Existe un dicho entre los practicantes de rugby que menciona: “Uno nunca deja de ser un jugador, solo desiste de practicar el deporte temporalmente”. Me gusta creer que los deportistas que llegaron a tal conclusión se imaginaron un cielo donde los achaques o responsabilidades de la edad adulta se disolvían hasta permitirnos jugar de nuevo, en un campo donde el césped esté hecho de pequeños jirones de nube y nadie se lesione jamás.
Algún lector ansioso se preguntará qué tiene que ver esto con la ciencia o nuestro trabajo en Antártica, pero no se apuren que llegaremos allí.
Siempre digo que, para nosotros, trabajar en el continente blanco es doloroso. Las manos se congelan, pasamos frío, dormimos poco y —con más frecuencia de lo que nos gustaría— debemos recurrir a la tracción animal de dos patas (nosotros mismos) para nuestras actividades. Por fortuna, tengo una tolerancia elevada a las bajas temperaturas, y a pesar de la adversidad y el congelamiento casi cada vez que salimos al agua, nunca ha sido un factor limitante para llevar a cabo un muestreo, independiente del viento, agua o nieve que hayamos tenido que soportar.
El otro día los colegas en la base me preguntaron cómo estaban mis congeladas manos, bromeando. A la pregunta de si alguna vez pasé realmente frío, mi cabeza buscó en su banco de memoria, encontrando recuerdos de mis entrenamientos de rugby en pleno invierno, absolutamente paralizado de frío, mientras agua nieve caía sobre mi cuerpo, solo protegido por una polera y unos pantalones cortos, muy cortos.
El recuerdo hizo acordarme del dicho con el que comienza esta entrega y darme cuenta de que, aunque hace casi 10 años no juego muchas de las que cosas que me enseñó ese maravilloso deporte, siguen incrustadas en mi cerebro reptiliano, como el hombro de algún contrario en mis costillas.
El rugby nos enseña que nadie regala nada y que hay mucho que sacrificar para ganar cada metro o centímetro de terreno en la cancha. Da igual tener la mejor estrategia del mundo si el adversario gana cada balón o punto de contacto a base de sacrificio y entrega. Este deporte también nos muestra que el buen equipo debe ser lo primero a considerar si uno quiere ganar. Quince deben convertirse en uno.
Reflexionando sobre este tema me he dado cuenta de que, en muchas ocasiones, me refiero a la ciencia antártica bajo la misma estructura cerebral de sacrificio-colaboración. Es increíble cómo practicar un deporte nos hace interiorizar cosas de forma profunda y sin darnos cuenta. Este paradigma no es un invento de mi mente, realizar ciencia en estas latitudes acarrea muchos sacrificios personales (tiempo, familia, amigos) y sociales (dinero, infraestructuras, etc.). Dentro del ejercicio profesional suele ser una de las disciplinas más colaborativas a nivel internacional por cómo se desarrolla el trabajo en el fin del mundo. Además, existe una colaboración estrecha y directa con todo el equipo logístico que nos apoya y permite desarrollar nuestros estudios.
En nuestro caso, sin los boteros no podríamos salir al mar. Sin la labor de las cocineras, el personal eléctrico, los maestros y mecánicos, sería imposible tomar una sola muestra. Ellos son como el
jugador que se tira al suelo para ganar la pelota, con la esperanza de que esta llegue al compañero rápido y libre de marca, quien correrá y posará el balón en la zona de marca rival. Igual que en el rugby, todo el equipo comparte el mérito de la victoria, aquí toda la comunidad de Base Escudero es responsable de todos y cada uno de los datos científicos que se generen durante esta Expedición Científica Antártica, la 59 en la historia de Chile. ¡Gracias equipo!
* El Dr. Juan Höfer, es oceanógrafo del Centro de Investigación Dinámica de Ecosistemas Marinos de Altas Latitudes (IDEAL) de la Universidad Austral de Chile (UACh) y académico de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV).