En los últimos días, buena parte de los espacios de televisión, radio y medios gráficos (sin contar las redes, que estallaron con el tema) se dedicaron a analizar lo que rodeó la llegada, partida con fallos, regreso y estada en Ezeiza de un avión Boeing 747 y su tripulación, integrada por ciudadanos, técnicos y pilotos de dos nacionalidades: iraní y venezolana. Como sucede en estos agitados tiempos de la política vernácula, las informaciones transmitidas por los medios obedecieron en buena medida al sesgo político o ideológico, partidario o no, que se aplica a ambos lados de la llamada grieta.
Para el público –para los lectores de PERFIL, mis destinatarios, en particular– fue un verdadero bombardeo de noticias contradictoras. No entraré ahora en el debate sobre si se trató de un grave problema de carencias por parte del Estado o el aprovechamiento político de la situación dada. Debo confesar que el tránsito entre los diferentes medios me introdujo en un estado de perplejidad que no recordaba en tiempos anteriores. Es como si el aire televisivo y radial y las páginas de los diarios se hubiesen transformado en un controvertido escenario destinado a impedir que el público supiera sin dudar qué es lo que pasó con el avión y su tripulación, cuánto de cierto y cuánto de hojarasca hubo en la difusión de esas informaciones. Probablemente haya sido el miércoles 15 cuando desde el Gobierno se dio información oficial y pormenorizada. Hasta entonces, el silencio de las autoridades o sus comentarios sesgados y carentes de datos impidió llegar a conclusiones válidas. El miércoles, el nuevo titular de la Agencia Federal de Inteligencia, Agustín Rossi, hizo un recorrido por la información sustancial del caso, dejando más certezas que dudas.
Aquí es donde este ombudsman quiere detenerse para compartir con los lectores del diario su certeza de que todo aquello que, de un modo u otro, puede afectar decisiones y posturas del Gobierno, debe ser rápidamente (y con claridad) transmitido a la opinión pública, sea por vía de documentos o por la palabra de voceros autorizados. La transparencia de los actos de gobierno debe tener correlato con la premura en su traslación al público. Esto cabe también para otros temas que están calientes por estos días (y desde hace tiempo, largo tiempo, algunos de ellos): el gasoducto y su saga interminable de contradicciones, demoras, acusaciones ciertas o no, posturas principistas, gestiones lentas hasta lo insufrible; y la inflación, ese monstruo que corroe y devora los bolsillos de la población. Hay demasiados opinadores y pocos especialistas en estos dos temas que abran el juego a una correcta interpretación de los datos.
Sintetizando lo dicho: los gobiernos están obligados a facilitar el acceso a la información pública, aun en casos que pueden resultar controversiales.
Violencia. ¿Es correcto, sano y éticamente aceptable abrir los espacios periodísticos para difundir mensajes y obras de quienes han tenido conductas violentas, aunque provengan de personajes públicos? Yolanda Ruiz, corresponsable del Consultorio Ético de la Fundación Gabo y directora de dos importantes medios colombianos (Caracol y RCN Radio) publicó a fines de mayo un interesante análisis sobre el tema. “Es un debate que ha tomado mucha fuerza en los últimos tiempos y tiene que ver con la diferencia entre la obra y el autor”, señala Ruiz. Coincido con lo señalado por la periodista en otra parte de su trabajo: no soy partidario de la censura, aunque es preciso contextualizar los dichos y obras en cuestión, darles la dimensión más adecuada y advertir la condición previa y condenable del autor o la autora de esos mensajes y obras.
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