Por Gustavo Duch para CTXT
Hasta no hace mucho tiempo, seis o siete décadas atrás, la alimentación mayoritaria de la población rural era austera, equilibrada y sujeta a las posibilidades de sus territorios. En paralelo al desarrollismo y a la concentración de la población en las ciudades, desde centros de estudios, universidades y revistas de prestigio —en coordinación con la industria alimentaria— se difundió el mensaje de la necesidad de mejorar los patrones alimentarios, aumentando el consumo de proteínas, especialmente las de origen animal. A fuerza de mucha publicidad y propaganda, pensemos en el caso del fastfood, el mensaje permeó culturalmente y se instaló en el imaginario como el patrón a seguir.
Para satisfacer esta demanda “creada”, se justificó, se agradeció y se encumbró a la industria alimentaria capaz de producir mucha leche, carne y sus derivados a precios baratos, sin contemplar ni preocuparse por sus desmedidas externalidades. Se llegó a despreciar y ridiculizar la alimentación y la agricultura tradicional, afectando cuerpos y territorios. De comprar y cocinar alimentos frescos se pasó a los ultraprocesados recalentados en el microondas y la industria salió claramente vencedora. Algo tan íntimo como nuestra alimentación ha acabado delegándose en pocas megaempresas controladas por fondos de inversión.
Sabiendo de lo ocurrido, y ahora que las tendencias alimentarias veganas están alcanzando cuotas importantes, ¿puede ser que se esté repitiendo la historia? ¿Es un éxito inducido culturalmente? Y, si fuera así, ¿son nuevos actores o los de siempre?
Aunque pueda parecer contradictorio, las principales empresas transnacionales de producción industrial de carne son quienes están detrás de los alimentos que, basados en vegetales o en proteínas cultivadas en laboratorios, se presentan como sustitutos de la carne, el pescado, los huevos y la leche.
En el informe Proteínas y Políticas de la entidad Ipes-Food o en las páginas de la plataforma científica ALEPH2020 se puede encontrar mucha información sobre esta realidad. Por ejemplo, la empresa Vivera —muy conocida en Alemania, Holanda y Reino Unido por sus más de cien referencias tipo salmón vegano o pollo kebab vegano— pertenece a la brasileña JBS, la mayor productora del mundo de carne avícola y vacuna, y la número dos en producción de carne de cerdo. En la cartera de JBS también descubrimos que es la accionista mayoritaria de la española BioTech Foods, dedicada al sector de la carne cultivada.
En Estados Unidos, dos de las principales empresas cárnica del país, Tyson Foods y Smithfield, han creado divisiones propias para producir sus nuggets y salchichas a base de vegetales para competir con las dos líderes en el sector: Impossible Foods (asociado con Burger King) y Beyond Meat.
En España nos encontramos con el mismo fenómeno. La mayor integradora del país, líder en macrogranjas de pollos y cerdos, Vall Companys, lanzó en 2019 el proyecto empresarial Zyrcular Foods para elaborar sucedáneos de carne a partir de guisantes, trigo o soja llegada de muy lejos, del cual ya podemos encontrar productos en diferentes supermercados con su marca blanca. Y su expansión seguirá si se les concede los 134 millones de euros presentados a los fondos de recuperación Next Generation para abordar nuevos retos en este campo.
Si seguimos desmenuzando el mercado vegano acabamos encontrando a más empresas multinacionales que desde hace décadas controlan la alimentación mundial como Cargill, Nestlé o Danone. Además, también encontramos fondos de inversión como BlackRock —el mayor del mundo— apoyando a Tyson o JBS o Breakthrough Energy Ventures —presidido por Bill Gates— participando activamente en Impossible Foods y Beyond Meat.
El aterrizaje de las multinacionales alimentarias en este “segmento” no podía hacerse sin la seguridad de haber seducido previamente a la población. Como siempre han hecho empresas tan competitivas entre ellas, no tienen ningún problema para encontrar lugares comunes, como la plataforma EAT, gracias a la cual —con “la ciencia” amaestrada y los inversionistas mencionados— se encargan de transmitir y cabildear a favor de estos nuevos patrones alimentarios.
Repitiendo cual mantras las maravillas de esta dieta vegana para frenar la crisis climática y garantizar la salud eterna, han conseguido imponer un relato que ha calado en la población y en las administraciones. Y lo cierto es que reducir la solución de todos nuestros males a retirar de nuestras dietas la proteína animal no solo es un relato reduccionista, también es incorrecto.
¿Por qué no abordan las diferencias en los modelos productivos de proteína animal, sabiendo como se sabe de la importancia de los herbívoros en el ciclo de los nutrientes, el aprovechamiento que hacen de alimentos que no compiten con la población humana, su papel de fertilizadores de la tierra? ¿Ignoran que una alimentación a base de proteínas de guisantes, soja, maíz o trigo es replicar el mismo modelo de monocultivos responsables de los problemas que dicen quieren solucionar? ¿Por qué no se reconoce la dependencia del petróleo para tanto procesamiento, viajes y plásticos que visten a estos pseudoalimentos?
¿Creíamos que el veganismo era un éxito del trabajo de sensibilización de algunas oenegés? Cárnico o vegano, el capitalismo alimentario de siempre nos aleja de la soberanía que urge recuperar y que solo puede establecerse adaptando nuestra dieta a los ciclos de la abundancia de la tierra que campesinas y campesinos, pastores y pastoras de nuestros territorios correspondientes saben gestionar: en sus huertos y en sus granjas. Lo sencillo es hermoso.
Título original: Capitalismo vegano: multinacionales alimentarias y BlackRock
Edición: TierraViva