Muchos lo recordarán. En un anuncio de natillas de 1990 aparecían varios niños a los que se les preguntaba qué querían ser de mayores y el último de ellos, vestido con un traje que le quedaba grande, anunciaba contento: “¡Yo de mayor quiero ser jefe!”, y ponía los pies sobre la mesa como si dibujara una metáfora del placer de mandar, la famosa erótica del poder. Luego, una voz en off anunciaba: “Si quieres hacerte mayor, aliméntate a gusto, toma natillas”. Puede sonar a chiste, pero no es broma, se puede ver en YouTube. No cabe duda de que el anuncio surtió efecto y varias de aquellas criaturas comieron muchas natillas, se hicieron mayores pronto, cumplieron su sueño y ahora ejercen felices la celebrada voluntad de poder nietzscheana luciendo el estrés con orgullo, como una conquista que vibra en su móvil cada diez segundos. Como indica la socióloga francesa Sandra Hoibian, en algunos lugares tener según qué trabajo en momentos de inflación económica es un símbolo de estatus social. No es un simple contrato con objetivos; es la manera más eficaz de sumar contactos y de marcar distancias con el resto. El descanso, el retiro, por el contrario, se tratan a menudo como un sinsentido.
Aprovechando el aislamiento en que vive la pausa, el ensayista francés Alain Corbin ha publicado en Francia Histoire du repos (historia del reposo), una invitación a vivir diferente la relación con la fatiga y con el tiempo. A su juicio, decir “necesito descansar” es formular un deseo, un sentimiento tan cierto como una necesidad elemental. O no, porque, como sostiene, el ocio ha reemplazado al reposo. El ocio ocupa el tiempo y se adueña del espacio. Todo ello en un escenario en el que más de 40 millones de personas del mundo (a su modo privilegiados) abandonaron sus puestos de trabajo el año pasado. Al fenómeno se lo llamó la Gran Dimisión (también denominado la Gran Renegociación, la Gran Remodelación o el Gran Replanteamiento). Hubo gente que se dio cuenta de que podía encontrar mejores formas de ganarse la vida o de no ganársela, ¿para qué?
En cualquier caso, puede que un detalle se les escapara a los creadores de aquel lejano anuncio, porque ser jefe hoy no es lo mismo que ser jefe en los noventa. Entonces no había teléfono móvil y tal vez el puesto, además del deseado salario elevado, ofreciera dos días enteramente libres a la semana y varias horas del día y de la noche. Además, para qué engañarnos, jefes sin jefes hay muy pocos. Se habla mucho de las consecuencias nocivas del bucle del WhatsApp. Ya sabemos que la desconexión es relativa y confusa. Ya sabemos que escribir un correo electrónico en el parque equivale a un mensaje incompleto y a una criatura descuidada. Poco importa que esta sea una época de estrés permanente (y, como aventuraba Mark Fisher, de “privatización del estrés”) en la que verbos como descansar o reposar se han borrado de los mapas mentales de la mayoría, época de llegar a los objetivos y al bonus con la aceleración de las tecnologías que venían para hacernos ganar tiempo y contrariamente lo quitan porque hay que rendir más. Poco importa que en 2021 la revista científica Environment International estableciera el trabajo excesivo como el mayor factor de enfermedad ocupacional, responsable de una tercera parte de las enfermedades relacionadas con el trabajo. O que otra investigación por parte de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT) señalara —como recogió la BBC— que cada año 750.000 personas mueren de enfermedad coronaria isquémica y apoplejía debido a largas horas de trabajo, lo que advierte que hoy muere más gente por trabajo excesivo que por malaria.
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Alain Corbin ya escribió una Historia del silencio y es especialista en la historia de las sensibilidades y en paisajes sonoros en libros sutiles, como señala la periodista francesa Julie Clarini, que rastrean lo esquivo, buscan reconstruir las modalidades de percepción y la textura de las emociones. Así pues, ante el imperativo del rendimiento, el objetivo de Corbin es comprender la distancia que va desde los tiempos en los que el reposo se identificaba con salud —es decir, un estado de eternidad feliz— hasta el gran siglo del reposo, que se extiende entre el último tercio del siglo XIX y la mitad del siglo XX, cuando se crea la alegoría placentera de las playas, el descanso terapéutico practicado en sanatorios, las vacaciones pagadas percibidas como tiempo destinado a redimir la fatiga del trabajo. ¿Qué hubo entre un momento y otro? La revolución industrial.
