Texto: Nicolás Cassese // Fotos: Aníbal Greco // Enviados especiales
26 de junio de 2022
RÍO GRANDE, Tierra del Fuego.- Apenas un algoritmo, un conjunto de reglas que permiten solucionar un problema, pergeñado por alguien que se hace llamar Satoshi Nakamoto, sostiene una moneda que evita esos sucios billetes, máximo símbolo del pasado opresor de gobiernos y bancos. Así se autopercibe el universo anarco-libertario detrás de las criptomonedas. Un mundo de almas puras y digitales, sin el pecado original que nace con la materia.
Sin embargo, acá, en el último confín del planeta colonizado por el hombre, territorio de naufragios y exploradores, las criptomonedas son algo bien concreto y tangible. Son 1800 máquinas trabajando sin descanso en un galpón de 2700 m2 en las afueras de la estepa industrial y desangelada de Río Grande. También son una versión más humilde del mismo negocio: 20 máquinas viejas y zumbadoras, arrumbadas en un garaje plagado de descartes de autos de rally, uno de los deportes con que los locales afrontan el tedio invernal.
Y son, por último y según el gobierno provincial, los culpables de la falta de energía que obstruye el crecimiento de esta provincia. Como los castores, las criptomonedas, dicen sus detractores, se expandieron demasiado en Tierra del Fuego. Un triple beneficio –clima frío, ley de promoción industrial y energía subsidiada– amparó su desarrollo. ¿Habrá llegado la hora de regularlas?
Además de un grave problema local, las tensiones que enfrenta el ecosistema en Tierra del Fuego –convertida en una insólita capital del minado de criptomonedas– son una muestra exagerada de los límites con los que se está topando el esquema de las nuevas monedas en todo el mundo.
Secreto
“El secreto es enfriar las máquinas”, revela Miguel Camaño, un porteño de 63 años que hace cuatro décadas dejó Pompeya y se instaló en Río Grande para trabajar en la entonces naciente industria de los electrodomésticos. Hoy es el gerente de planta de Cryptopatagonia, una de las dos empresas grandes que mutaron parte de su perfil. El mismo galpón que hasta hace cuatro años confeccionaba –o ensamblaba, según los críticos de la industria– electrodomésticos para Athuel, la empresa de la familia Liberman, hoy está ocupado por las máquinas que producen criptomonedas. Minar criptos, como se dice en la jerga, es poner la capacidad de procesamiento de computadoras a resolver un algoritmo cuya recompensa es una criptomoneda, o una parte de ella. La inversión para montar el negocio fue, de acuerdo con las cifras de Leandro Liberman, socio de Cryptopatagonia, de 10 millones de dólares.
Tierra del Fuego, la más inhóspita y aislada de las provincias argentinas –para venir por tierra hay que cruzar a Chile antes de reingresar al territorio argentino–, sumó una nueva actividad a su perfil productivo. Junto al turismo de naturaleza y el armado de electrodomésticos y celulares, ahora vive un boom de minado de criptomonedas. Incluso en momentos como el actual, en que se derrumba el precio de las criptos, la actividad prospera y suma nuevos jugadores. Bitpatagonia, instalada en dos plantas, una en Río Grande y otra en Ushuaia, donde Newsan, la empresa de Rubén Cherñajovsky, armaba celulares, es la segunda de las empresas grandes que se dedican al tema en la provincia.
La industria es opaca, poco proclive a mostrar sus números y sus instalaciones, salvo cuando tienen un anuncio para difundir. El recorrido por las instalaciones de Cryptopatagonia que realizó LA NACION es una excepción a la regla. Incluso es difícil averiguar cuántas empresas del rubro hay en la Argentina.
La otra noticia del sector es que Bitfarm, un gigante de la industria fundado por dos argentinos, con ocho granjas de criptomonedas en América del Norte y una en Paraguay, está montando una operación en Río Cuarto, Córdoba, que planea tener lista antes de fin de año. Pero no se conoce mucho más. “A veces siento que somos narcotraficantes”, se sincera un empresario del rubro.
También hay muchos privados que instalan sus equipos en el lavadero de su casa o en oficinas vacantes. En Río Grande hay decenas de pequeñas de pymes y particulares que montaron sus operaciones de minado en los espacios más inverosímiles. Desde baños químicos hasta viviendas sin terminar y garajes atiborrados, cualquier recoveco sirve para conectar las máquinas milagrosas, que generan riqueza y demandan nada más, y nada menos, que energía.
