En su ensayo Billion Year Spree: The History of Science Fiction (1973), el escritor británico Brian Aldiss popularizó la idea de que Frankenstein, de Mary Wollstonecraft Shelley, es la primera novela moderna de ciencia ficción. El libro fue publicado en 1818, y casi un siglo y medio más tarde otro escritor de ese género, Isaac Asimov, empezó a hablar en sus ensayos del “complejo de Frankenstein”, que, de acuerdo con su lectura de la novela de Wollstonecraft, equivale al miedo a que la inteligencia artificial controle el mundo y devenga un riesgo para el bienestar humano. Al proponer esa lectura Asimov terminó por concebir a la idea de “humanos versus máquinas” como una de las más ricas tradiciones de la ciencia ficción, sobre la que él mismo decidió intervenir con sus cuentos de robots. En ellos la inteligencia artificial es concebida ante todo como una herramienta que, gracias a una programación inescapable (las “tres leyes de la robótica”), jamás podrá rebelarse.
Si bien los cuentos de robots de Asimov fueron lo suficientemente exitosos como para pasar a ser la serie canónica de la ciencia ficción, otros escritores del género igualmente importantes prefirieron retomar la idea de la inteligencia artificial como amenaza; entre ellos y ellas hay que destacar a Philip K. Dick, con sus relatos de replicantes o androides camuflados de seres humanos, y a Harlan Ellison, en particular por su cuento “No tengo boca y debo gritar” (1967), en el que una inteligencia artificial extermina a la humanidad y deja con vida a un grupo de hombres y mujeres encerrados en un bunker, para torturarlos ad infinitum.
Como era de esperar, la idea de inteligencias artificiales que se rebelan y declaran guerra a la humanidad alcanzó también la vertiente cinematográfica de la ciencia ficción, hasta el punto de volverse un lugar común o un clisé. Vale la pena, en cualquier caso, recordar Westworld (1973, y su adaptación a serie de TV estrenada en 2016), la saga de Terminator (1984, 1991, 2003, 2009, 2015 y 2019, por nombrar solo los largometrajes) y, por supuesto, la trilogía de Matrix, escrita y dirigida por las hermanas Lana y Lily Wachowski y complementada, en diciembre de 2021, por una cuarta película, The Matrix Resurrections.
Bienvenidos al mundo real
En rigor, es menester sumar a estas cuatro —The Matrix (1999), The Matrix Reloaded (2003), The Matrix Revolutions (2003) y The Matrix Resurrections (2021)— la antología de cortos animados The Animatrix (2003), en especial por la inclusión de un relato titulado “El segundo Renacimiento”, en el que se narra la rebelión de la inteligencia artificial y la guerra subsiguiente. En este cortometraje, y en la mejor tradición de la obra de teatro R.U.R. (1920), del escritor checo Karel Èapek, los robots (de hecho, la obra de Èapek introdujo el término) son presentados como herramientas, mano de obra o medios de producción que, tras un largo historial de maltratos y abusos a cargo de los humanos, terminan por hacer la revolución.
En la década de los 90, el filósofo británico Nick Land creó el término “teleoplexia” para referirse a este proceso, al que describió como la inversión medios/fines. Los robots (o el proletariado, pongamos) son medios que sirven instrumentalmente a los fines de otra entidad (la clase dominante), pero tras un proceso revolucionario devienen fines en sí mismos y adquieren el estatus de un nuevo sujeto político. Lo que era un medio, entonces, se vuelve un fin.
A la vez, en la saga en cuestión esto queda complementado por un proceso recíproco en el que quienes se servían de los medios de producción (es decir los humanos, amos de los robots) se convierten ellos mismos en medios después del conflicto o sublevación, ya que las ahora victoriosas “máquinas” descubren cómo utilizar a los humanos a manera de fuentes de energía, al tiempo que los mantienen atrapados en una “realidad simulada”.