En una conversación con la propia Clarini en la revista L’ Obs, Corbin asegura que la obsesión actual por la necesidad de reposo aparece con la llegada de las fábricas. Antes, el reposo estaba instaurado en el trabajo, se hacían las pausas cortas necesarias. Artesanos y agricultores producían su propio tiempo. Los múltiples instantes de reposo hacían que la alternancia trabajo-descanso fuera sutil. Con las fábricas llega el trabajo cronometrado. Un apunte que nos obliga a recordar el reciente ensayo de David Rooney A tiempo (Alianza), una historia de la civilización a través de los relojes, en el que se recuerda la importancia de las torres con relojes como herramientas de control que además ayudaban a los gobiernos a condenar la pereza. Al aire libre y a la vista (no dentro de una iglesia o de un Ayuntamiento) exhortaban a no perder el tiempo. Eso no cuadraba con la idea de trabajar para el Dios que debía luego brindar otra vida. Para recordar el pecado de la contemplación y la tentación de la desgana surgieron relojes de bolsillo que se llamaron, claro, relojes puritanos, objetos cotidianos que incorporaron disciplina incorpórea a la ética protestante del trabajo, relojes personales que devinieron propietarios y supervisores como lo son hoy nuestros móviles. Pues tal como señaló Lewis Mumford, gran cronista de la modernidad urbana: “El control del tiempo pasó a ser el cumplimiento, la contabilización y el racionamiento del tiempo”.
Es con el trabajo excesivo, lo que Corbin llama “surmenage”, que se instaura el descanso legal y van apareciendo conceptos nuevos como “ocio”, “relax”, “concentración” o “desconectar”, y a su vez las ciencias del espíritu del reposo como bien natural. Todo un capítulo se dedica al concepto quietud, una palabra que ha caído en desuso para bien de su contrario, inquietud, algo sin duda sintomático. Para Corbin, siempre influido por sus convicciones católicas, la quietud es una suerte de reposo del alma. La quietud es el puro disfrute de una presencia. Es evidente que la idea remite a Pascal y a la famosa frase que ya suena a cliché: “Toda la desgracia del hombre viene de no saber estar en reposo en una habitación”. Para Corbin, como al hombre le disgusta enfrentarse a su destino y su futuro incierto, busca distraerse. Montaigne dedica en los Ensayos un capítulo a la jubilación (que, aunque no lo parezca, viene de júbilo) y advierte de que su mayor enemigo “es la ambición, pues la gloria y el reposo son cosas que no pueden vivir en una misma casa”. La Bruyère lo tenía también claro: “El mejor de todos los bienes es el descanso. El retiro y un lugar que sea su dominio. La vida es corta y aburrida y se pasa mientras se desean cosas”.
Tiempo después, entre la burguesía y los artistas florecerá la paradoja del descanso dominical: el peso melancólico de la tarde del domingo. Baudelaire se mostró sensible a este aburrimiento, unas veces lo llamó ennui y otras spleen. En el poema El crepúsculo de la noche se lee: “Va cayendo el día. Una gran paz llena las pobres mentes, cansadas del trabajo diario, y sus pensamientos toman ya los colores tiernos o indecisos del crepúsculo”.
