No es habitual que uno de los máximos responsables de un conflicto bélico entone el mea culpa, pero esto es lo que sucedió con Robert McNamara (1916-2009). Secretario de Defensa en las administraciones de Kennedy y Johnson, tuvo un protagonismo indiscutible en la escalada bélica en Vietnam.
Tanto fue así que mucha gente habló entonces de “la guerra de McNamara”. Treinta años después, sin embargo, escribió dos libros en los que cuestionaba profundamente la política de su país en el sudeste asiático. ¿Qué le condujo a pensar que la contienda que él había dirigido era un tremendo error?
Lee también
Robert McNamara era republicano cuando JFK, decidido a rodearse de los mejores cerebros, lo puso al frente de los asuntos militares. No tenía experiencia en este campo, pero había destacado como gestor en la Ford Motor Company. En adelante, aplicaría en las Fuerzas Armadas las mismas técnicas que había utilizado en el mundo civil.
No importaba, a su juicio, si la empresa era pública o privada. Ya se tratara de un ejército o de una multinacional, los problemas administrativos eran muy similares. Todo se reducía a encontrar los medios más eficaces para alcanzar unos determinados objetivos. En el caso del ámbito castrense, eso significaba más seguridad a menos coste.
Es la independencia, no el comunismo
McNamara fue uno de los halcones que defendió la intervención americana en Vietnam. Durante varios años, apareció ante la opinión pública blandiendo estadísticas que garantizaban, a su parecer, que la guerra se estaba ganando. Los datos cuantitativos constituían una parte esencial de su método de trabajo. Aportaban, en teoría, la información objetiva que iba a permitir eliminar el azar de la toma de decisiones.
En la práctica, la escasa atención hacia los factores cualitativos produjo una visión de la realidad totalmente distorsionada. Ningún ordenador servía para medir la voluntad del enemigo de luchar a toda costa en defensa de la independencia de su país. Esta resistencia a ultranza, desde el punto de vista norteamericano, resultaba irracional. ¿Cómo es que una nación con tantas pérdidas en vidas humanas no aceptaba sentarse a la mesa de negociación?
Aunque se mostraba triunfalista en sus comparecencias ante la prensa, McNamara manifestaba en privado dudas acerca de las posibilidades de victoria. Observaba que los bombardeos, por intensos que fueran, no servían de nada en una nación del Tercer Mundo con una economía de subsistencia, carente de equipamientos industriales que se pudieran destruir.
Poco a poco, su falta de entusiasmo resultaba más patente. Primero reconoció que la guerra, contra lo que él mismo había dicho, iba a ser larga. Después se enfrentó al presidente Johnson y los jefes del Ejército, que le acusaban de no seguir sus consejos para vencer con rapidez.
Presidente del Banco Mundial
McNamara se hallaba en una situación cada vez más complicada, incómodo en el gobierno e inquieto ante el auge de las protestas antibelicistas. Su propio hijo, Robert Craig McNamara, se hallaba entre los que se avergonzaban de Estados Unidos por culpa de su política. Todos estos problemas lo condujeron a un extraordinario nivel de tensión nerviosa, hasta el punto de sufrir prolongados temblores en su mandíbula.
Johnson, cansado de sus reticencias, le obligó a dimitir en 1968. La filtración de los famosos Pentagon Papers (Papeles del Pentágono) iba a revelar la doble cara del guerrero que no estaba realmente convencido de la victoria.
Lee también
En su nuevo cargo, la presidencia del Banco Mundial, se ocupó durante los siguientes trece años de lanzar programas de lucha contra la pobreza. Sus proyectos partían de un enfoque que relacionaba la economía y la seguridad nacional. Si no se hacía nada para impedirlo, el subdesarrollo, al abrir las puertas al comunismo, podía resultar tan peligroso como una amenaza militar.
Esta mentalidad, característica de aquel momento de la Guerra Fría, explica también su actitud hacia Chile. Molesto con la política de nacionalizaciones del socialista Salvador Allende, ordenó cortar los préstamos que recibía del Banco Mundial. El país sudamericano recuperó esta financiación solo cuando el general Pinochet derrocó a Allende para establecer una dictadura. Para McNamara, las violaciones a los derechos humanos constituían un asunto “político” que, como tal, quedaba fuera de sus atribuciones como líder del Banco Mundial.
Un silencio muy elocuente
El daño a su reputación, de todas formas, obedecía más a los acontecimientos que había protagonizado en los sesenta. En la memoria colectiva seguía siendo el responsable de los continuos ataques a Vietnam, el halcón responsable de innumerables crímenes. Sin embargo, no trató de reivindicar su legado. Prefirió no hacer declaraciones e intentó olvidar, en lo posible, aquel período de su vida tan turbulento y polémico.
En su última conferencia como presidente del Banco Mundial, un reportero le preguntó si iba a escribir sus memorias. Respondió, humorísticamente, si es que los periodistas no recordaban Vietnam. Quería decir que no le encontraba utilidad a pronunciarse sobre unos hechos tan recientes. Esta postura le suscitó muchas críticas, puesto que, para una parte de la opinión pública, no resultaba adecuado que permaneciera en silencio cuando los veteranos de guerra luchaban contra la falta de reconocimiento e incluso el rechazo social.
