Los cambios acelerados en los que estamos inmersos exigen mayor porosidad entre ciencia y sociedad, entre academia y ciudadanía. La ciencia es un motor indispensable que nos aporta luz para orientar las soluciones, pero el saber, por sí solo, no cambia la inercia de los problemas. Pongamos, por ejemplo, el caso de la emergencia climática. El consenso científico sobre este tema es muy notable, pero para modificar positivamente dinámicas y prácticas que sabemos poco adecuadas necesitamos ir más allá, hasta conseguir las complicidades sociales necesarias que permitan abordar los cambios con éxito. Sabemos que, para ello, se trata no solo de acercar los avances científicos al conjunto de agentes sociales, sino de ir abriendo las propias dinámicas investigadoras para que la ciudadanía se involucre en la propia definición del tema o cuestión a analizar y, por tanto, participe de manera más intensa en la posible solución o mejora de un problema en cuyo análisis se ha visto plenamente implicada.
Ese es el espíritu desde el que la nueva Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación (aprobada en agosto) y la Ley Orgánica del Sistema Universitario (que ha iniciado ese mismo trayecto parlamentario) han incorporado conceptos como Ciencia Abierta y Ciencia Ciudadana. Abrir la ciencia implica hacerla más accesible, más utilizable, abriendo no solo los contenidos, sino también los contextos en los que la investigación y la generación de conocimiento se producen. Es difícil mantener la idea de que el conocimiento es un bien común y, al mismo tiempo, dificultar o establecer barreras que limiten el acceso a ese mismo conocimiento.
Así, por ejemplo, en materia de sostenibilidad sigue habiendo notables discrepancias entre lo que una gran parte de la comunidad científica considera urgente hacer y lo que acaba pudiéndose hacer por razones de todo tipo. Más ciudadanía implicada en la generación de conocimiento para retos comunes solo puede favorecer una mayor conciencia social de dichos retos y una mayor implicación en las soluciones que sugiera el consenso científico una vez realizadas las investigaciones. Asimismo, la implicación de la ciudadanía enriquece, en muchos casos, las perspectivas de los científicos, ofreciéndoles puntos de vista que no siempre son evidentes para ellos. La idea de ciencia ciudadana busca reforzar el protagonismo ciudadano en la propia elaboración del diseño de la investigación para así acrecentar los impactos a conseguir o detectar mejor las carencias en las dinámicas sociales relacionadas con el objeto o cuestión analizada.
Ya en el 2013, la Comisión Europea publicó un Green Paper sobre ciencia ciudadana, entendiéndola como la involucración del público en general en las actividades de investigación científica, contribuyendo así al esfuerzo colectivo generado para avanzar en el conocimiento y participar en la propia experiencia investigadora, co-creando y haciendo avanzar una nueva cultura científica. Parece claro que ese tipo de experiencias contribuyen a la formación y mejora del conocimiento tanto de la ciudadanía involucrada como de los propios investigadores.
Las experiencias en esta línea han ido generándose en distintas partes del mundo, y también en España ha ido construyéndose una comunidad al respecto. Tanto el Ministerio de Ciencia e Innovación como el Ministerio de Universidades seguiremos impulsando la realización de cursos como este, así como con convocatorias de ayudas específicas que fomenten esa perspectiva: por un lado, aumentar el valor social de la investigación y, por el otro, favorecer una mayor presencia y protagonismo ciudadano en los procesos de generación del conocimiento, en momentos especialmente determinantes para el futuro de la humanidad.
Diana Morant es ministra de Ciencia e Innovación
Joan Subirats es ministro de Universidades
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