Dilema. Una provincia con carencias energéticas
Triple beneficio
La razón detrás de este auge es el triple beneficio que otorga la provincia. Uno es natural y estable: el frío, que hace más eficiente el rendimiento de las máquinas. Los otros dos son decisión de los políticos y pueden modificarse: la ley de promoción industrial, que recorta los gastos de las empresas que se instalan en la zona, y el subsidio a la tarifa de energía.
Estas dos últimas ventajas están en la mira. Las operaciones de minado de criptomonedas se volvieron demasiado exitosas y consumen el 20% de toda la energía de la que dispone una provincia con enormes problemas de abastecimiento de electricidad.
Las tres usinas que producen energía utilizando gas en Tierra del Fuego son viejas, casi obsoletas, y no están conectadas entre sí, ni al sistema nacional. Río Grande y Ushuaia, las principales ciudades de esta isla poblada por apenas unos 150.000 valientes que se le animan al frío, solo pueden consumir la energía que generan sus usinas. Y la demanda de los mineros de criptos está restringiendo las posibilidades de crecimiento de barrios nuevos y otras industrias.
La ley de promoción industrial es la que está más cuestionada en su aplicación a la minería de criptos. Sancionada en 1972, establece beneficios impositivos y arancelarios para fomentar la radicación de industrias de tecnología y pobladores en Tierra del Fuego, un territorio que en ese momento estaba en disputa con Chile.
El problema es que, 50 años después, sus costos en pérdida de recaudación de impuestos y, sobre todo, en mayores precios en los productos electrónicos para los consumidores argentinos a causa de la restricción de importaciones generan sospechas. La duda es si el beneficio de la ley es para la provincia y el desarrollo de la industria, o para los empresarios que montan sus fábricas cobijados por la protección.
Durante el gobierno de Mauricio Macri hubo algunos amagues tibios para cuestionar el régimen de promoción industrial. Pero la propia coalición opositora tiene posiciones encontradas. En mayo de este año, María Eugenia Vidal viajó a la provincia y subió a sus redes una foto con el uniforme de Migor, una de las empresas beneficiadas por la ley. Migor fue fundada por Nicolás Caputo, íntimo amigo de Macri. Entre el oficialismo, en cambio, no hubo gestos ni declaraciones relevantes para cuestionar los beneficios.
En el gobierno provincial sí están de acuerdo en que no tiene sentido que el minado de criptomonedas opere con energía subsidiada mientras hay faltante para el resto de las actividades. La provincia acaba de multiplicar por más de diez la tarifa de luz que pagan las mineras. El kilowatt por hora (kWh) pasó de $0,8 a $11.
“La minería se está llevando mucha energía y hay que cuidarla”, dice Moisés Solorza, el secretario de Energía de Tierra del Fuego. Su posición es que no hay que prohibir la minería de criptos –como ya ocurrió en China–, pero sí regularla. “El Estado no tiene por qué subsidiarlos. Si no les gusta la tarifa nueva, que generen su propia energía”, lanza. Cryptopatagonia avanza en un plan en ese sentido: tiene un proyecto para producir su propia energía con turbinas alimentadas a gas.
Muestra en miniatura
Tierra del Fuego es una muestra en miniatura de los problemas que afrontan las criptos en el mundo. Según un estudio de la Universidad de Cambridge, el minado de bitcoin, la más popular de las criptos, consume la misma energía que toda la Argentina. Hay otras criptomonedas menos demandantes, pero su escala y penetración no se compara con la de bitcoin. Semejante voracidad energética dispara dos preguntas obvias. La primera es por qué bitcoin consume tanto y la segunda es si ese consumo está justificado. Para responder a estas preguntas hay que adentrarse en el complejo sistema que sostiene su funcionamiento.
Al carecer de una institución que garantice las transacciones –un gobierno o un banco– el entramado de bitcoin se respalda en un sistema descentralizado en el que computadoras conectadas a la red en distintas partes del mundo certifican la validez de un intercambio. Como recompensa, los dueños de esas computadoras (los mineros) reciben pagos en bitcoins, o en partes de bitcoins.
