Ante la inevitable pregunta, “¿algo de postre?”, y aunque haya que aflojarse el cinturón tras la comida, el hechizo de una tarta o un dulce es irresistible. El porqué de que muchas personas, aun estando llenas, siguen teniendo avidez por tartas, pasteles o helados fascina a endocrinólogos y nutricionistas hasta el punto de que una publicación satírica en CMAJ, la revista de la Asociación Médica Canadiense, describió en 2006 “la presencia de una bolsa de postre accesoria del estómago” con la forma triangular de un trozo de tarta. Chascarrillos científicos aparte, esa atracción tiene más que ver con entender la gran complejidad de los sistemas neuroendocrinos de regulación del apetito y la saciedad, esos que permiten ingerir en forma de alimentos la cantidad de energía necesaria para funcionar, sin pasarse ni almacenar su exceso en cartucheras y perímetro abdominal. La pandemia de obesidad que afecta al planeta demuestra que se trata de un tema que está lejos de ser bien entendido.
Aunque algunas personas son más golosas que otras, existe un conjunto de razones por las que a muchas el cuerpo nos pide postre tras una comida copiosa. Como explica Pablo Suárez Llanos, endocrinólogo de la unidad de nutrición clínica y dietética del Hospital Universitario Nuestra Señora de Candelaria de Tenerife, la interacción entre nuestro sistema endocrino y el sistema nervioso central para regular el hambre que tenemos es intrincada. Destacan, para empezar, dos hormonas con funciones opuestas: la leptina (del griego leptos, delgado), considerada la hormona de la saciedad, y la grelina, considerada la del hambre. La leptina regula el equilibrio energético a largo plazo y promueve que mantengamos nuestro peso habitual. Es secretada por nuestras células de grasa cuando detectan que tenemos depósitos suficientes, informando al cerebro para suprimir el apetito y que dejemos de comer. Pero sus niveles no varían con una ingesta aislada, ni tienen una acción inmediata. “Necesita estímulos continuados en el tiempo para modificarse. Tiene más que ver con conductas alimentarias y con la cantidad de grasa que cada uno tiene”, señala López Llanos, que forma parte del comité gestor del área de nutrición de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición (SEEN).
Por otro lado, “la hormona más relacionada con el hambre es la grelina”, indica este especialista. Producida por la mucosa que recubre el estómago, ejerce, a diferencia de la anterior, una acción rápida que induce el apetito en los centros neuronales de la saciedad y el hambre del hipotálamo e interviene en la iniciación de las comidas. El factor fundamental para que se libere en sangre es el vaciamiento gástrico. “Cuando el estómago está más vacío, la sensación de agujero en el estómago hace que se sintetice y la persona sienta hambre. Parece que puede haber picos a las 8, a las 12 y a las 20 horas y que por eso también queramos comer hacia esos momentos del día”, relata Suárez Llanos. Una reciente revisión biomédica publicada en Pharmacological Research, evaluaba sus complejas interacciones con nuestros sistemas fisiológicos de regulación del placer, como el de la dopamina y otros mediadores cannabinoides u opioides endógenos, y el estrés, como las hormonas suprarrenales y el cortisol. Esta última relación es la que nos lleva a pensar “me merezco este pastel”, tras situaciones estresantes o episodios de ansiedad.
“La grelina favorece la ingesta, el almacenamiento de las grasas, la disminución del metabolismo basal, el ahorro energético y que tengamos avidez por alimentos altos en calorías o en azúcares”, agrega Guadalupe Sabio, profesora e investigadora del Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC), apuntando a otra de las claves de nuestro insaciable espacio para la repostería. “Hay otros receptores que se estimulan por comidas ricas en azúcares y grasas. El sistema es mucho más complejo que una simple hormona que hace on-off. Evidentemente, a cada uno nos gusta un tipo de alimentación y eso va a estimular receptores de recompensa en nuestro cerebro”, añade esta especialista en obesidad. En efecto, los alimentos ricos en azúcares y grasas encienden nuestros centros de placer en el cerebro, en especial si se combinan en alimentos procesados —como muchos postres—, hasta el punto de que algunos científicos los consideran capaces de generar una auténtica “adicción a la comida”, como señalaban en 2015 tres investigadoras en PLOS One.
