un maestro republicano, al que le habían expulsado del aula, tocaba el violín de maravilla y me contaba historias. Le hice un retrato casi a tamaño natural. No lo he expuesto nunca, ahora está prensado en La Casa Amarilla.
¿Ha tenido otros maestros así?
En Barcelona, cuando fui a la Escuela de San Jorge a hacer Bellas Artes. Antes, volvimos a Huesca e hice mi primera exposición en Ibercaja, con Jesús Pueyo. Yo tenía 15 años. El crítico Félix Ferrer firmó una crítica muy generosa.
“Cuando estuve en Lérida conocí a un profesor, Sebastián Tamariz, que parecía danzar, levitar, era un sabio que amaba el budismo, y que me contagió su pasión por Japón. Son referentes para mí, como lo es el mundo poético de Rosalía de Castro, Emily Dickinson, Marguerite Yourcenar, Alejandra Pizarnik, etc.”
¿Qué sucedió en Barcelona?
Yo intentaba alternar la lucha antifranquista con la pintura y las clases. Quería pintar por encima de todo y me propuse hacerlo al menos seis horas cada día. Dicho y hecho durante mi carrera, salvo ahora por esta mudanza. Siempre he sido rebelde, y de joven lo era también, constante. Allí tuve de profesor a Moncada, de dibujo, y me enseñó mucho. Allí empecé uno de mis primeros proyectos dedicado a los ángulos, desde una triple visión: sígnica, alegórica y simbólica. Trabajaba mucho en óleo y papel. El arte es el ahora, lo que siento, las raíces.
¿Algún otro nombre?
Por supuesto, José Milicua, que me lo enseñó todo de Goya. Y había otros, uno cuyo nombre no recuerdo, que nos daba clases de cosas raras como el diseño. Al acabar, tras alguna propuesta para quedarme, volví a Huesca.
Casi podría decirle, ¿a qué fin?
Volví a desarrollar mi obra y a hacerme pintora. Siempre he tenido proyectos ambiciosos, instalaciones, pero también quería sumarme a la militancia y a la lucha por las libertades. Eso es así. Si antaño estaba mal con el mundo, si era rebelde, ahí sigo. Creo que mi rebeldía es una cosa genética.
Vayamos con los proyectos.
Por ejemplo, el obispo desacralizó la iglesia de San Miguel de Alquézar y yo presente un proyecto muy complejo y le diría que fascinante para hacerlo y para convertir aquel espacio en un centro permanente de arte contemporáneo. Era un gran caja de luz, con muchos fragmentos de color. El ayuntamiento se implicó, de entrada el Gobierno de Aragón, se grabó la idea, estará por ahí, pero al final la respuesta fue: «Silencio administrativo». Y parte de ese proyecto se ha expuesto en distintos lugares de España.
Siempre le han interesado las instalaciones y la pintura digamos de caballete.
Claro. Por ejemplo, ahora estoy en un proceso de seleccionar pintura que se quedará en el bastidor; otra que será prensada; otra que será enrollada, seguro que sabe que a veces hago libros de hasta siete metros, con la ayuda de telares. Y que hago paisajes.
Ha citado a Goya, pero en usted también se percibe la huella oriental. ¿Quién le marcó más?
Los dos por igual. Goya y el arte oriental. Cuando estuve en Lérida conocí a un profesor, Sebastián Tamariz, que parecía danzar, levitar, era un sabio que amaba el budismo, y que me contagió su pasión por Japón. Son referentes para mí, como lo es el mundo poético de Rosalía de Castro, Emily Dickinson, Marguerite Yourcenar, Alejandra Pizarnik, etc. La poesía me produce respeto aunque he firmado algunos aforismos como ‘Pensamientos incendiarios o no’, con motivo de la muestra ‘Escarabotos’ en la Diputación de Huesca. Escribo poesía, claro, lo necesito, pero es algo complejo y de pura insatisfacción siempre la tiro. Sin embargo, sí, admiro mucho a los poetas. Y, como habrá visto, a las poetas.