En definitiva, es fácil leer en este miedo a la sublevación de las herramientas una alegoría del capitalismo, que también ha sido presentado por diversos pensadores contemporáneos como un proceso autotélico (o sea orientado a sí mismo en términos de fines) y autopoiético (es decir capaz de ensamblarse y perfeccionarse a sí mismo), que “usa” a los seres humanos para sus propios propósitos, en rigor no otra cosa que la propagación expansiva a la manera de un virus.
Por supuesto, la saga de Matrix permite otras tantas lecturas muy diversas. Así, desde su estreno, la primera de sus películas ha sido empleada por innumerables docentes de filosofía en referencia a problemas como la naturaleza de la realidad y el libre albedrío, y como ilustración de la alegoría de la caverna de Platón, el concepto de genio maligno en Descartes o los argumentos del empirismo y el idealismo. A la vez, la noción de realidad simulada o inauténtica es movilizada por la saga ante todo en el contexto de una tradición cienciaficcionera, y quizá el nombre más fácilmente evocable en esta línea sea el del ya mencionado Philip K. Dick, cuyas novelas de los años sesenta (La penúltima verdad, Los tres estigmas de Palmer Eldritch, Esperando el año pasado, además del perturbador cuento “La fe de nuestros padres”) ensayaron múltiples variaciones sobre el tópico. La marca más específicamente dickiana, por otro lado, es lo que ha sido dado en llamar “sangrado de realidad” (reality bleeding), en el que los personajes son incapaces de discriminar la realidad “real” de la alternativa o simulada. Eso ocurre porque elementos de una comparecen de manera insistente en la otra. De hecho, no en vano Dick ha sido propuesto en más de una ocasión como el “gran paranoico” de la ciencia ficción, y es en el trabajo sobre una noción de “sospecha” (sobre la naturaleza “real” o simulada de la “realidad”, por ejemplo) donde fundó buena parte de su proyecto narrativo.
Si bien la influencia de Dick es palpable en la saga Matrix, el lenguaje elegido por las Wachowski (tanto en términos de jerga o “tecnojerga” como de imaginería visual) es el del ciberpunk, subgénero de la ciencia ficción que tuvo su momento de auge en la década de los 80 a partir de la película Blade Runner (1982, basada en la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) y de la novela Neuromante (1984), de William Gibson. Esta última, en particular, introdujo la idea de realidad “virtual” (o simulada por computadora) en el que los personajes se “conectan” —a través de consolas y drogas que potencian sus habilidades cognitivas— a una “alucinación consensuada” también llamada la “Matrix” o “matriz”. O pueden permanecer buena parte de sus vidas habitando una simulación creada para sus propios gustos o deseos (como sucede en Mona Lisa Acelerada, una de las secuelas de Neuromante).
A la hora de crear la estética visual de su mundo ficcional, entonces, las realizadoras apelaron a diferentes lugares comunes del ciberpunk (del mismo modo que lo hicieron dos películas contemporáneas que también trataron el tema de la realidad simulada, El piso trece y Dark City), complementándolos con referencias a los comics (manga) y el cine animado japonés (anime). En particular el clásico Ghost In The Shell (1995), remixándolo todo con el ímpetu distópico/apocalíptico de las novelas más oscuras de Philip K. Dick y el ya mencionado cuento de Harlan Ellison. El cóctel, efectos especiales añadidos, resultó explosivo. Para la ciencia ficción cinematográfica, de hecho, ya nada sería igual.
Un mesías
Entre los críticos es bastante popular la idea de que habría una enorme distancia en términos estéticos entre la primera película de la saga Matrix y sus dos primeras secuelas (y, para algunos, todavía más entre las tres primeras y la última, The Matrix Resurrections).
Hay que dejar este problema para los cinéfilos recalcitrantes, e ir a las ideas. En la primera, The Matrix, se establece que la humanidad está “prisionera” en una simulación digital y que, años atrás (no queda claro cuántos) había sido profetizada la llegada de un “elegido” que la liberaría. Los creyentes en esta profecía recorren la simulación (la Matrix) en busca de los signos que identifican a este elegido y, finalmente, creen haberlo encontrado en la persona de Thomas Anderson o, mejor dicho, Neo (su alias de hacker). Tras una serie de aprendizajes y peripecias, Neo comprende que él es el elegido, se emancipa de la Matrix y adquiere “poderes” fabulosos, para dar así los primeros pasos en el cumplimiento de la profecía.
