Cuando habla de literatura, los ojos de Rosa Montero brillan como si estuvieran conectados con su último tatuaje: “El arte es una herida hecha luz”. La frase es del pintor francés George Braque. A sus 71 años es jovial y cálida como una adolescente. Cuesta pensar que se está frente a una de las escritoras más celebradas y leídas de Hispanoamérica, pues no hay pizca de arrogancia en sus actitudes ni en su conversación. Sonríe casi todo el tiempo, sentada en la poltrona de un hotel enmoquetado en el norte de Bogotá. Atiende a EL PAÍS para hablar de su último libro El peligro de estar cuerda (Seix Barral). Es una gran conversadora que no le regala espacios al silencio. Tampoco regatea: sus explicaciones son abundantes y sabe decir “no sé” cuando es necesario. Vive en la literatura, y la ciencia y la ficción son dos de sus obsesiones. Sus respuestas son extensiones emocionadas de su libro.
Pregunta. En una entrevista que le hicieron en este medio, en 2011, dijo lo siguiente: “En periodismo escribo lo que sé, lo que pregunto. Y en novela escribo lo que no sé, lo que me pregunto”. ¿En El peligro de estar cuerda unió ambas cosas?
Respuesta. Casi todo lo que escribo son novelas, pero tengo tres artefactos literarios que son poco definibles, libros mixtos que son La loca de la casa, La ridícula idea y este, que está compuesto por ensayo, biografía, autobiografía y ficción, pero muy sui géneris. Pasé cuatro años tomando notas, tenía cuatro cuadernos enormes, no sé cuántas cartulinas llenas de notas, una lista de más de 80 temas que quería tocar, y yo decía: cómo los uno. Extendí todo sobre la mesa de la cocina, me lo quedé mirando desmayada durante dos días, porque pensé que no iba a ser capaz de hacerlo. Pensé que iba a tener que tirarlo, que iban a ser dos años tirados de trabajo como me ha ocurrido con otro par de libros, o sea que no era nada nuevo. Pero al segundo día tomé una decisión que fue esencial y que salvó el libro, que tiene que ver con lo que estás diciendo, y es que tuve claro que no iba a hacer este libro desde la cabeza, desde lo que sé, como se hacen el ensayo o el periodismo, sino que iba a cerrar los ojos y me iba a dejar llevar por el ritmo y la música del libro, por el inconsciente, exactamente igual que en mis novelas.
P. Dice que escribir es una especie de indagación detectivesca y que hay que escribir sin el yo. ¿Cómo conciliar ambas cosas?
R. Hay que escribir sin el yo siempre. El yo es lo más molesto en la vida, es un pelmazo; hay que matar al enemigo interior, ese que dice “no vale, no sirves, eres una impostora, vas a hacer el ridículo”. El que crea es el inconsciente, entonces el yo que observa y exige cosas está constantemente ahogando el inconsciente. Tienes que liberarte, no solo del yo-enemigo, del yo-maltratador, sino también del yo ambicioso, ese que dice “con esta novela tienes que llegar y vender no sé cuánto”; con eso ya estás fastidiando la creatividad. Todo lo que sea exterior a la búsqueda de la luz en la oscuridad —se escribe en la oscuridad para llegar a alguna luz—, todo lo que sea cualquier otro tipo de imposición es coartar la creatividad. De joven aspiraba a escribir algún día el mejor novelón del mundo, y a lo mejor eso es bueno en etapa formativa porque te ayuda contra la inseguridad, pero llega un momento en que te tienes que liberar de eso. Ya no tienes que aspirar a escribir un novelón, solo tienes que aspirar a bailar con el libro y con las palabras. Tienes que aspirar a hacer todo inconsciente, ser todo cuerpo escritor, y que ese yo desaparezca.
P. Dice en el libro: “Cuanto más te gusta la idea de lo que vas a escribir, más miedo te da no estar a la altura de tu musa”. ¿Cómo vence el miedo de sentarse a escribir?
