El impacto de las tecnologías en la psicología individual y colectiva, más allá de sus efectos económicos y políticos, parece desvelar por estos días a los analistas de diversas disciplinas, de la pedagogía a la filosofía. De manera explícita, el francés Eric Sadin lo desarrolla como el planteo principal de su nuevo libro (La era del individuo tirano. El fin de un mundo común), tras haber abordado con más astucia que agudeza lo que él mismo describía como la “siliconización del mundo”.
El fugaz recorrido se inicia con John Locke, quien sienta las bases fundacionales del individualismo, pero luego Sadin nos trae volando hasta el efecto Nike (“Just Do It”) de la década de 1980 para aterrizar en el siglo XXI de las redes sociales, las políticas del clic y la “vanidad del tecnocompromiso”. El filósofo francés profundiza en la idea de un totalitarismo individual y en voces que reclaman libertad de expresión no solo para disentir sino también para refutar verdades. Con mirada divergente pero merodeando el mismo asunto, ya la catalana Marina Garcés había propuesto, años atrás, recuperar promesas individuales como salida hacia una nueva idea de lo común: una “nueva ilustración radical” como respuesta contemporáneo ante viejos dilemas.
Aunque prefiere sobrevolar los siglos y los temas, Sadin hace escala en redes como Facebook, Instagram y Twitter. El reciente episodio alrededor de la decisión de Elon Musk, el hombre más rico de la tierra en estos años, por ofrecer “privatizar” Twitter comprando el 100% de las acciones a un precio bastante más alto de su valor actual, tras haber acumulado diariamente acciones de hasta convertirse en su principal accionista, potencia algunas de esas perspectivas. Tras ser tentado con participar del cuadro directivo –el viernes pasado- y luego decidir –el domingo- no asumir, el valor de las acciones de la empresa tuvo una escalada récord explicada solo por el aura magnético de Musk, y luego de varios entredichos sorprendió con un intento de compra: no solo es hoy el más conspicuo de sus usuarios, también es un imán para la perspectiva de negocios futuros que ahora busca concentrar en persona. Sus opiniones sobre la extrema libertad de expresión -mucho menos restrictivas que la actual política de filtros de la red- se suman a sus habilidades ejecutivas (es creador de empresas de largo aliento, con metas ambiciosas y valuaciones fastuosas) pero sobre todo a su capacidad de influencia: un tweet (280 caracteres, una imagen-meme, un breve hilo…) alcanzan para sacudir cotizaciones. Su tarjeta de presentación es su alto perfil público y su caja de resonancia se expresa a través de, al menos, sus 80 millones de seguidores.
Muchos expertos, aun sorprendidos por la veloz escalada del asunto, coinciden en que la decisión de Musk de comprar y controlar por completo la red social menos exitosa entre las líderes (Facebook, Instagram y aún más plataformas como Tiktok o YouTube) está en línea con su vocación de expandir la libertad de expresión y también de ponerla al servicio de la prometida descentralización de la web3. Dinero, concentración de poder, descentralización, libertad de expresión irrestricta: valores que parecen redibujarse desde la perspectiva colectiva e individual. Paradojas al margen, algunos lo muestran como un tirano, otros como un libertario. Acaso, siguiendo a Sadin, con menos contradicciones de las aparentes.
Aunque el filósofo francés se detiene antes, el asunto del efecto psicológico de las tecnologías llega hasta las ubicuas inversiones en criptomonedas.
Esta misma semana, una universidad de los Estados Unidos publicó un informe en el que calificó a los más fanáticos de las monedas digitales con un cuadro psicológico impopular en Estados Unidos: la tétrada oscura que combina narcisismo, maquiavelismo, psicopatía y sadismo. Convertidos en los nuevos ogros y estereotipados además como miembros de un reducto masculino, los crypto-bros aparecen caracterizados como criaturas, en línea con Sadin, ensimismadas y con poco registro de los demás. Es cierto, sin embargo, que al francés le cuesta trascender la idea de “lo público” para entender la vocación comunitario y colectiva que predican los acólitos de la economía basada en la cadena de bloques. Días atrás, el experto en el tema de The New York Times por casi una década, publicaba una guía para recién llegados al tema que crece en el interés público pero elegía definirse, más allá de cierto escepticismo, como un “crypto-moderado”.
Pero, ¿tendrán los crypto-bros más extremos algo que aprender de la psicología de yuppies y “lobos de Wall Street”, sus antepasados previos a internet, el smartphone y las redes?
Criados bajo la luz artificial en la que se combinan la extrema volatilidad accionaria, los mapas sin división política de la desterritorialización digital y aquel mismo afán rebelde (un gesto individual), se han convertido en el nuevo objeto de análisis: despotrican contra el sistema financiero establecido con afán provocador y proponen reemplazar lo estatal por una gobernanza comunitaria y descentralizada. Si las redes sociales nos obsesionan con likes y seguidores, ahora se sigue con fruición instantánea la cotización de las criptomonedas. Para colmo, al no haber horarios bancarios ni bursátiles, el “día” nunca cierra. Para los nuevos punks financieros, no hay acá, no hay ahora. El lema “todo, en todo momento” ya desde la ciencia ficción se redimensiona a la luz del reciente estreno en los Estados Unidos del filme oriental que combina multiversos y kung-fu, titulado justamente “Everything everywhere, All at once”.
Recordemos aquel momento del vanidoso intercambio de tarjetas de Pat Bateman en American Psycho, la novela de Bret Easton Ellis. O pensemos en la adrenalina de manipular información para comprar y vender en el momento justo del personaje de Leonardo Di Caprio en El lobo de Wall Street, de Scorsese. Aspectos psicológicos como la confianza o la persuasión –con la escala global y masiva que permite la tecnología actual– están en el corazón del caso Musk y también en la filosofía crypto, tanto como la relación de lo individual y lo colectivo. ¿A quién le creemos más? ¿A un board profesionalizado o a un millonario que decide abruptamente comprar la empresa para orientarla hacia donde prefiera? ¿A un banco central centenario y público o a un conjunto de programadores anónimos que diseñan un protocolo para registrar las operaciones y descentralizar el respaldo en toda la comunidad? La última pregunta, claro, más allá de la filosofía, tiene menos validez en un país con inflación proyectada del 70% anual.