A lo largo de la historia, distintas sociedades han diseñado espacios para el diálogo y discusión en torno a los asuntos públicos; de manera recurrente, ha habido dos tipos de escenarios que se han considerado como icónicos para la confrontación de las ideas: aquellos donde se puede tener a las divinidades como testigos de los pactos entre los seres humanos; y aquellos donde emblemáticamente se está rodeado de los espacios de creación de conocimiento.
En días recientes, el Ejecutivo federal arremetió en contra de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, el evento más grande de este tipo en América Latina, y uno de los más relevantes a nivel mundial. En el acostumbrado tono polarizante del Presidente de la República, acusó que se trata de un espacio de “los conservadores” para golpear a su Gobierno.
Independientemente de que hay críticas válidas en el sentido de que esta Feria en particular tiene un formato sobre todo mercadológico, en función del negocio de la renta de espacios y venta de libros, también es cierto que en este recinto se desarrollan intensos debates, intercambios de ideas, y algo que no se da de manera recurrente en el país, que es el encuentro y cercanía de centenares de autoras y autores con el público lector.
No debe dejarse de lado el hecho de que en México la compra y lectura de libros ha tenido un retroceso en los últimos años, y más aún a partir de la crisis de la pandemia de la COVID19; los datos del Inegi en el Módulo de Lectura (MOLEC) así lo confirman.
Desde esta perspectiva puede sostenerse que, a nuestro país, dada la magnitud demográfica y económica que tiene, le hace falta mucho más inversión, apoyo y promoción de este tipo de eventos. Así, por ejemplo, la Feria Internacional del Libro de Minería, o las numerosas Ferias del Libro que desarrollan las Universidades estatales, y las casas de estudio de mayor envergadura en la Ciudad de México, como la UAM o el Politécnico Nacional, además de la UNAM, que sigue siendo la principal institución pública de producción editorial en el país.
Dialogar, discutir o intercambiar ideas en un entorno rodeado de estantes llenos de libros, conmina a actuar con base en la racionalidad, la inteligencia y una ética de discurso que obliga al respeto a la diferencia; el reconocimiento de la pluralidad de ideas y de visiones, pero, sobre todo, a la capacidad de escuchar a los otros para nutrir al espíritu, aprender colectivamente y reflexionar y poner sobre la mesa los temas que más nos deben importar.
En una realidad política plagada de prejuicios, defensa a ultranza de estereotipos y de agresividad y encono en contra de quienes piensan distinto, los eventos donde se presentan y comercializan libros no pueden dejar de aprovecharse para la promoción de los debates relevantes para el país, sobre todo, ante la coyuntura de la disputa que habrá de venir en el 2024 en la que el discurso polarizante puede subir incluso de tono y llevarnos a encrucijadas y nudos político-discursivos que después será muy difícil desatar.
El libro es uno de los objetos más fascinantes que se pudo crear a partir de la invención de la imprenta; los grandes cambios sociales, los avances de la ciencia, pero también la diseminación del odio y, paradójicamente, la ignorancia, han discurrido de la mano de la aparición de libros que han sido capaces de cambiar el rumbo de la humanidad.
Entre nuestras urgencias más importantes, está la de la educación integral de nuestra sociedad; y ello para dar cumplimiento al mandato de nuestra Carta Magna, donde se establece que una de las responsabilidades educativas del Estado se encuentra en la elevación del progreso espiritual del pueblo.
Los libros pueden convocarnos al encuentro, a la escucha mutua, a la generación de entendimiento inteligente y a la generación de los consensos que requerimos para reconciliarnos, entendernos y respetarnos.
@mariolfuentes1
Investigador del PUED-UNAM
Mario Luis Fuentes
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