En los últimos años, la tecnología ha ido avanzando de manera exponencial y, en su atolondrado camino, ha generado cambios fundamentales en la mayoría de los ámbitos: desde las minucias de la vida cotidiana como las billeteras virtuales que reemplazaron al dinero en efectivo y la aparición de las criptomonedas hasta la inteligencia artificial y el metaverso. Pero, ¿cómo impacta (y seguirá impactando) en el Estado y la administración pública, ese instrumento al que tanto “le cuesta adaptarse a los cambios”?
En El Estado en la era meta, el politólogo y consultor internacional argentino Maximiliano Campos Ríos hace un recorrido del “Estado inteligente” al “Estado inmersivo” y analiza cómo las innovaciones tecnológicas (TIC, IA) modificaron el rol del Estado y su relación con la sociedad, pero más que nada cómo impactarán en las próximas décadas, en vista del apabullante ritmo de su crecimiento.
“Cada uno es responsable de interpretar lo que su tiempo presenta, pero este periodo es singularmente rápido, a tal punto que una de sus características es la aceleración de las innovaciones. No solo aparecen, sino que se manifiestan muy rápidamente: cuando nos damos cuenta de unas, otras están ya siendo anunciadas”, escribe en el prólogo Francisco Velázquez López, Secretario General del Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo, organismo que edita el libro.
En la introducción a El Estado en la era meta, Campos Ríos explica: “La Era Meta es la continuación necesaria y evolucionada de la era digital, pero con un interregno de casi un lustro: la era exponencial. Esa era que permitió entre 2016 y 2021 condensar los avances tecnológicos de la era de la información y la era digital para dar pie al metaverso. Bienvenidos y bienvenidas a la Era Meta, la era de la conjunción entre la realidad y lo virtual”.
El modelo burocrático-robotizado
En un libro de 2017, Carles Ramió introduce una definición que me parece oportuna para comenzar este capítulo:
La administración pública es solo un instrumento, una variable dependiente de la política, de la economía y de la sociedad. Es un elemento no solo dependiente, sino de muy lenta reacción, que le cuesta adaptarse a los cambios. Pero es una variable dependiente que cuando responde es muy potente y puede condicionar, en positivo y en negativo, a la política, a la economía y a la realidad social. El futuro previsto en las próximas tres décadas se va a caracterizar por el cambio acelerado y turbulento (difícil de predecir) y por la gestión inteligente del conocimiento (sociedad del aprendizaje) que facilita la innovación.
Como mencioné anteriormente, si algo va a caracterizar a los próximos años, y caracteriza al momento actual, es el avance y transformación exponencial de nuestras vidas, relaciones y forma de producción, por obra y gracia de la tecnología. El problema radica en cómo la administración pública, en tanto instrumento, brazo ejecutor e institución permanente del Estado reacciona ante esta coyuntura.
¿El problema es el Estado? No. ¿Es la administración pública? Tampoco. ¿Los gobernantes o los gobiernos? Quizás, pero no es un sí rotundo. El problema es la capacidad de adaptación, aprendizaje y liderazgos que estos tres actores institucionales asuman frente al cambio, inminente e imparable, que significa el avance tecnológico en todos los aspectos.
En una conferencia de 2020, Joan Subirats hace una diferenciación muy interesante al afirmar que las plataformas digitales, el cambio climático o la pandemia superan en mucho la visión clásica de Estado y retoma los principios de Georg Jellinek sobre este: el territorio (elemento material), la población (elemento sustancial) y el gobierno o poder (o soberanía para Subirats) que sería un elemento formal.
Desde su visión, las estructuras de decisión con mayor conocimiento sobre los problemas son aquellas que están dotadas de menor poder para decidir. El caso argentino es una muestra de ello: los municipios o los agentes de la administración pública, quienes tienen mayor conocimiento sobre los problemas, no tienen la capacidad de decisión para resolverlos.