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R. Intentando hacer oídos sordos; como las sirenas y Ulises, hay que echarse cera en los oídos, pero poniéndote en riesgo. Toda la vida me he puesto en riesgo y lo paso fatal, porque ese yo asqueroso está lleno de trucos. Por ejemplo, te dicen: “Pero cómo vas a sentirte insegura con todos los libros publicados, con los éxitos y los premios”, y el yo te dice: “Vale, a lo mejor antes sabías escribir, pero ya no sabes, eres una porquería, estás acabada” (risas). Siempre hay una manera de hundirte.
P. ¿De dónde cree que provenga esa necesidad de justificar la existencia? ¿Es una necesidad puramente racional o hay algo más?
R. Lo que [Luis] Landero llamaba el afán: ¿Qué hago con mi vida, para qué sirve? No sé.
P. Dice en el libro que la existencia y la vida no tienen sentido.
R. No soy creyente, entonces no creo que tengan ningún sentido. La vida está hecha para vivirla, entonces hay que intentar disfrutar de ese impulso, de ese latido de la vida —que es un regalo, un misterio, un enigma—, sin buscarle más trascendencia. Creo que la serenidad no va por arriba, por la búsqueda de grandes respuestas a la vida —que no creo que existan—; va por abajo, por la humildad de sentirte parte de un todo.
P. ¿Alguna vez fue creyente?
R. Sí, pero desde muy pequeña dejé de creer. Debía tener 7 u 8 años cuando fui a ver Los diez mandamientos, de Cecil B. DeMille. (Siempre he sido una niña con una parte racional enorme, y por otro lado tengo una parte imaginativa y fantástica también enorme, las dos cosas para mí son perfectamente compatibles). Y vi la escena espantosa de que Dios dice a los judíos que marquen la puerta de sus casas y eso los salva, pero mata a los bebés primogénitos de todos los que no son judíos, y me pareció tan espeluznante ese Dios del Antiguo Testamento —que es brutal— que dije: “¿Cómo es posible que Dios —que se supone que es el más poderoso— llega y mata a los bebés que no tienen ninguna culpa?”. Estuve con pesadillas como una semana, no podía dormir, y llegué a una conclusión: ese Dios que hace eso no merece la pena llamarse Dios. Y en ese Dios no creo. A partir de ahí dejé de creer.
P. Ha dicho que escribe, entre otras razones, para intentar perderle el miedo a la muerte. ¿Le tiene miedo a algo?
R. A todo. Desde luego a la muerte. Tengo un miedo horrible al sufrimiento, a la crueldad del ser humano. Le tengo miedo horrible a la violencia, a la injusticia, al dolor físico mío, al deterioro, y luego al dolor y al deterioro de la gente que quiero.
P. ¿Ese temor a la muerte ayuda de alguna manera a darle sentido a la vida?
R: Lo que le da es un sinsentido total, es decir, ¿para qué hacemos todo esto si vamos a morirnos? Entonces, lo que tienes que hacer es intentar encontrar el sentido de vivir a pesar de que nos morimos. Ese es el gran reto.
P. Ha dicho que uno de los rasgos que le caracteriza es la falta de recuerdos. ¿Lleva algún diario? ¿Tendremos algún libro suyo de memorias?
R. Nunca he llevado diario, y es una pena porque serviría. Ahora una amiga me ha dado unas cartas de cuando yo tenía treinta y tantos años y estaba viviendo en Estados Unidos —cartas en papel—, y me quedo patidifusa con las cosas que decía. No tengo ningún material del que agarrarme, y tengo esa memoria horrible de la que no me fío. En la vida haré un libro de memorias más allá de estos libros que he escrito en los que cuento cosas que pueden ser verdad, o a lo mejor me las he inventado.
