El mayor fracaso de las sociedades es que haya personas que ni siquiera tengan para comer. Pero la responsabilidad no es igual para todos, sino particularmente recae en los grupos de poder económico y político que durante muchísimos años han implementado un modelo económico y una administración pública ad hoc para garantizar sus privilegios en detrimento de los derechos de las grandes mayorías, sin importar que con ello haya personas que incluso tengan que pasar hambre.
Recientemente en el informe sobre el estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, elaborado por diversas agencias de Naciones Unidas, se indicaba que entre 2019 y 2021, el 46.5 % de la población salvadoreña, el 49.9 % de la hondureña y el 55.9 % de la guatemalteca había sufrido inseguridad alimentaria. En otras palabras, 1 de cada 2 personas en estos países ¡no comieron lo suficiente o incluso no comieron nada!
Estos datos deberían ser un escándalo, deberían de ser el principal tema de los debates en los diversos espacios, especialmente políticos. Y, sobre todo, se debería estar poniendo todo el aparato público a resolver la grave situación. Sin embargo, no es así. Parece que es una cuestión normal que, en pleno 2022, haya personas que no tengan de comer, con que no seamos nosotros, basta y sobra.
Ningún país que pueda aspirar a vivir en una sociedad desarrollada y democrática lo puede hacer con cimientos de hambre, porque esta no es una cuestión “natural”, sino es el resultado de decisiones políticas y económicas que han provocado esta situación. Lo peor es que esta situación lejos de mejorar podría empeorar.
Como resultado, principalmente, del conflicto entre Rusia y Ucrania, el no haber controlado totalmente la pandemia, así como la incertidumbre que reina en el mundo ha provocado que la mayor parte de países estén sufriendo altas tasas de inflación. Sin embargo, al revisar con más detenimiento se puede apreciar que son los alimentos los que están más caros. Esto implica que si una familia no ha aumentado sus ingresos tendrá que consumir menos alimentos o alimentos de menor calidad. Lo cual a su vez se traduce en un aumento de la pobreza, pero también del hambre.
Porque la inflación no se vive por igual. Si una persona tiene ingresos mensuales de $1,000, un aumento de precios no es más que un dato anecdótico. Pero para una persona que vive con $1 al día, un aumento de precios implica hacer malabares para sobrevivir e, infortunadamente, comer todavía menos.
Actualmente, como consecuencia de la situación económica que se vive, la mayor parte de los países de la región ha optado por establecer subsidios a los combustibles, con lo cual buscan que la inflación no sea alta, considerando que el precio de éstos es clave en la economía, al aumentar los costos de producción, comercialización y almacenamiento. Empero, este tipo de medidas no protegen a las personas que en estos momentos más lo necesitan.
Pongo un ejemplo. Si alguien tiene un Ferrari, cada vez que va a la gasolinera se beneficia de la medida porque una parte de la gasolina que consume es subsidiada con recursos públicos (que, dicho sea de paso, en los países de la región dada la forma como se cobran los impuestos terminan afectando más a las personas más pobres). Pero pensemos en una mujer del área rural que trabaja en una finca de café, que no tiene ni de cerca automóvil ni tampoco usa transporte público, pues ella no está siendo beneficiada. No obstante, cada vez que va al mercado, a la tienda o al supermercado sí que le impacta directamente el aumento de los precios.
En ese sentido, los Estados tienen que replantearse el tipo de medidas que se están poniendo en marcha. Por ejemplo, uno de los aspectos en los que se debe avanzar es en el establecimiento de un ingreso básico garantizado que cuanto menos permita que nadie padezca hambre. También se debe avanzar de una vez por todas con medidas que permitan transformar el aparato productivo de los países a través de mayores recursos para innovación, desarrollo e investigación; así como el impulso de políticas que garanticen la soberanía alimentaria.
Por supuesto, para poder financiar esto sería necesario la eliminación de privilegios fiscales injustificados, así como la lucha frontal contra cualquier delito fiscal. Pero también es fundamental que la factura de la crisis a través de los impuestos no recaiga principalmente sobre las personas más pobres. En España, con un gobierno más progresista se está avanzando en un impuesto sobre las ganancias de los bancos y en Inglaterra, un gobierno más conservador, en un impuesto a las ganancias de las gasolineras.
Este tipo de debates parece que están muy lejos de nosotros. Pero no se puede continuar siendo indiferentes frente al hambre. Sí es posible vivir en sociedades donde a nadie le falte comida en la mesa, pero para eso es indispensable una política fiscal que apunte a ello.