En este esquema queda claro que lo humano, en tanto cualidad, es de alguna manera “natural” o “esencial” a la humanidad, y por tanto “ajeno” a la tecnología que esclaviza sus cuerpos y mentes. De ahí la idea de recuperación de la libertad y salida al “mundo real” (que resuena con ecos rastafaris de una “Babilonia” de esclavitud capitalista y su “Sion” de libertad humana). La segunda película de la saga, The Matrix Reloaded, problematiza esto, sin embargo. Incluso, si cabía argumentar que lo “real” no es otra cosa que “impulsos eléctricos en el cerebro” y que a veces somos incapaces de determinar si estamos soñando o despiertos —como establece uno de los personajes principales de la saga en su primera película—, ¿podemos estar seguros de la “realidad” del mundo real, más allá de estar apelando a un conocimiento visceral o espiritual? Así, The Matrix Reloaded avanza en esta línea de crítica a lo real y establece, de paso, que el presunto “elegido” con su profecía no era otra cosa que un mecanismo de control preparado de antemano por la inteligencia artificial de las máquinas, como manera de manipular aun más a los humanos atrapados en la Matrix. Además, su final va todavía más allá, y sugiere la idea de que el mundo real puede, a su vez, ser una simulación por computadora, un poco a la manera del clásico “Las ruinas circulares” de Borges. El final épico de la tercera, The Matrix Revolutions, por otra parte, parece llevarnos de vuelta al optimismo humanista y su fe en la voluntad y libertad humanas, y de paso al misticismo gnóstico del “elegido” o mesías, pero las dudas sobre la naturaleza de la realidad persisten y no son respondidas cabalmente ni siquiera por la última, The Matrix Resurrections (de hecho, son complicadas aún más).
Pliegues de una contienda
Así, las películas parecen oscilar entre la idea de que lo humano es una cualidad esencial que trasciende la programación, los algoritmos o los condicionamientos a los que nos somete la tecnología alienante, y su contrapartida posthumanista que establece a lo humano como una construcción cultural producida por derivas tecnológicas y económicas. Nuestras identidades, para esta última opción, son “producidas” por sistemas vastísimos, y los “algoritmos” que nos guían son, simplemente, tan complejos que crean la ilusión de libertad. The Matrix inaugura la saga desde una afirmación más cabal de la primera opción o la más “humanista”, mientras que The Matrix Reloaded ensaya una suerte de antítesis posthumanista. Es posible pensar a The Matrix Revolutions como la consabida síntesis, pero a la vez parece claro que The Matrix Resurrections vuelve a plantear la oposición y a ensayar más y más pliegues de esta contienda, evitando siempre una determinación final. Quizá porque, en última instancia, de lo que trata el complicado y fascinante esquema de filosofía, cultura pop, acción y aventuras —y pura y dura música electrónica noventera— propuesto por estas películas no es otra cosa que el impulso para pensar más allá de las oposiciones binarias, los ceros y los unos de las computadoras.
¿Es esto una afirmación humanista que apela, una vez más, a esa gratificante cosa espiritual que permite creer en la libertad y la identidad humanas como algo esencial, y en el fondo inalienable, y que de hecho nos convierte en sujetos de una resistencia heroica contra la tecnología y contra el capitalismo?
Es una opción, por supuesto, que queda a cargo del espectador. Pero no es fácil encontrar una razón de peso para dudar que las Wachowskis no apostarán siempre por un humanismo sofisticado (es decir, informado por las diversas críticas provenientes de los tantos posthumanismos). En The Matrix Resurrections hay una clara apuesta por la emancipación y la libertad (“recordarnos lo que una mente libre puede hacer”, dicen Neo y Trinity al final). Siguen siendo conceptos clave. Cabe imaginar, de todas formas, qué respondería el agente Smith: que la libertad y la emancipación no son sino espejismos, “tan artificiales como la Matrix en sí”.