El otro gran tema en la Edad Media era el de la usura, más precisamente, la condena al cobro de intereses en los préstamos. Entendible en el contexto de una economía estacionaria, en la cual el deudor típico era un agricultor fundido que pedía prestado para comer. En ausencia de inflación, cero interés quiere decir que te prestaron un kilo de trigo y tenés que devolver otro.
No hay nada más atractivo, y menos útil, que el calificativo de “justo” aplicado tanto a los precios como a los salarios. Atractivo porque, ¿cómo hacer campaña a favor de precios y salarios injustos? Nada útil, porque, ¿quién determina y sobre qué base si un precio o un salario es justo o injusto? Esto se ve patente cuando se compara lo que cuestan una plancha y la entrada a un recital o lo que ganan, en promedio, los médicos, los diputados y algunos deportistas.
Dios quiera, por consiguiente, que el concepto de justicia no se inmiscuya en la determinación de los precios y los salarios, determinación de por sí bien complicada. Los mercados, aún imperfectos, funcionan mucho mejor que los acuerdos entre oferentes y gobiernos.
A propósito de la propuesta de congelar precios, el ministro de Economía acaba de decir que equivale a pisar la manguera. Buena imagen. Hasta ahora, la lucha contra la inflación se basa en decisiones fiscales y monetarias, cuyo efecto se ve con el tiempo. La historia antiinflacionaria de la Argentina muestra que un programa exitoso requiere un gobierno políticamente creíble y un equipo económico idóneo, y hoy nuestro país carece de ambas cosas. Como bien dijo Martín Migoya, titular de Globant, “cuando los funcionarios no saben qué hacer, lo mejor es que no hagan nada”.
Con una tasa de inflación de 6% mensual, la presión por hacer algo es fuerte. Con coraje, Massa y Rubinstein resisten las recomendaciones basadas en meter presos a algunos fabricantes, congelar todos los precios, etc. y, sobre todo, no participar en un estéril debate referido a la justicia o injusticia de los precios y los salarios.
No se trata de negar un problema, sino de buscar soluciones. Julián de Pablo solía decir que a veces el remedio es peor que la enfermedad. No hacía la apología de la ignorancia, sino que –sobre la base de su experiencia– mi papá indicaba que la realidad podría empeorar si quien pretendía modificarla no entendía cuál era el problema o con qué instrumental contaba para cambiarla.