Ginebra nos recibe con lluvia. Dejamos las maletas en el hotel Bristol, ubicado a escasos metros de la orilla del lago Lemán, y sin perder tiempo nos subimos a una de las pequeñas barcas que deja en la orilla opuesta, a los pies de la colina de Cologny. Un paseo ascendente de unos 15 minutos —que poco a poco va descubriendo las maravillosas vistas de la ciudad suiza— nos lleva a las puertas de la fundación Bodmer.
La fundación Bodmer es el legado de Martin Bodmer, un filántropo suizo que dedicó todo un palacio a exponer su colección de incunables, manuscritos y primeras ediciones de la literatura universal, desde Homero hasta Goethe, pasando por una copia de la Biblia de Gutenberg y partituras escritas de puño y letra por Mozart.
Su obsesión era estar lo más cerca posible del momento en que nace y se desarrolla el conocimiento humano. Hace un tiempo atrás, explica la guía, la fundación montó una exposición dedicada a Mary Shelley con textos manuscritos y primeras ediciones de su Frankenstein. La casa en que la obra fue concebida, la melancólica Villa Diodati, se encuentra de hecho a unos diez minutos andando.
Allí fue donde, en el frío verano de 1816, la autora británica se reunió con Lord Byron, Percy B. Shelley y el médico John Polidori a narrar las historias de terror que dieron origen a la obra que, según algunos, inaugura el género de la ciencia ficción y que pone de manifiesto la preocupación de Shelley por el entusiasmo con que el mundo enfrentaba al auge de la ciencia y la tecnología. Si quieren entender el contexto deberían visitar el Museo de la Ciencia en Ginebra, recomienda nuestra guía.
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Volvemos a cruzar el lago en dirección al mencionado museo. En el parque Mon Repos se encuentra la Villa Bartholoni, el palacio que lo acoge y que las prósperas familias protestantes locales donaron a la ciudad para dejar constancia del modo en que sus antepasados contribuyeron al desarrollo del conocimiento. Sus holgados medios económicos, combinados con el arte de la relojería, posibilitaron la construcción a nivel local de los instrumentos que fomentaron el avance de la ciencia. Junto a todo el arsenal de barómetros, telescopios y cronómetros exhibido en sus vitrinas, expone la primera pila en la que el físico italiano Alessandro Volta (1745-1827) logró almacenar energía. Además de dotar de autonomía a un sinfín de mecanismos, la invención de la pila dio alas a los primeros intentos médicos de revivir cadáveres utilizando descargas eléctricas, lo cual inspiró la dramática historia del doctor Frankenstein y su criatura.
¿Y qué tienen que ver los relojes en todo esto? Sentados en la maravillosa terraza del restaurante La perle du Lac, Stéphane Fischer, conservador del museo, nos lo explica: al prohibir la joyería por representar la exacerbación del lujo, Juan Calvino fomentó sin saberlo el desarrollo de la industria relojera. Los orfebres locales tuvieron que reinventarse aprendiendo el oficio de los relojeros hugonotes franceses que llegaron escapando de las persecuciones religiosas de las que fueron víctimas en su país. Cuando el ansia de conocimiento que caracterizó al movimiento ilustrado requirió de instrumentos que posibilitaran las mediciones científicas, el arte de precisión de los maestros relojeros aportó la habilidad para crear dichos mecanismos sin tener que importarlos de otros países. Los propios telescopios, por ejemplo, están íntimamente relacionados con la medición del tiempo, ya que para dar la hora exacta a los primeros relojes era necesario guiarse por el movimiento de los astros. La instalación del primer observatorio de Ginebra fue autorizada a condición de que cada día diera la hora a los maestros relojeros. Tiempo después, ese mismo observatorio fue el encargado de organizar el concurso que premiaba al mejor y más preciso fabricante de cronómetros. Junto con los sextantes, los cronómetros resultaron fundamentales en la exploración del planeta, ya que permitían a los navegantes conocer su posición en medio del océano.
En su afán por entender el funcionamiento de las cosas, los relojeros llegaron a construir complicados autómatas que hicieron fantasear con la creación de vida artificial por parte del ser humano. Un camino distinto al que imaginaron los médicos en los que Mary Shelley basó su obra, pero que estaba guiado por el mismo entusiasmo. Por recomendación del propio Stéphane Fischer, nos desplazamos hasta la ciudad de Neuchatel —unos 120 kilómetros al norte de Ginebra— para ver a estos autómatas en acción en el Museo de Arte e Historia. Y de allí al cercano pueblo relojero de La Chaux-de-Fonds, un poco más al norte, en donde conocer la génesis de la industria de los relojes suizos: las granjas que en verano criaban ganado y en invierno fabricaban piezas y engranajes. Además de contener el mayor museo de relojería del mundo, La Chaux-de-Fonds ha sido diseñada expresa e íntegramente para que funcione como una gran factoría de relojes, dando lugar a lo que se conoce como “urbanismo relojero”.
Del restaurante el laboratorio
Regresamos a Ginebra al día siguiente. Luego de visitar la estatua dedicada a la criatura del doctor Frankenstein y de dar un paseo por el maravilloso casco antiguo, cenamos una fondue en el restaurante Les Armures, uno de los históricos de la ciudad. Comentando con el metre el periplo que nos llevó desde el nacimiento de Frankenstein hasta los pueblos relojeros del macizo del Jura, este nos dice que si lo que nos interesa son los mecanismos de medición del tiempo, no podemos irnos sin visitar las instalaciones del CERN, el Laboratorio Europeo de Física de Partículas. No iba desencaminado nuestro amigo. Después de todo, su Gran Colisionador de Hadrones, un anillo de veintisiete kilómetros de circunferencia que en 2012 confirmó la existencia del bosón de Higgs, representa el mayor artefacto jamás creado para intentar comprender la estructura del espacio-tiempo. Pero eso, claro, ya es tema para otro cuento.
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