Las novelas 1984 y Un mundo feliz predijeron diferentes aspectos de un futuro. La “homogeneización” de la música y de las relaciones humanas fueron algunos de esos puntos. Rebelarse tiene sus costos. La aceptación, también.
Si se le preguntara a un público lector cuáles son las dos distopías que más recuerda, es probable que responda 1984, de George Orwell y Un mundo feliz de Aldous Huxley. Publicadas en 1949 y en 1932 respectivamente, ambas imaginaron un futuro desesperanzado, con distintas formas de control social para preservar las ideologías dominantes.
En 1984 esa forma de control estaba basada en la hipervigilancia del ‘Gran Hermano’ y en los conflictos bélicos ficticios, combinados con la neolengua (la simplificación del lenguaje a una mínima expresión), el crimental (el hecho de ni siquiera poder pensar en determinadas cuestiones sin tener una condena) y “el agujero de la memoria”, aquel donde se arrojaban los periódicos y antiguos archivos para que nada se recuerde.
Sin la oscuridad o el clima opresor planteado en el universo de Orwell, muchos de sus preceptos parecen haberse cumplido. Estamos hipervigilados desde que portamos celulares que permiten geolocalizarnos, además de los algoritmos que detectan cuando hablamos de un sofá por WhatsApp para mostrarnos en Instagram publicidades de alguna casa de muebles.
La neolengua podría compararse con el lenguaje simplificado de los emojis. El crimental, con la cultura de la cancelación y hasta con el impedimento de reírse de determinados temas ya no en la esfera pública sino también en la privada (sabemos que los límites entre ambas están cada vez menos delineados, por más que las tecnologías que utilizamos como ‘vidrieras’ nos ofrezcan herramientas para ‘customizar’ lo que mostramos y preservamos). Y vale aclarar que las cancelaciones no se practican solo a las personas que cometieron actos delictivos, sino a muchos que opinan por fuera de la corrección política o incluso se da por parte de los clubes de fans de las figuras del momento.
Si bien una de las frases popularizadas en estos tiempos es “nadie resiste a un archivo”, el ‘agujero de la memoria’ también está presente, pero su mecanismo de acción es diferente al de Orwell: hoy no se eliminan los contenidos del pasado sino que más bien se los asfixia con otros contenidos generados a una velocidad que supera nuestra capacidad de atención. Así la memoria pierde frente a la acumulación de contenidos en múltiples plataformas que se apilan hasta anularse (o más bien, banalizarse). Después de todo, cuando alguien es cancelado, lo que se le sugiere es “sentarse y esperar”, dos desafíos difíciles en este mundo vertiginoso, pero conceptualmente quieto (porque la necesidad de ‘llenar espacios’, de mantenerse vigente para no ser alcanzado por el agujero de la memoria lleva a la generación continua de contenido sin tiempo para reflexionar sobre qué sería, en verdad, transformador).
Pero volvamos a los ‘cancelados’ que deben sentarse a esperar al próximo escándalo, polémica o cualquier otro evento que llame a la indignación desde la computadora (¿parecidos tal vez a los conflictos bélicos inventados que redactó Orwell, esos mismos que nos mantenían a raya y expectantes?).
Huxley, en 1932, la dio aún más en la tecla, ya que en su novela Un mundo feliz, las formas de estandarización de conductas y de pensamiento adoptaban formas estéticas, modelos de éxito deseados. Esta distopía anticipó desde la tecnología reproductiva (los humanos nacían en botellas) hasta el manejo de las emociones por medio de drogas (en este caso, una única llamada soma), pero el universo aquí representado bien podría haber sido una utopía: la humanidad se ordena en castas que nadie cuestiona, la sociedad es saludable, sexualmente libre y goza de importantes avances tecnológicos. A diferencia del panorama planteado por Orwell, en Un mundo feliz la guerra y la pobreza fueron erradicadas y todos los habitantes estaban permanentemente contentos. Sin embargo, para alcanzar esta meta, hubo que eliminar muchas cosas: la familia, la diversidad cultural, la literatura, la religión, la ciencia, la filosofía y hasta el amor.
Los amantes de la ciencia ficción recordarán bajo esta misma premisa el cuento de Ursula K. Le Guin “Los que se van de Omelas” en el que la autora se propone el desafío de narrar una sociedad de avanzada, un comienzo que desde el pacto tácito entre el escritor de narrativa y el lector podría juzgarse hasta de aburrido o pesado. Pero todo toma un sentido en el punto de giro en que Le Guin cuenta cuál es el costo de todos esos avances y la explicación de esa población en apariencia sin conflictos se entiende por contraste hasta volverse fascinante.
Pero detengámonos en uno de los costos de Un mundo feliz, precisamente el de la diversidad cultural y el arte. En la novela, la música parecía estar generada con voces no humanas y su fin era acompañar y amenizar momentos, incluso con letras del estilo “el cielo es azul dentro de ti / y siempre reina el buen ritmo”. Poco importaba la singularidad o el arte sí mismo. Algo que nos puede sonar extraño hasta que recordamos al Auto-Tune, un procesador de audio para enmascarar inexactitudes y errores que le permite a muchísimos intérpretes tener una afinación mucho más precisa en sus grabaciones, pero que también es utilizado para emitir efectos que distorsionan la voz, al punto de hacerla sonar robótica.
Quizá la primera artista en emplear el “efecto Auto-Tune” fue Cher con su tema “Believe”, que fue editado en 1998. Hoy, lo que ella inauguró se repite en todos los géneros y está muy en boga dentro de las canciones urbanas. Todas las grabaciones pueden presumir de una afinación precisa y en menor o mayor medida, de ciertos tintes que resignan humanidad para aportar tecnología, algo que también nos recuerda a las melodías que cita Huxley.