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Nuestra mirada al pasado está condicionada desde hace tiempo por una serie de elementos externos e internos a la propia historia: el principal de ellos es la conversión de esta materia en instrumento al servicio de la política. El pasado se convierte así en herramienta al servicio de las necesidades del presente, un presentismo que adquiere múltiples matices, casi ninguno bueno.
Asimismo, la historia como disciplina académica y ciencia social se halla cuestionada o incluso desplazada por otras formas de acercarse al mundo de ayer, como la memoria, que se acompaña luego de diversos adjetivos como histórica, colectiva o democrática. Nada de esto es nuevo pero el contexto actual, dominado por la polarización extrema, el populismo exacerbado y la demagogia de las redes sociales hace de ello un asunto particularmente conflictivo.
Al panorama descrito se superpone una acusada focalización sobre injusticias pretéritas, que ahora se pretenden de alguna manera reparar mediante reconocimientos simbólicos de iniquidades —peticiones solemnes de perdón— u otras compensaciones materiales (indemnizaciones, revocaciones de condenas). Este contexto ha propiciado una hipersensibilidad sobre dichas cuestiones, que se traduce en sospechas y susceptibilidades acerca de cualquier intervención en el debate público.
No es, ni mucho menos, un problema específico de España —más bien al contrario, en otros lugares se vive con más dramatismo— pero nuestro traumático siglo XX y, en especial, dentro de él, la guerra civil y una larguísima dictadura conforman ese pasado sucio que denuncia el título del último libro de uno de los historiadores vivos más prestigiosos de nuestro país, José Álvarez Junco (Viella, Lérida, 1942).
Baste tener en cuenta lo apuntado para valorar la publicación de este libro como una iniciativa, no ya meritoria sino hasta valiente y arriesgada, por lo que supone de participación en esa controversia partidista y un tanto mezquina que termina por manchar las mejores intenciones.
Mucho de esto último —unos propósitos irreprochables— percibirá cualquier observador distanciado en la reflexión de Álvarez Junco, hasta el punto de que da la impresión de que este ensayo está escrito no ya por el historiador eminente sino por el ciudadano consciente que intenta cumplir su papel cívico, de modo que la precisión historiográfica y el análisis político se ven sistemáticamente pespunteados por una profunda aspiración ética, hacer justicia.
Podría hablarse incluso de una vocación de ejemplaridad, en el sentido de establecer una panorámica de los problemas —un estado de la cuestión— en términos de fría racionalidad, lejos de las derivas emocionales y los réditos coyunturales.
‘Qué hacer con un pasado sucio’ es un volumen modélico que aúna claridad y rigor conceptual, atención al detalle y visión de conjunto
Ahora bien, fiel a su dilatada trayectoria de investigador meticuloso e innovador, el autor descarta los caminos convencionales o trillados para arribar a tales metas. Su diagnosis no es una más en la ya inabarcable dialéctica sobre los fantasmas del pasado sino una contribución señera con características diferenciales, que entronca, por otro lado, con el Álvarez Junco más genuino: la lectura de este volumen delata su coherencia y la continuidad en una forma de enfocar la historia española, de Mater Dolorosa (2001) a Dioses útiles (2016).
Hay en el último Álvarez Junco una explícita voluntad divulgativa, un anhelo de llegar al gran público salvando esa sima tantas veces denunciada entre enfoques académicos y demanda de una historia entendible por todos. También en este sentido este volumen es modélico, pues aúna claridad y rigor conceptual, atención al detalle y visión de conjunto. Obviamente, sacrifica en aras de esa causa el tratamiento exhaustivo del tema, empeño imposible en un libro que sobrepasa ligeramente las trescientas páginas.
Esta extensión la podría alcanzar la mera relación bibliográfica que han generado, solo en lengua española, los temas que aquí se abordan: la función de la historia, la enseñanza de la misma, el papel social del historiador, la importancia de los mitos en la identidad nacional, las distintas concepciones del pasado hispano, la conjugación de memoria histórica y olvido necesario, las conmemoraciones y monumentos, el tránsito de dictaduras a democracias y la reparación de grandes atropellos e injusticias políticas, por mencionar solo una muestra representativa.
La excelencia de esta obra es compatible con su renuencia a establecer reglas interpretativas sobre los asuntos arriba mencionados. No hay voluntad canónica en sentido estricto, cosa que agradecerán los lectores no contaminados de sectarismo. El discurso de Álvarez Junco se mueve en un registro incompatible con la pretensión de establecer pautas, modelos y, mucho menos, dogmas.
La cuestión cardinal que gravita sobre todo es la guerra civil y las heridas que aún supuran
Más bien hace todo lo contrario, afila el escalpelo crítico con el objetivo de señalar a cada paso la complejidad de las materias tratadas y la casi imposibilidad de encontrar soluciones universalmente satisfactorias. Es innegable que todo ello lo hace sin abdicar de su perspectiva progresista, unos presupuestos de izquierda que son expuestos y argumentados con una moderación y flexibilidad encomiables. Obviamente, no convencerá a los recalcitrantes pero su esfuerzo por comprender, armonizar e integrar interpretaciones dispares debe valorarse como una de las virtudes relevantes de la obra.
Aunque en el libro se tratan muchos temas, en el fondo la cuestión cardinal que gravita sobre todo es la guerra civil o, para ser exactos, las heridas que aún supuran según algunos sectores, como el asunto de las fosas, ciertos monumentos conmemorativos, los símbolos que persisten y otros asuntos más discutibles, como la falta de una “condena formal” del franquismo por parte de nuestro actual régimen democrático, aspecto este en el que Álvarez Junco insiste y que le lleva a calificar de “vergonzantes” algunas medidas reparadoras.
Aquí constatamos que la suciedad del pasado a la que alude el título no puede lavarse a gusto de todos porque no hay coincidencia en los factores determinantes del conflicto. Como ya demostró el pacto del 78, la convivencia se asienta sobre el desistimiento de unos y otros. Ese fue el papel jugado por la amnistía, una irrenunciable demanda de la izquierda —según se enfatiza en estas páginas— que ahora se cuestiona por algunos representantes de esta misma ideología.
Nadie discute que lo ideal sería que la paz fuera el resultado de una justicia universal, pero la historia demuestra que las cosas no suceden así. Más aún, en una sociedad plural, con memorias enfrentadas, es imposible ajustar cuentas con el pasado en nombre del presente de manera aceptable para todos. La propia memoria, sobre todo de pasados conflictivos o traumáticos, debe concertarse con cierta capacidad para el olvido consciente, base de una mínima reconciliación.
Por el contrario, si se usa de modo espurio ese ayer sucio para una política sectaria o para deslegitimar al adversario, sembraremos de discordia el presente y pondremos en jaque al futuro. Sería una magnífica noticia que, frente a la intransigencia doctrinaria y la demagogia oportunista se impusiera el nivel de reflexión que ofrece en estas páginas Álvarez Junco. Constituiría un buen punto de partida y una excelente muestra de madurez democrática. Que ya es hora.