Un día cualquiera de la primavera de 2016, en la cocina de la resistencia ecologista del bosque milenario de Hambach, en Alemania, vi una pegatina con el dibujo de una vaca donde se leía el lema Ich bin keine maschine. “¿Qué significa?” pregunté. “No soy ninguna máquina”, dijo el chico que me guio hasta el bosque. Seguí charlando con ese joven biomédico, encapuchado y sonriente, sobre la concepción cartesiana-antropocéntrica de las vacas como meras máquinas surtidoras de leche –puedo ser muy pesado– y, dada su formación, creí oportuno preguntarle si sería posible crear leche de laboratorio, una máquina de verdad que produjera leche de verdad sin vacas ni cabras explotadas. “Algún día, sí” respondió. “Algo parecido tiene que ser posible”.
Bien, pues ese día ha llegado. Seis años más tarde le he hecho la misma pregunta a varios trabajadores de Perfect Day, la empresa estadounidense que ha conseguido, en parte, emular lo que ocurre en las ubres de una vaca en una de las máquinas a las que me refería:
“Lo primero que hacemos es alimentar a unos microorganismos concretos con copias exactas del ADN de la proteína de la leche de vaca. Luego, en tanques de fermentación parecidos a los de la cerveza, nutrimos la flora de glucosa de origen vegetal hasta que ésta genera proteínas de la leche como lo harían las entrañas de una vaca. En el paso final, se filtra la flora y obtenemos proteína de suero de leche pura, idéntica a la que hay en la leche de vaca pero sin hacer sufrir a un solo animal”.
A diferencia de la carne de laboratorio, a la que le queda recorrido para ser eficiente, sostenible y económicamente viable, según un estudio científico la producción de leche de vaca de laboratorio comparada con su contraparte animal ahorra entre el 91% y el 97% de las emisiones de efecto invernadero, hasta un 60% de electricidad consumida y cerca del 99% de consumo de agua potable.
Y no estamos hablando de estimaciones abstractas de proyectos e ideas que terminan en un cajón. Desde hace unas semanas, en varios supermercados de los Estados Unidos ya hay helados, cremas untables, batidos y otros productos lácteos cuya proteína de la leche ha sido sintetizada. De momento sólo hacen envíos a Estados Unidos, por lo que compré en su web una barrita de chocolate con leche de laboratorio y la mandé a casa de un buen amigo y periodista en Washington DC. “El cacao sería mejorable” me respondió con sorna, “pero sí, sabe exactamente igual que el chocolate con leche de toda la vida”.
“No es que se parezca a la leche; es que son proteínas de la leche” justifica Anne Gerow, jefa de prensa de la empresa. “De hecho, no podemos etiquetarlo como no-lácteo porque la proteína de la leche de vaca es la misma y, por lo tanto, no es apta para las personas intolerantes”.
Las demás organizaciones que compiten en esta carrera científica miran de reojo a ‘Perfect Day’. “Son los más avanzados y los primeros en llevar sus productos al supermercado, así que nos interesa mucho ver qué pasa en temas de legislación y aceptación del consumidor”. Así lo ve Zoltan Toth-Czifra, fundador de ‘Real Deal Milk’, la empresa catalana ubicada en el Parc Científic de Barcelona que aspira a sintetizar caseína y suero de leche para sacar al mercado sus productos lácteos libres de sufrimiento animal. Ambicionan llenar las estanterías de yogures, helados y quesos con los que ni una sola vaca haya sufrido: “A medida que estas alternativas se abran paso en el mercado se conseguirá reducir el maltrato hacia los animales y el enorme impacto climático de la producción de leche” explica Toth-Czifra.
Pero, ¿debemos apostar por la leche de laboratorio?
Hagamos un paréntesis de contexto sobre la revolución proteica, sus estadios y sus aliados. En la carrera –sin duda contrarreloj– para ‘desanimalizar’ la dieta occidental es absolutamente prioritario apostar por un mayor consumo de proteínas de origen vegetal. Las legumbres y los frutos secos, por un lado, y los cereales, hortalizas y frutas de temporada, por el otro, deben recuperar el papel central en nuestros desayunos, comidas y cenas. Hasta aquí la obviedad, el primer estadio de la revolución proteica –prescindir de la carne y los lácteos–. Ahora bien, dicha dieta ya está al alcance de cualquiera y, aunque está en auge, sigue siendo minoritaria pese a ser más sana, más barata y más justa que cualquier otra. Y eso es así, nos pongamos como nos pongamos, porque el occidental medio no está dispuesto a renunciar a su privilegio de especie y no tiene previsto desengancharse de la textura y el sabor de la carne y el queso. Donde esté un chuletón al punto, etc.
