CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En días pasados se publicó el reporte El Estado de la Seguridad Alimentaria y la Nutrición en el Mundo 2021, de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, mejor conocida como FAO, y entre los muchos datos que arroja hay uno escalofriante: en pleno 2020 entre 720 y 811 millones de personas padecieron hambre en el mundo; es decir, poco más de 10% de la población mundial no tuvo acceso a alimentos básicos en su dieta diaria.
Son varios y diferentes los factores que generan tal tragedia pero, antes de ir a ellos y a los datos, conviene no perder de vista lo central de esto: estamos hablando de que, con todos los conocimientos, avances y recursos disponibles en el mundo, seguimos limitando de la actividad básica y mínima de supervivencia humana a un importante grupo de seres humanos: llevar alimento al estómago para todas y todos en este planeta.
De los muchos y muy complejos problemas que tenemos como humanidad, y aun con los siglos (literal) de discusión sobre el tema de la escasez de alimentos, no hemos sido capaces de construir un mundo donde el acceso garantizado a la comida deje de ser un problema. Y no es un problema de disposición de alimentos, sino de concentración de poder y de avaricia empresarial.
En ocasiones volteamos a ver otros temas que nos asaltan y preocupan, y que a las corporaciones les interesa posicionar, pero con increíble frecuencia dejamos de lado lo más elemental y básico, como el acceso a la alimentación que nos permita vivir, individual y socialmente.
Podemos comenzar por los problemas que sobre este tema trajo la pandemia del covid: la pérdida de ingresos, sobre todo entre quienes tienen trabajos informales y precarios, afectó más a quienes tienen menos, dificultando el acceso de muchas personas a alimentos básicos y de calidad.
Las complicaciones económicas que el virus generó también han venido generando problemas de inflación en los precios de los alimentos al consumidor, lo que también afectó de manera desigual a las sociedades, con un efecto más devastador para quienes se ubican en las capas bajas de ingreso.
También sabemos, gracias al reporte mencionado, que 70% de los países de ingresos medios y bajos se ven afectados por el cambio climático o conflictos sociales en general, donde la migración o los desplazamientos generan golpes severos a la economía personal y familiar.
En ese sentido, del reporte se destaca que 41% de los países (38 de 93 analizados) presenta también un alto grado de desigualdad de ingresos en su interior, lo cual agrava las condiciones de acceso en los sistemas alimentarios de los países para todos sus habitantes.
El paradigma actual de la producción y distribución de alimentos requiere de una profunda transformación que elimine el acaparamiento de unos cuantos corporativos trasnacionales y que permita un acceso justo y de calidad a los productos del sistema agroalimentario mundial a las mayorías más necesitadas y tradicionalmente excluidas de los alimentos nutritivos.
La seguridad alimentaria global no es sólo un asunto de precios, índices y mercados. Se trata de un aspecto clave para la soberanía de las naciones y, por ello, se trata de un aspecto central de los derechos humanos.
Un análisis reciente del Banco Mundial (abril de 2022) indica que el crecimiento económico impulsado por la agricultura, la reducción de la pobreza y la seguridad alimentaria se encuentran en riesgo: múltiples conmociones –desde alteraciones relacionadas con el covid-19 hasta fenómenos meteorológicos extremos, plagas y conflictos– están afectando los sistemas alimentarios, y generan un aumento de los precios de los alimentos y del hambre.
También se señala en esos análisis que los riesgos asociados con las dietas deficitarias son la principal causa de muerte en todo el mundo. Millones de personas no comen lo suficiente o consumen alimentos inadecuados, una doble carga de malnutrición que conduce a enfermedades y crisis sanitarias.
Vivimos en paradojas que parecen irreales: mientras un tercio de los alimentos producidos en el mundo se pierde o se desperdicia, hay estimaciones de que 3 mil millones de personas en el mundo no pueden costear una dieta mínima saludable.
¿Qué rol juegan las industrias y las corporaciones globales para que todo esto suceda sin que existan consecuencias? ¿Cuáles son las responsabilidades que empresas y Estados tienen en las regulaciones que permiten este tipo de sinsentidos?
El campo y la actividad agropecuaria, lo hemos dicho ya en otras entregas para este espacio, sufre desde hace décadas el olvido estatal y la concentración amoral del capital transnacional.
No sólo el agro es un sector donde los derechos laborales de las trabajadoras son de los más esclavizantes y deshumanizados, y donde cotidianamente se violan los derechos humanos, sino que esta falta de responsabilidad gubernamental y rendición de cuentas empresarial genera hambre y escasez alimentaria.
Hace tiempo el escritor Martín Caparrós (El Hambre, 2015) lo ponía en otra perspectiva: “Si usted se toma el trabajo de leer este libro, si usted se entusiasma y lo lee en –digamos– ocho horas, en ese lapso se habrán muerto de hambre unas 8 mil personas: son muchas 8 mil personas. Si usted no se toma ese trabajo, esas personas se habrán muerto igual, pero usted tendrá la suerte de no haberse enterado. O sea que, probablemente, usted prefiera no leer este libro. Quizás yo haría lo mismo. Es mejor, en general, no saber quiénes son ni cómo ni por qué. Pero usted sí leyó este breve párrafo en medio minuto; sepa que en ese tiempo sólo se murieron de hambre entre ocho y 10 personas en el mundo… y respire aliviado”.
Con todos los conocimientos y avances tecnológicos en el mundo, diagnosticar la desigualdad alimentaria sin avanzar con planes concretos para erradicarla es un ejercicio fútil y absurdo. La hambruna que se vislumbra es remediable y las empresas y los Estados tienen una responsabilidad impostergable que asumir.
Nos va la vida en ello, literalmente.
*Directora ejecutiva de Prodesc