Cuando el jueves de la semana pasada el secretario general de la Organización de la Naciones Unidas, el portugués António Guterres, habló ante el consejo de seguridad de la entidad, lo hizo con un tono particularmente sombrío. La razón fue el desolador panorama sobre la situación de hambre en el mundo, una realidad que ya afecta a cientos de millones de personas y que amenaza con golpear a una quinta parte de los habitantes del planeta.
La confluencia de la guerra en Ucrania, los efectos del cambio climático en las cosechas, junto con el alza en los costos de producción de los alimentos, está creando aquello que se conoce como una tormenta perfecta. El resultado apunta a ser desastroso, comenzando por un mayor número de muertes por inanición, el atraso en los patrones de desarrollo infantil y turbulencias en los más diversos frentes como el migratorio y el político.
Y no se trata de una emergencia que ocurre en latitudes distantes. Los riesgos que enfrenta el país también son altos, como lo muestra un reporte reciente de la Asociación de Bancos de Alimentos de Colombia, según la cual cinco millones de personas sufren o han sufrido de hambre en el territorio nacional.
Uno de cada nueve menores de cinco años, según la misma fuente, muestra retrasos cognitivos, físicos y emocionales, algo que limitará sus posibilidades futuras. En La Guajira, donde 21 niños han fallecido por desnutrición en lo que va de 2022, las cosas siguen muy mal, pero el panorama es inquietante en todas partes.
De acuerdo con la encuesta Pulso Social, que realiza el Dane, durante el primer trimestre de este año la proporción de hogares que consumieron tres comidas o más fue del 72 por ciento. Aunque en 2021 el número alcanzó a bajar al 66 por ciento, todavía queda una enorme distancia para llegar a la cifra de antes de las restricciones ocasionadas por la pandemia: 91 por ciento.
Otro tema: Colombia, en los primeros puestos / Análisis de Ricardo Ávila
Además, el panorama es preocupante en la mayoría de las capitales de la Costa Atlántica. En Sincelejo, apenas 45 por ciento de las familias completan las tres comidas diarias, mientras en Barranquilla y Cartagena tan solo la mitad lo consigue. Santa Marta y Manizales están en el otro extremo con 87 y 84 por ciento, respectivamente.
De mal en peor
Lamentablemente, el panorama no ha hecho más que oscurecerse, a partir de un pésimo punto de partida. El informe anual del Programa Mundial de Alimentos viene de señalar que en 2021 cerca de 193 millones de personas en 53 países estaban experimentando inseguridad alimentaria aguda, un alza del 22 por ciento frente al año precedente.
Aparte de ese grupo, otros 236 millones requirieron ayudas o apoyos con los cuales evitaron un retroceso mayor. El caso más crítico es de cuatro países africanos –Etiopía, Sudán, Madagascar y Yemen–, en donde casi 600.000 individuos se encuentran en riesgo de morir de inanición.
Los datos mencionados son los más altos desde cuando se llevan estadísticas al respecto. Desde febrero, ningún experto pone en duda que la fotografía actual apunta a ser mucho peor.
Para comenzar, la agresión de Rusia contra su vecino alteró la oferta de productos básicos de todo tipo, en especial la de cereales. Como es conocido, Ucrania es un gran cultivador de trigo y maíz, entre otros bienes.
Ante la certeza de una menor oferta, las cotizaciones de ambos productos se dispararon. Frente a los mínimos de los últimos 12 meses, registrados en julio y septiembre pasados, respectivamente, el salto del trigo llegó a 94 por ciento y el del maíz del 60 por ciento, al cierre del viernes.
En términos prácticos, eso quiere decir que un comprador promedio puede adquirir mucho menos con el dinero de siempre, algo que golpea a renglones como los concentrados para animales o componentes claves de la canasta familiar. Por ejemplo, en Egipto el pan es la fuente del 30 por ciento de las calorías que consume la población, ante lo cual la única salida para la mayoría es ingerir menos cantidad.
Como si la estrechez causada por el conflicto en Europa Central no fuera suficiente, el clima tampoco ayuda. La alteración de los patrones de lluvia, junto con inesperadas olas de calor, afectó los rendimientos esperados en China e India, los dos mayores productores de trigo en el mundo.
Para preservar su seguridad alimentaria, este último suspendió sus exportaciones del cereal, lo cual originó líos complementarios en Asia. Claramente la reciente caída del gobierno en la isla de Sri Lanka estuvo relacionada con protestas populares asociadas a los altos precios y la falta de suministros alimentarios.
Hacia adelante, la situación no pinta nada bien. Del lado de Ucrania, es casi imposible sacar los grandes inventarios almacenados en los graneros, pues el acceso al puerto de Odesa, en el mar Negro, está cerrado debido a minas marinas y al bloqueo ejercido por la armada rusa. El cálculo es que 25 millones de toneladas de cereales –suficientes para nutrir a 400 millones de personas durante un año– acabarán pudriéndose.
Ahora que comienza la temporada de siembra en tierras ucranianas, la perspectiva de bombardeos y la falta de mano de obra hacen imposible que los niveles de antes se logren recuperar en el mediano plazo. Por lo tanto, el mercado global seguirá desabastecido durante un largo rato.
Es verdad que otros países podrían sustituir algo del faltante, aunque el comportamiento variable del clima seguirá siendo un obstáculo cada vez más notorio. Más urgente, incluso, es lo que pasa con los fertilizantes que también escasean por la falta de potasa, lo cual disminuirá el rendimiento de las próximas cosechas.
Así las cosas, parecen totalmente justificadas las alertas que lanzan la ONU y otros organismos frente a lo que puede suceder en los años que vienen. Aunque eventualmente llegarán las respuestas, en el entretanto el costo en vidas y bienestar será incalculable.