El domingo, que empezó siendo el primer día de la semana, destinado a ir a misa y rezar, desembocó en el aburrimiento, un tema tan eterno que hasta Juliette Grecó y Aznavour cantaron Je hais les dimanches (odio los domingos) y Charles Trenet Les enfants s’ennuient le dimanche (los niños se aburren los domingos). El dramaturgo Sacha Guitry afirmaría: “No hagas nunca el amor el sábado por la noche, pues el domingo si llueve ya no sabrás qué hacer”. Para analizar el reposo hoy podemos acudir a Andrew Smart, ingeniero en Google, que en su obra El arte y la ciencia de no hacer nada, de 2013, escribió: “Ciertas redes cerebrales se vuelven más activas cuando no estás haciendo nada en particular, es muy importante dejar que estos momentos sucedan. Es como con el ejercicio físico; si se camina durante un largo rato es necesario detenerse y descansar. Si no se le aplica ese principio al cerebro, se sofoca la creatividad y el conocimiento de uno mismo”. Alex Soojung-Kim Pang, fundador de Strategy and Rest, empresa de consultoría con sede en Silicon Valley que ayuda a las compañías a implantar semanas laborales de cuatro días, ha publicado en la revista Psyche Guides un artículo al respecto titulado How to rest well: “Al igual que los nadadores y los monjes budistas aprenden a utilizar la respiración para mantener la energía o calmar la mente, las personas ocupadas deben aprender a descansar de forma que los ayude a recargar sus baterías mentales y físicas, y a obtener una ráfaga de visión creativa. Para ello es necesario desarrollar nuevas prácticas diarias y pensar de forma diferente sobre el descanso”. Pero, como es habitual, más contemporáneo es el siempre lúcido Friedrich Nietzsche, que en La gaya ciencia predijo: “Reflexionamos con el reloj en la mano. Vivimos como alguien que se atormentara sin cesar por dejar escapar alguna cosa”, y “parece que la verdadera virtud consiste ahora en hacer una cosa en menos tiempo que otro”. Aquello de “mejor hacer cualquier tontería que no hacer nada” se ha convertido en un principio. Sí, Nietzsche lo vio venir todo, incluso el desvalimiento del hombre ante el abismo de la existencia y del trabajo y de la aceleración del tiempo que trajo consigo la modernidad y sus problemas, que son los de hoy, la inmediatez, el WhatsApp.
Resumiendo: si la revolución industrial trajo la reducción de los periodos de reposo y la intensificación de la fatiga en el obrero, entre las clases privilegiadas el progreso trajo la posibilidad de un descanso estrechamente ligado al vacío del tiempo, al cultivo del yo más allá de la simple restauración de la fuerza, a eso que hoy llamamos tiempo personal y que remite al sentido primigenio del reposo.
En The Use of Life (1895), el autor victoriano John Lubbock, innovador en el mundo de las finanzas, destacado arqueólogo que acuñó los términos Neolítico y Paleolítico y utilizó su riqueza para salvar el antiguo círculo de piedras de Avebury (el henge más grande del mundo del Neolítico europeo, más antiguo que el vecino Stonehenge, en la llanura de Salisbury, Inglaterra), y que, como reformista político, lideró la campaña a favor de los días festivos, lo tenía clarísimo: “El descanso no es una ociosidad, y tumbarse a veces en la hierba bajo los árboles en un día de verano, escuchando el murmullo del agua, o viendo las nubes flotar en el cielo azul, no es en absoluto una pérdida de tiempo”.
Balzac y los caminantes
El reposo ha sido tan importante que llegó a invadir el mundo artístico. La pintura representaba escenas en las que veíamos personajes retirados (hasta de sí mismos), muy lejos del trabajo. Balzac no dejaba de describir hombres que caminaban tranquilos por la calle cuyo ritmo lento revelaba el tiempo (y las rentas) de que disponían. Para el estudiante que sobrevive con trabajos precarios descrito por Jules Vallès en la novela ‘El bachiller’, el domingo tiene el color del aburrimiento, la desesperación y la nada. No en vano (o no por casualidad), ya en ‘Los Miserables’, de 1862, Victor Hugo advierte: “Hay algo más terrible que un infierno de sufrimiento, un infierno de ocio”. Tampoco pasa por alto el historiador Alain Corbin el concepto “reposo eterno”, tan importante en el catolicismo. Así, uno de los momentos álgidos de la historia del cristianismo se halla en los últimos minutos de la ‘Pasión según san Mateo’, de Johann Sebastian Bach. Después de que el cuerpo de Cristo haya sido enterrado, el coro de fieles repite “Jesús descansa dulcemente”. E igualmente, al Sansón de Haendel se le desea un reposo eterno y dulce.
Para un aristócrata en los siglos XVII y XVIII la mayor desgracia era la privación de ir a la corte y el deber de renunciar al tumulto de la vida parisiense y la obligación de retirarse a sus dominios en provincias. El pueblo era un infierno, un exilio interior que condenaba a la víctima al letargo, una muerte simbólica. La prisión también ha jugado en la historia del reposo un rol importante, el marqués de Sade estuvo preso, pero cuesta considerar su obra como un elogio de la quietud. Paul Lafargue, gran nombre del movimiento obrero del siglo XIX, escribió en la cárcel de Sainte-Pélagie ‘El derecho a la pereza’, aquel corto y utópico panfleto que partía de una idea implacable: “El verdadero mal de la clase obrera viene de la extraña locura que la pierde: la moribunda pasión por el trabajo”.
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