Esto genera un doble proceso: el avance tecnológico se masifica a niveles que superan los límites estatales y rebalsa su capacidad de acción, mientras que los niveles con mayor grado de conocimiento o cercanía con los problemas no tienen el poder de decisión suficiente para implementar las soluciones necesarias. Incluso si repasamos la idea de Everett M. Rogers en Diffusion of innovations (1963), donde busca explicar la forma en que las innovaciones son adoptadas por una población o por las instituciones, vemos que la adopción de una innovación —una nueva idea, un cambio de proceso o una tecnología— es siempre difícil, aún si las innovaciones muestran ventajas inmediatas y visibles. Cualquier innovación requiere de un largo periodo de tiempo para ganar aceptación general para su adopción.
También para Rogers hay un punto de crecimiento rápido, que suele ser en un lapso breve, y luego un crecimiento lento y sostenido con un tiempo largo. Esto contradice los cambios a los que nos tiene acostumbrados la era exponencial y peor aún, no podrá el Estado o cualquier institución absorber en los plazos necesarios los cambios de la ERA META. Esto se hace todavía más palpable en niveles con menor capacidad de decisión.
La propia transformación digital del Estado no es un proceso lineal. La incorporación de tecnologías de gestión ligadas a la institucionalización de procesos y métodos burocráticos, la incorporación de la máquina de escribir, la PC, la adopción de internet, el desarrollo de páginas webs, los trámites online o la AI dan cuenta de un proceso de varias décadas y de una capacidad estatal de adaptación y adopción de distintos tipos de tecnología. A su tiempo y a su ritmo, pero adopción al final.
Este breve recorrido da cuenta, como menciona Oszlak, de que los procesos de transformación digital de la administración pública lograron monopolizar todos los esfuerzos y acciones en materia de reforma estatal de las últimas décadas. Un trabajo reciente de Pando y Poggi (2020) resalta que la gestión pública en América Latina no ha escapado a las profundas transformaciones que las incorporación de las TIC producen sobre su estructura y el impacto que tienen en el fortalecimiento de sus capacidades de gestión.
Sin duda, que la incorporación y utilización de las TIC son una herramienta poderosa que permite aportar eficacia y eficiencia en la gestión pública, a través de la agilización de procesos, la simplificación trámites, que por tanto redundan en una mejor rendición de cuentas, un fortalecimiento de la transparencia y un incentivo la participación ciudadana (Oszlak, 2020).
Un punto central radica, justamente, en la velocidad de los cambios y en la rápida obsolescencia de los conocimientos incorporados que obligan a que las administraciones públicas tengan que orientarse cada vez más hacia el aprendizaje continuo. Carles Ramió (2017, p. 141) remarca que este proceso conlleva a pensar en la necesidad de incorporar nuevos valores para la nueva administración pública como la “seguridad, calidad, inteligencia, adaptabilidad al cambio, innovación y capacidad de aprendizaje”.
El problema radica, entonces, en los enfoques y paradigmas que rigen nuestras administraciones públicas y no tanto en los cambios producidos. Los paradigmas sobre lo que se apoya la administración pública —ya sea el modelo weberiano o los aportes de la nueva gestión pública— no aportan los elementos necesarios para los nuevos valores que rigen hoy. El modelo burocrático de administración pública para Ramió aporta la seguridad, pero le cuesta lograr la calidad y, por su propia configuración, es absolutamente impermeable a la adaptabilidad y a la innovación, y resiste el aprendizaje.
El Estado en la ERA META deberá pensar en una nueva cultura de la administración pública, con nuevos valores, nuevas ideas y un enfoque ligado a la adaptabilidad, la calidad, la innovación y el aprendizaje.
En su último libro, Oscar Oszlak (2020), vaticina que los avances en AI modificarán los roles en el gobierno, así como en la relación que se da entre el gobierno y la ciudadanía. La AI, según este autor, automatizará el trabajo rutinario —y por tanto repetitivo—, que es una de las máximas dentro de la administración pública, sobre todo en sus áreas transversales: administración, recursos humanos, suministros o compras, entre otras. Este potencial de la AI permitirá liberar a los funcionarios públicos del papeleo diario que insume tiempo y esfuerzo, dejándolos más liberados para tareas que requieren una mayor calificación.
