El papel del filósofo ante su época no es el de abordar críticamente un tema, sino el de reflexionar sensatamente sobre las incertidumbres que provocan los acontecimientos de nuestro momento. Esto es lo que demarca la vigencia de la filosofía, nacida de la incertidumbre de una época; sirve para enfrentar las épocas de incertidumbre que convulsionan nuestra alma. La filosofía resulta vigente hoy como discurso del hombre que se levanta frente a sus miserias. Es correcto, con todo, no detenerse en los asuntos, pues por importantes que nos parezca, su valor disminuye con el tiempo, ya que todos los momentos de nuestra vida resultan transitorios. A toda reflexión, afortunada o no, se le debe dar un punto final para seguir con otra. Me ha parecido, hasta hoy, que los acontecimientos del momento han dejado patente la incertidumbre sobre el significado del concepto de ser humano, sus condiciones de reconocimiento y vigencia. Y es de mi haber que me decanto por su vacío y sin sentido. La noción de ser humano no es un logro moral de la época contemporánea, sino una construcción conceptual que no describe alguna realidad, es decir, carece de materialidad o solidez ontológica.
Sin embargo, como cualquier fenómeno ideológico, todo significado abstracto se corporiza en acción y pensamiento, es decir, pasa a formar parte de la cotidianidad en concordancia a las creencias. La persona incorpora a su modo de ser las particularidades culturales que lo delimitan. Así, bajo la condición de costarricense, la persona incorpora conductas de orgullo nacional, acento, mojigatería, creyencera y sensiblerías moralinas, en fin, todo los que nos permite reconocernos mutuamente como ticos cuando nos encontramos por azar en el extranjero o en minisuper. Algo por cierto a veces divertido, a veces vergonzoso. Entendido de ese modo cabe la pregunta ¿qué corporiza la persona en el concepto de ser humano? Me parece que solo el reclamo ocasional del trato digno, pero ello es situacional, pues es un reclamo del trato desde el otro hacia mí, no de mí hacia él. Y es que cuando se trata de nuestros vicios, somos extraordinariamente complacientes con nosotros mismos.
La noción de dignidad humana, por su origen renacentista, implica alcances que no resuena en la postpandémica que aún se mantiene en las fronteras de la discriminación étnica, la xenofobia y la intolerancia religiosa. Si reclamamos para nosotros la condición de ser humano, sin corresponder a la humanidad del otro, ello solo se debe a que el reconocimiento de lo “humano” se da por vínculo inmediato. Reconozco como tal, solo a quien me es próximo, quien está a la distancia no sé, a quien odio tal vez; pero quien me amenaza jamás.
Y esto sucede tanto entre gente de buen convivir, como entre esos sujetos que por su voluntad y deseo se han distanciado de la convivencia agradable. El criminal no reconoce en el otro malhechor la condición de ser humano, por ello se llaman “ratas” y “perros”. Es su deber el reivindicarse de su bajeza, no el nuestro el concederles alguna condición. El estatus de ser humano se pierde por las perversiones que padece la persona. Debe hablarse de derechos humanos de la víctima, no del victimario, aún cuando los más simplones rasgen sus vestiduras, para luego, cuando los dañen, corran a ponerse otras, como buenos cristianos.
Visto así, sin la moralina de la cristiandad, resulta que en nuestro país las nociones ser humano y derechos humanos son solo elementos publicitarios de la marca país, destinados a un cierto perfil de turismo fascinado por esas superficiales profundas como el yoga, la dieta vegana y el contacto con el cosmos. El que el pueblo lo repita sin mayor cuidado de lo que dice, se debe a que la conducta de masas siempre es más por sensibilidades y emociones que por sensata reflexión. La masa es el objeto al que se dirige la hegemonía.