P. Se asocia la verdad a la razón y la mentira al arte, sin embargo ¿no hay parte de verdad y de mentira en cada una?
R. Totalmente. En la mentira artística hay una verdad mucho más profunda. Esto se ve muy bien cuando se contraponen periodismo y ficción. La verdad del periodismo es la del que el notario puede dar fe, pero es una verdad muy alicorta, muy encerrada en lo actual y en lo local. En periodismo hablas de los árboles, tú eres un árbol y hablas de los árboles que están alrededor; en la novela intentas hablar del bosque. Es una verdad mucho más profunda, más completa y más compleja; son dos maneras de alcanzar los niveles de la realidad. Creo que en las mentiras artísticas hay más verdad.
P. A Emily Dickinson la poesía le permite encontrar la belleza salvadora de la oscuridad. ¿Es el arte, además, una medicina contra el dolor y la enfermedad?
R. Sin arte nos moriríamos. Es lo que dice George Braque: “El arte es una herida hecha luz”. ¿Qué vamos a hacer con las heridas de la vida sino intentar convertirlas en luz para que no nos destruyan? Todo arte nos permite vivir. Lo dice también Fernando Pessoa: “La existencia de la literatura es la prueba inequívoca de que la vida no basta”,. Donde pone literatura pon otro arte, y efectivamente la vida no nos basta. Si no tuviéramos eso, sería insufrible vivir.
P. ¿Qué piensa sobre la cultura de la cancelación? ¿Cree que es una amenaza o una barrera para el pensamiento, por ejemplo, la excesiva corrección política?
R. Depende. Tenemos todo el derecho y la necesidad de cambiar abusos de maltrato, por ejemplo, el sexismo, el racismo u otro tipo de abusos sociales que durante muchos años han sido invisibles, porque se nos enseña que el mundo en el que vivimos es neutro y no está manchado de valores, pero todos los mundos, las normalidades en las que se nos enseña a vivir están manchadas de unos valores determinados que ha puesto el poder. Cuanto más avanzada es una sociedad democrática, más espacio tienen las otras voces. En las sociedades dictatoriales hay una sola manera de ver las cosas. Tenemos que defendernos e intentar dar la vuelta a esas visiones, que son unos prejuicios terribles: los prejuicios sexistas, los prejuicios racistas. Que de ahí se pueda ir a extremos banales como “hay que quitar de las librerías Lolita, de Nabokov” es un exceso de un estúpido que probablemente ni siquiera ha leído Lolita o no se ha enterado de que es una novela maravillosa absolutamente en contra de la pedofilia. El principio de que hay maneras de ser que antes eran admitidas y que han sido siempre abusivas para una determinada gente hay que cambiarlas y denunciarlas, y me importa un pito que haya unos cuantos tontos que vayan quedándose arrastrados por ahí por los límites llevando a extremos banales.
P. No cancelaría, por ejemplo, a Woody Allen…
R. Tienes que tener un cierto sentido común, una cierta cautela. Muchas veces ese tipo de cosas son terriblemente difíciles de probar, pero también hay maneras de hacerlo. Por ejemplo, Plácido Domingo. Para mí está probado al cien por cien por las investigaciones internas del Metropolitan, por montones de testigos que han dicho con nombre y apellido que ha hecho lo que ha hecho. Para mí ese tipo está acabado. Ha sido un grandísimo tenor, eso no lo quita nadie, pero como persona me parece inadmisible. El caso de Woody Allen es mucho más complicado, no está nada claro, entonces no puedes condenarle al fuego eterno. Hay que ir caso por caso. En todos hay que plantearse la duda e ir con pies de plomo, pero desde luego hay que mirarlos con radicalidad porque han sido muy habituales. En el mundo había una serie de depredadores. Por fortuna, la mayoría de los hombres no han sido así, pero lo que hacía la mayoría de los hombres y las mujeres era no protestar.
P. ¿Entonces sí lo cancelaría?
R. Depende de hasta qué punto esté demostrado. Cancelar a Plácido Domingo, sí, para mí está demostrado. A Woody Allen, no, para mí no está demostrado.
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