Dolor de bolsillo
A todas estas, el estado de la economía no ayuda en absoluto. Tras la contracción ocasionada por el covid-19, la recuperación del año pasado alimentó las esperanzas de que el bache quedaría atrás.
No obstante, hace un mes el Fondo Monetario Internacional recortó sus proyecciones sobre el crecimiento mundial en casi un punto porcentual como consecuencia de la guerra en Ucrania, las sanciones en contra de Rusia y el mediocre desempeño de China, que sigue con su política de extirpar los focos de coronavirus así sea necesario poner en cuarentena a millones de personas. De tal manera, el comercio está de capa caída, con lo cual se estimula un círculo vicioso que siente en todas partes.
No menos complejo es el tema de la inflación, que se ubica en el punto más alto de los últimos 40 años tanto en el hemisferio norte como en el sur. Aparte de los aumentos en el valor de la comida está el de la energía, comenzando por el petróleo, a lo cual se suman problemas en el suministro de diferentes minerales.
Esa mezcla de fuerzas que se retroalimentan deriva en alzas significativas en los más diversos frentes. Ante el peligro de una espiral difícil de controlar, la respuesta de los diferentes bancos centrales es subir las tasas de interés, que son aún el principal remedio conocido para mantener la carestía a raya.
Aunque en teoría se puede enfriar la demanda sin que eso lleve a un frenazo súbito, conseguir en la práctica un aterrizaje suave es mucho más difícil de lo que parece. De hecho, la literatura académica muestra que en la mayoría de ensayos previos el remedio acaba derivando en recesión o da origen a secuelas que crean otros dolores de cabeza.
Puede leer: ‘En América Latina, 60 millones de personas pasan hoy hambre’
Seguir como siempre, cultivando menos de una tercera parte del área apta para la agricultura y dedicando grandes extensiones a procesos de ganadería ineficiente, resulta irresponsable.
Por tal motivo, los ojos de los analistas están puestos sobre el Banco de la Reserva Federal en Washington, que viene apretando las tuercas con el fin de que las presiones inflacionarias en el país del norte disminuyan. El problema es que la subida de los intereses en los Estados Unidos fortalece al dólar que está en su nivel más elevado de los últimos 20 años frente a las demás monedas, ante la búsqueda de mayores rendimientos por parte de los inversionistas.
Tasas de cambio más altas elevan los costos de importar los alimentos, con lo cual los consumidores son víctimas de un doble efecto que disminuye todavía más su capacidad de compra. Si a eso se le agrega que la economía en la mayoría de los países avanza con lentitud, la ilusión de empleos que paguen bien y compensen el efecto de las alzas se desvanece con rapidez.
Mención aparte merece el peso de la deuda pública, cuyo servicio se llevará una tajada más grande de los presupuestos estatales. Como resultado, el espacio para ampliar subsidios o apoyar a las familias de menores recursos será más reducido.
Lo que da la tierra
En medio de tantos vientos cruzados, Colombia enfrenta una serie de riesgos y oportunidades. Dentro de los primeros, el más grande es la calidad de la política macroeconómica, algo que concierne directamente al próximo gobierno.
La cantidad de propuestas de corte populista que han sido planteadas en la campaña presidencial genera inquietudes válidas sobre el respeto a principios como la sostenibilidad fiscal o la propia autonomía del Banco de la República. Un deterioro en las percepciones se traduciría en un alza en los intereses que el país debería pagar por los bonos que emite y en una mayor tasa de cambio.
Como consecuencia, el costo en pesos de las importaciones subiría, lo cual a su vez sería un factor de aceleración de la inflación. De ahí que sea tan importante que el próximo mandatario designe pronto a un ministro de Hacienda que entregue un parte de tranquilidad. Si eso no sucede, la cuenta de cobro de los errores acabará siendo asumida por todos los colombianos.
Otra cara de la moneda es la posibilidad de aprovechar el enorme potencial agrícola de un territorio rico en agua y extensión, además de pisos térmicos variados. Si por fin aparece una estrategia consistente destinada a que el país incremente su área cultivada y se hacen inversiones en bienes públicos como vías de comunicación, distritos de riego, investigación en semillas o transmisión de conocimientos con destino a pequeños, medianos y grandes productores, sería factible que el campo se convierta en motor del desarrollo.
Sin embargo, ese es un esfuerzo que requiere ser sostenido para mostrar resultados. Apelar a salidas fáciles como aumentar las barreras arancelarias o cerrar las exportaciones de carne u otros bienes en aras supuestamente de privilegiar a los consumidores nacionales desembocaría en quedarse con el pecado y sin el género.
Debido a ello, resulta indispensable entender el contexto internacional y tomar las decisiones adecuadas para que Colombia haga las cosas bien, comenzando por combatir la desnutrición que afecta a una proporción importante de la ciudadanía. Seguir como siempre, cultivando menos de una tercera parte del área apta para la agricultura y dedicando grandes extensiones a procesos de ganadería ineficiente resulta irresponsable en un mundo con hambre.
Más información: ¿Por qué la FAO dice que la pandemia fue una ‘bomba para el hambre’?
Sustituir la partitura no depende de expedir decretos o dar órdenes desde Bogotá con la idea de que el “ejecútese y cúmplase” ocurra de manera inmediata. Son más efectivas, en cambio, las señales de mercado y el gasto público bien dirigido para que acabemos siendo parte de la solución global y no del problema.
Pero eso exige liderazgo, habilidad para construir consensos y visión de largo plazo. De lo contrario, esta semilla tampoco echará raíces ni mucho menos dará los frutos que unos y otros esperan.
RICARDO ÁVILA PINTO
Especial para EL TIEMPO