Golpes, puntapiés, insultos proferidos por una turba enardecida. Los linchamientos no necesariamente terminan con la muerte del supuesto delincuente al que se pretende castigar. Las más de las veces quedan en palizas y castigos, según revelan diversos expertos y estadísticas. Pero hay casos en que cobran vidas, como el que acaba de ocurrir en el estado mexicano de Puebla, donde un hombre fue golpeado y quemado por quienes lo acusaban de ser un “secuestrador de menores”.
El hecho se inscribe en una larga serie. En Puebla, se registraron 148 linchamientos en 2020, según un análisis del Consejo Ciudadano de Seguridad y Justicia (CCSJ). En nueve de ellos, hubo al menos una víctima mortal.
Registro impreciso
También en otros lugares de América Latina se registran fenómenos similares, alimentados por la sensación de impunidad, pero su extensión es difícil de cuantificar. Los delitos que tienen lugar en el marco de un linchamiento suelen registrarse en otras categorías, como agresión u homicidio. Y es complejo perseguirlos judicialmente, porque la ley exige establecer responsabilidades individuales, que se diluyen en la acción grupal. Cuando el asunto no pasa a mayores, a veces ni se consigna.
“La mejor fuente disponible para el registro y seguimiento de los casos de linchamiento la constituye la actividad periodística”, reconoció en 2019, en México, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, en un informe especial sobre el tema, que constató “una tendencia constante de crecimiento en el país desde 2015”.
“Reacción injusta a la injusticia”
Carlos M. Vilas empezó a investigar la materia a comienzos de la década de 1990. Este abogado, profesor de la Universidad de Buenos Aires y la Universidad Nacional de Lanús, identifica como trasfondo una queja sostenida de la población, sobre todo de los sectores más vulnerables, por la ineficacia de la justicia.
“Cuando se agravan las situaciones de injusticia, de malestar social, sea por crisis económicas o por arbitrariedades de las autoridades, crece el número de linchamientos. Eso lo vi en México, en Centroamérica, en Bolivia, en Perú”, dice a DW. “Es una reacción violenta a la violencia y es una reacción injusta a la injusticia”, subraya.
Vila no cree, sin embargo, que haya en general una curva ascendente. Tampoco Esteban Dipaola puede determinar si hay un aumento real. “Las redes sociales generan que estas cosas sean más visibles y promueven instancias inmediatas de acción”, dice a DW este doctor en ciencias sociales e investigador del CONICET argentino, autor de un análisis titulado “La comunidad del linchamiento”. Allí, plantea que, además de ser un acto negativo desde el punto de vista moral, el que “se cometa con una pretensión de justicia es negativo desde el punto de vista social”.
Detonantes y causas
Hay circunstancias específicas que pueden ahondar el problema. Por ejemplo, Vila hace notar que países como “Ecuador, Bolivia o Perú, son sociedades multilingües, pero donde todavía el Estado se expresa en castellano. No todo el mundo lo habla con igual facilidad ni puede utilizar el lenguaje castellano para exponer sus derechos. Entonces, se ven obligados a actuar frente a un servicio de justicia que habla otro idioma, que desarrolla procedimientos que son considerados como arbitrarios”.
Las circunstancias también influyen en el grado de violencia de los linchamientos. ¿Cuándo llegan al extremo de provocar la muerte? “En el caso de Guatemala, es muy claro: después de la guerra civil. Cuando ya estaban rotas, por la violencia generalizada, las vinculaciones tradicionales. Los ancianos se habían ido de las comunidades, los habían corrido. Entonces, no había referentes de autoridad”, explica el abogado.
En sus estudios, Vila distingue entre la causa y el detonante de los linchamientos: “El detonante puede ser cualquier cosa, un robo, una violación, que hace estallar el polvorín. La causa es el polvorín, es la situación de vulnerabilidad en que se encuentran porciones muy altas de población”.
(rml)