Esta avidez por alimentos con alto contenido energético tiene también una justificación evolutiva como mecanismo de supervivencia: estamos diseñados para sobrevivir en el contexto de escasez de la sabana africana, no en la abundancia de las sociedades ricas contemporáneas. “Evolutivamente estamos hechos para que nos encante el dulce, incluso más que la grasa,” considera Sabio. Tanto, que ya no basta con el dulzor de los productos naturales. “Nos gustaba la fruta originalmente porque tiene azúcar, pero, conforme hemos ido evolucionando, hemos ido dándole más intensidad a ese sabor. Ahora a un niño le preguntas si una manzana está dulce y te dice que no”.
“Siempre me gusta decir que no hay nada nuevo en la ciencia”, confiesa a EL PAÍS por videoconferencia Barbara J. Rolls, catedrática de ciencias de la nutrición en la Facultad de Salud y Desarrollo Humano de la Universidad Estatal de Pensilvania (HHD) y directora de su Laboratorio para el Estudio del Comportamiento de la Ingesta Humana. Lo hace citando el proverbio británico “una nueva carne engendra un nuevo apetito” que ejemplifica las investigaciones que lleva desarrollando desde los 80 sobre la denominada saciedad sensorial específica (del inglés, sensory specific satiety). Se trata de un término acuñado por el fisiólogo francés Jacques Le Magnen —quien lo describió por primera vez en ratas en 1956, y que esta investigadora detalló en humanos en 1981— para definir la disminución del placer que nos produce cualquier alimento a medida que lo comemos, pero que no impide que otro diferente que llegue después a la mesa sea apetecible. “Te disgusta más la comida que has comido que la que no has comido”, resume la también autora de varios libros sobre la ciencia de la saciedad.
En 1984, Rolls publicó en Appetite un estudio titulado “cambios en el placer e ingesta de alimentos en una comida variada de cuatro platos” en el que demostraba que la saciedad puede ser específica para cada alimento comido: quienes recibieron cuatro platos diferentes consumieron alrededor de un 60% más de calorías que el grupo que recibió cuatro platos idénticos porque los primeros comieron más. “Si tienes opciones, a medida que un alimento empieza a saber menos bien debido a esta variación, cambiarás a otros”, relata Rolls. Por eso comemos más patatas fritas si nos las ofrecen primero con kétchup y luego con mayonesa, como describieron otros investigadores en Physiology & Behavior, o los niños comen más verduras cuando se les sirven varios tipos juntos, como demostró Rolls en The American Journal of Clinical Nutrition. Así, los primeros bocados de un plato delicioso siempre nos van a gratificar más que los últimos. Y no solo hacemos hueco para el postre, también para el segundo plato cuando estamos aburridos del primero. El postre, además de un nuevo estímulo, es dulce, lo que lo hace aún más apetecible. Es más, comeríamos más helado si nos dieran dos sabores que uno solo, precisa Rolls. Todo ello se debe a que una dieta saludable debe ser variada y nuestro cerebro ha evolucionado durante milenios para recompensar esa disparidad, proporcionándonos placer con los cambios en sabor, presentación, olor, textura y otras cualidades alimentarias. “Somos omnívoros”, recuerda Rolls: buscamos comer variado para garantizar una diversidad de nutrientes necesarios. La contrapartida es que no ha tenido tiempo para adaptarse a los estímulos de miles de productos malsanos que llenan desde hace unas décadas las estanterías de los supermercados.
¿Cómo evitamos, entonces, caer en la tentación? Entendiendo estos mecanismos y que los ambientes de socialización o la amplia disponibilidad de alimentos, como ocurre en los buffet libres, también nos empujan a comer más. Como la sensación de plenitud desde que empezamos a comer puede tardar unos 20 minutos, también tiene sentido comer más despacio y tomarnos un tiempo antes de decidir si de verdad necesitamos la tarta, si optamos por algo más saludable o si no queremos nada. En última instancia, siempre podemos compartir postres o pedir porciones reducidas. Sabio apunta a la educación temprana en hábitos saludables, sin olvidar que todo nuestro entorno, la publicidad y un sinfín de estímulos nos empujan a comer productos más sabrosos e insanos. “La solución es acostumbrarnos desde pequeños a que el dulce lo tenemos que conseguir de la fruta y a que, solo en determinadas ocasiones, tomemos un postre con mucho azúcar. Es como la sal, cuanta más tomas, más necesitas”, concluye la experta. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
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