Desde luego, el rasgo característico y más crítico de la administración pública es el carácter repetitivo y estandarizado de sus tareas. Esto no le quita complejidad, dados los múltiples pasos y documentos que hay que incorporar de una manera ordenada para lograr una tarea eficiente, pero también, como sostiene Ramió, anidan un sinfín de excepciones que requieren procedimientos especiales que atentan contra la estandarización y que tienen un carácter extraño.
Pese a ello, este autor se suma a las ideas de Oszlak sobre AI al entender que es mejor que las actividades que implican acciones repetitivas sean desarrolladas por robots antes que por personas. En este sentido, el robot y la AI podrían representar la esencia de un empleo público fiable y neutral acorde al modelo burocrático, es decir, aquel basado en la repetición y la estandarización.
Retomando la idea del modelo típico weberiano de administración pública, de corte burocrático y ahora robotizado, estamos hablando de un sistema dirigido a garantizar la racionalidad de las acciones y de las interacciones de todos sus participantes. Pero el objetivo final de este tipo ideal se centraba en suprimir los procesos de libre elección de aquellos factores considerados irrelevantes para el objetivo con el que fueron establecidos, es decir, eliminar cualquier tipo de emoción, creencia o valor particular de quien lleva adelante ese proceso.
No se puede pedir a un agente público que sea un autómata, si bien el sistema burocrático, sobre todo en el pensamiento de Weber, estimulaba una conducta racional (Ramió, 2017). El robot, la AI y los algoritmos no tienen ese problema, no sienten, no tienen valores personales y, sobre todo, no expresan emociones. Aseguran, entonces, las pretensiones básicas del sistema burocrático clásico: ¿Weber pensaba ya en los albores del siglo XX en una robotización de la administración pública? No lo sé, no hago historia contrafáctica ni ciencia ficción. Pero si algo es claro es que la robotización de determinados procesos administrativos es compatible con el tipo ideal de burocracia weberiana.
Como ya se dijo, los avances en materia de digitalización, el impacto de las TIC y el BIG DATA sobre las funciones estatales revisten una importancia mayúscula sobre la administración pública y los procesos gubernamentales. Más allá de entender que la robotización y automatización han generado desplazamientos laborales en las décadas precedentes, el empleo público sigue teniendo componentes propios que permiten que la digitalización y la robotización optimicen la labor de sus agentes, con escasos márgenes para el reemplazo en sus funciones.
Esto no quita que en las próximas décadas el eje de la discusión cambie rotundamente. Por el momento, la incorporación de tecnología en el sector público ha sido una aliada para el desempeño de las funciones de los agentes estatales y los esfuerzos del último lustro se han centrado en la despapelización y la agilización de los procesos administrativos, con el foco puesto más en la prestación de servicios al ciudadano que en los empleados estatales.
En este devenir, no importa el HACIA DÓNDE VA la administración, sino comprender el DE DÓNDE VIENE. Para Pulido, Llano y Iacoviello (2020, p. 283), “el patronazgo, el corporativismo y la excesiva rigidización han moldeado las trayectorias de reformas administrativas regionales, favoreciendo la inestabilidad, superposición y fragmentación de los cambios institucionales”. Esto produce una excesiva e innecesaria politización de la burocracia que deforma su objetivo final y sus valores básicos.
♦ Es Licenciado en Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires y Magister en Administración y Políticas Públicas de la Universidad de San Andrés (UdeSA). Además, realizó estudios de posgrado en las Universidades de Delaware (Beca Fulbright) y en la Universidad de Georgetown, ambas en EE.UU.
♦ Es Profesor Titular e Investigador por la Universidad de Buenos Aires, y dicta materias en grado y posgrado vinculadas con la administración pública en varias universidades de Argentina y América Latina.
♦ Ha escrito más de 100 artículos de divulgación, artículos académicos con referato en revistas especializadas, capítulos de libros, y contribuciones varias vinculadas con sus áreas de expertise.
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