Se puede y se debe seguir picando piedra en esta lucha sin renegar de todos los avances técnicos, éticos y ambientales de una parte de la industria alimentaria. Es aquí, en el segundo estadio de la revolución proteica –imitar la carne y los lácteos–, donde entran los compañeros de viaje que nos brinda el sistema económico en el que nos ha tocado vivir. Sin entrar a defender a multinacionales con 18.000 locales donde venden hamburguesas de ternera y alguna opción vegetariana, podemos encontrar empresas nativas de lo ‘plant-based’ que han sabido leer el mercado y cuyo compromiso es, aun con todo, bastante más creíble.
En este sentido, por ejemplo, la catalana Heura y la gallega Calabizo producen lo que en microeconomía se llaman bienes sustitutivos perfectos. Sin pedantería eso significa que por cada kilo vendido de ‘carne vegana’ –soja o calabaza, aceite y especias, por ejemplo– hay un kilo de carne de pollo que no se produce porque el consumidor final prefiere la carne vegana al pollo del súper pero, por desgracia, optaría por la carne barata si la alternativa –sin demagogias– fuera una ración de legumbres de bote.
En resumen, sumar adeptos a la ‘desanimalización’ de la dieta occidental es tan ética y climáticamente urgente que podemos encontrar unos buenos aliados en aquellas empresas de procesados ricos en proteína vegetal, máxime si éstas son víctimas de la furia –y los departamentos legales– de un sector de la ganadería que ve peligrar su infame negocio basado en la explotación y el sufrimiento animal.
El tercer estadio de la revolución proteica –sintetizar la carne y los lácteos–, del que hoy hablamos, nos traslada al escenario de lo que parece ciencia ficción, pero ya es ciencia a secas. A mi generación nos prometieron –o amenazaron– con que en las ciudades habría coches voladores, pero la realidad es que tenemos brotes de sarna cada dos por tres y los teléfonos móviles son cada vez más grandes. Eso sí, nadie anticipó, que yo sepa, que habría una legión de investigadores fabricando proteínas de la leche libres de explotación animal y que en 2021 recaudarían 1.692 millones de dólares para hacer leche de laboratorio, 1.376 millones para carne sintética y 1.933 millones para proteínas vegetales.
Un matiz: una de las empresas europeas mejor situadas en esta carrera es la berlinesa Formo. Javier Romero es su Director de Diseño de Alimentos y nos atiende en un fantástico catalán con el acento alemán de los que emigraron hace ya demasiados años: “Más que sintetizar leche creo que estamos mejorando la fórmula original de la vaca, un animal muy poco eficiente a la hora de producir proteínas. Además, podemos quitarle parte de la grasa e incluso mejorar el aporte proteico. Las oportunidades son infinitas”.
La carrera no ha hecho más que empezar. Para Toth-Czifra aún queda mucho camino por recorrer, pero la financiación está llegando: “El queso tendrá que esperar. Por ahora la investigación se ha centrado, con éxito, en fabricar la proteína del suero de leche de vaca, pero todos estamos teniendo problemas para sintetizar caseína. Sin esta proteína no podemos hacer queso, que será el gran hito”.
Dejaremos para otro día la chapa sobre la subyugación de la ciencia al capitalismo más salvaje –recomiendo echar un vistazo a la divulgación crítica que hace el colectivo ConCiencias– y nos centraremos en el subtexto de lo que intentan empresas como Perfect Day, Real Deal Milk o Formo: una alternativa ética y sostenible para aquellos que bajo ningún concepto renunciarán al queso –y perpetuarían de forma más o menos consciente el sufrimiento que conlleva su producción–.
Y es que no existe una grieta donde quepa la ética en lo que respecta a la producción de lácteos para consumo humano. El embarazo forzoso, la separación madre–hijo, la muerte prematura… nada de esto puede separarse de la miserable vida de un animal explotado, por mucho que a la vaca le pongan baladas de Lou Reed mientras le roban la leche o le dejen pastar unas horas al día.
Llegados a este punto de la revolución proteica parece que la aceptación que tengan las proteínas de origen vegetal y sintético será clave en los próximos años. Conjurémonos pues por un futuro donde prescindamos, imitemos y sinteticemos proteínas de origen animal. Por un futuro donde acabemos de una vez con el sistema de producción violento, ineficiente e injusto con el que llenamos la nevera y destruimos el planeta. Por un futuro donde no se trate a las vacas como máquinas expendedoras de leche. Ich bin keine maschine.