Así pues, emprendamos la tarea. La inflación subyacente es un indicador de la tendencia o inercia en el crecimiento de los precios de los bienes y servicios que consumimos. Por tanto, su distinción técnica respecto a la métrica de la inflación general radica en que intenta dejar al margen del cómputo a las variaciones de los precios de ciertos bienes y servicios, que pueden resultar más volátiles debido, por ejemplo, a perturbaciones extremas y ajenas a la demanda interna. La energía y los alimentos no elaborados son los componentes de la cesta del consumo que normalmente se pueden ver más expuestos a este tipo de situaciones, por ejemplo, cuando estallan conflictos geopolíticos en los que se ven involucrados países productores, o cuando acontecen adversidades climáticas. De aquí que las métricas más extendidas de inflación subyacente se basen en el método de exclusión directa de estos dos grupos de bienes y servicios. Más allá de la diferencia en su cómputo, la importancia de la inflación subyacente respecto a la inflación general radica en cómo precisamente ésta incide en las condiciones de vida de los consumidores de una forma más permanente y generalizada. En particular, su evolución está ligada tanto a las condiciones reales y actuales de la economía doméstica como a las expectativas que nos formamos sobre el futuro, y aunque estas se encuentran relativamente ancladas en el medio plazo, existen importantes rigideces en el corto plazo. En pocas palabras, parte de los precios que han subido de forma extraordinaria en los últimos meses se desacelerarán hasta acercarse a tasas de inflación algo más razonables, pero difícilmente caerán, sobre todo los subyacentes. En el momento actual, esto implica que, en media, los consumidores españoles hemos de dar prácticamente por perdido un 6,1% del poder adquisitivo que hasta hace un año teníamos. En otras palabras, y abusando un poco del lenguaje, sería equivalente a haber perdido en términos reales 6,1 euros de cada 100 euros que percibíamos en concepto de salarios, pensiones o rentas. Asimismo, habría que asumir que los ahorros, y el resto de los componentes de la riqueza, se habrían depreciado en magnitud similar debido a esta inflación subyacente.
Los consumidores españoles hemos de dar prácticamente por perdido un 6,1% del poder adquisitivo que hasta hace un año teníamos.
Adicionalmente, hay que señalar que los efectos de mantener una elevada inflación subyacente van más allá de la pérdida inmediata y poco reversible de poder adquisitivo para los consumidores. Aunque existen ciertos matices, puede aseverarse que uno de los focos de la política monetaria moderna sigue siendo la estabilidad de la inflación en torno a ciertos umbrales. Estos, aunque suelen estar referenciados en términos de la inflación general, se definen en horizontes temporales de medio o de largo plazo y, por tanto, implícitamente atañen a la evolución del componente tendencial que, como se explicaba anteriormente, suele medirse través de la inflación subyacente. En el caso de la Unión Económica y Monetaria (UEM) recientemente se adoptó el objetivo de inflación del 2% a medio plazo, de carácter simétrico, en el sentido de que las desviaciones positivas o negativas respecto al objetivo se consideran indeseables y precisan cambios en la política monetaria. Así, la elevada inflación en Europa no sólo ha dado lugar a la retirada progresiva de los estímulos extraordinarios,–tales como la compra de deuda pública de los estados miembros–, sino también al aumento de los tipos de interés. Estos cambios en el tono de la política monetaria previsiblemente harán que la demanda se desacelere y la inflación vuelva a acercarse al objetivo de medio plazo, pero en el camino elevarán la carga financiera de los hogares y las empresas y, por tanto, su capacidad de consumo e inversión.