Para mantener el valor de la moneda, se estableció un límite de cuántos bitcoins se emitirán: 21 millones. Al convertirse en un bien escaso, los mineros compiten resolviendo algoritmos para ver quién valida las transacciones y se queda con el bitcoin de premio. Los problemas a resolver se vuelven más complejos a medida que se suman nuevos competidores a la red, por lo que las computadoras deben aumentar su capacidad de procesamiento. La consecuencia de este proceso es una demanda cada vez más alta de energía, que es el insumo con el que funcionan las máquinas.
“El lobby ecologista contra bitcoin va a crecer”, concede Santiago Siri. El argumento de los bitcoineros, dice el emprendedor digital, es que semejante nivel de consumo de energía es el costo que tienen que pagar para defenderse contra los ataques de Estados, bancos u otros enemigos del nuevo orden que suponen las criptomonedas: el precio de la libertad. “Creo que hay parte de verdad en esa argumentación”, sostiene Siri. Los críticos, en cambio, dicen que es puro desperdicio. Una carrera armamentista sin otra justificación que hacerse del valor generado por un bien escaso.
Otro argumento para la defensa del bitcoin es que fomenta el desarrollo de energías renovables, pero los subsidios de Tierra del Fuego, incluso luego del aumento de la tarifa, distorsionan los incentivos y fomentan el consumo de energía tradicional.
Aumento
“El aumento de tarifas nos pegó para el orto”, dispara uno de los jugadores grandes del minado de criptos que, como muchos de sus colegas, no quiere divulgar su nombre y acusa al gobierno de la provincia de no regular a los privados. “En Tierra del Fuego están todos minando. En garajes, departamentos, villas. El problema son ellos, no nosotros”, lanza.
La acusación apunta de manera directa a Paulino Rossi, el gran impulsor de las pequeñas granjas de minado de la provincia. Exfuncionario, abogado, contador, dueño de una agencia de autos y conocedor de todo lo que pasa en su ciudad con alma de pueblo –Río Grande–, Rossi se encontró con demasiado tiempo libre en la pandemia y comenzó a leer sobre el mundo de las criptos. Así descubrió que su provincia tenía ventajas climáticas y regulatorias y fundó SouthMining Capital, una empresa que instala y opera equipos de minado de criptos para privados y pequeñas empresas.
Junto a su hermano Emmanuel y tres técnicos, administran la operación para unos 500 clientes. Tienen máquinas distribuidas por todo Río Grande, en galpones, viviendas a medio hacer y oficinas. Venden los equipos y también ofrecen instalarlos y gestionarlos en sus propias granjas. A cambio del 26% de la ganancia, un cliente oriundo de una ciudad menos subsidiada por el clima, o los impuestos, terceriza en la empresa de Rossi la instalación y el manejo de sus equipos de minado.
La inversión inicial mínima es de unos 4000 dólares y, según las cifras de Rossi, hoy rinde unos 140 dólares mensuales. Muy lejos de los 900 dólares que esa inversión entregaba en el mejor momento de las criptos. Desde noviembre del año pasado, cuando alcanzó su pico, el bitcoin perdió más de un tercio de su valor. “Es un negocio muy volátil y nunca hay que invertir más de un 15 o un 20% de los ahorros”, advierte Rossi. Él parece cómodo con la incertidumbre de su nuevo emprendimiento. Lo lleva en la sangre: en 1982, su padre manejó cinco días desde Córdoba con toda la familia para instalarse en Tierra del Fuego.
El espíritu aventurero atraviesa todos los actores del sector. Pablo Pruvost, por caso, es un cajero del Banco Nación que instaló dos equipos de minado entre los restos de un cuatriciclo y un chulengo que invaden su garaje en las afueras de Río Grande. “Invertí 18.000 dólares y no tengo ni idea de tecnología, pero confío en Paulino”, dice.
El propio Miguel Camaño, que ahora dirige la operación de Cryptopatagonia, no conocía nada de criptomonedas cuando hace cuatro años lo convocaron los Liberman para hacerse cargo de su nueva unidad de negocios. Exploró en Google, miró videos en YouTube de rusos que ya estaban montando operaciones de minado y se lanzó. “No te preocupes que nosotros tampoco sabemos demasiado -asegura que le dijeron sus nuevos jefes-. Solo tratá de equivocarte poco. Hay mucha plata en juego”.