Deborah Shapley, en Promise and Power (Little, Brown and Company, 1993), un extenso estudio biográfico, cuestionó que esta fuera la opción más adecuada desde un punto de vista moral. A su juicio, McNamara había fallado por no tener ningún gesto de solidaridad hacia los antiguos soldados. Su postura no ayudaba al país a superar las heridas provocadas por la contienda.
Tras su salida del Banco Mundial, McNamara buscó cómo conservar su influencia política, esta vez a través de la prensa. Como protagonista de la crisis de los misiles, el enfrentamiento entre Kennedy y Jruschov que había puesto al mundo al borde una guerra atómica, criticó la carrera armamentística de la administración Reagan. Pensaba que el belicismo de los republicanos colocaba al mundo en un riesgo excesivo.
A ciegas
Los periodistas, mientras tanto, no dejaban de preguntarle por Vietnam. Cuando eso sucedía, él siempre les respondía, cortésmente, que no siguieran por ese camino. Según Shapley, no había rectificado su antigua manera de actuar. Seguía, como siempre, intentando afianzar su posición de poder. Por eso prefería ejercer su influencia en sus encuentros con altas personalidades del gobierno a involucrarse en las protestas pacifistas a pie de calle.
Mantuvo el silencio hasta 1995, año en que expresó de manera espectacular su arrepentimiento. In Retrospect, un libro autobiográfico, intentaba explicar cómo fue posible que los jóvenes que protagonizaban la política exterior norteamericana en los sesenta, unos dirigentes de indudable inteligencia y preparación, se equivocaran tan estrepitosamente en lo referido a Vietnam.
Al ponerse a escribir, el antiguo secretario de Defensa trataba de responder a un imperativo moral: contar a las siguientes generaciones cómo Estados Unidos se había involucrado en un conflicto desastroso que había provocado un trauma nacional.
La Casa Blanca había cometido, en su opinión, graves errores de juicio. En parte, estas equivocaciones se debían a la falta de tiempo. Los responsables políticos debían hacer frente a numerosos y complejos problemas en todo el mundo, por lo que carecían de ocasiones para reflexionar con un mínimo de rigor.
El trabajo burocrático se comía la mayor parte de las horas, sobre todo, en un organismo como el Pentágono, un inmenso coloso que igualaba en tamaño a las veinticinco o treinta principales corporaciones del país.
Los hombres de Kennedy y de Johnson tampoco disponían de una información contrastada sobre lo que sucedía en Vietnam. Según McNamara, los especialistas que hubieran debido proporcionar este conocimiento no existían. Para otras zonas del mundo, como Berlín, sí había expertos disponibles. Del sudeste asiático, en cambio, nadie sabía gran cosa. Eso hizo que Estados Unidos actuara a ciegas, con una idea muy primaria de la historia local.
Lee también
Washington solo vio en el enemigo un movimiento comunista que debía estar, según los prejuicios en boga, a las órdenes de la URSS. El problema de este análisis era la minusvaloración del factor nacionalista: rojos o no, los vietnamitas luchaban por la independencia de su país contra el imperialismo norteamericano. Su líder, Ho Chi Minh, no se parecía a Fidel Castro, tal como suponían en la Casa Blanca, sino al mariscal Tito, el mandatario yugoslavo. Eso quería decir que mantenía su autonomía respecto a las directrices del Kremlin, al contrario que los típicos gobernantes del bloque soviético.
En busca de la redención
Según la teoría del dominó, si Estados Unidos no intervenía en Vietnam, el comunismo iba a protagonizar una expansión imparable en la región. Diversos países de la región caerían bajo su dominio, tal vez incluso India. Con la perspectiva del tiempo, McNamara cuestionó la exactitud de esta hipótesis: los norteamericanos habían exagerado las amenazas potenciales para su seguridad.
Eso los había llevado a tomar una serie de decisiones imprudentes, hasta enviar al otro extremo del mundo a un poderoso ejército que no había podido ganar la guerra pese a las enormes ventajas de su tecnología.
Lo que el antiguo jefe del Pentágono decía era que Vietnam, a fin de cuentas, no era tan importante. Tantos miles de americanos habían muerto, en realidad, por nada, en un enfrentamiento que habría podido evitarse o, después de su inicio, detenerse. Estas confesiones parecían llamativas por venir de quien venían, un antiguo responsable en la dirección de la contienda, pero, como hizo notar el periodista Thomas W. Lippman en el Washington Post, no había nada realmente novedoso en tales declaraciones.
Desde hacía mucho tiempo, incluso cuando la guerra no había acabado, analistas políticos y académicos diversos ya habían señalado que no existían razones geoestratégicas que justificaran la intervención militar.
Lee también
In Retrospect constituía una admisión de culpa. Pero el autor se equivocó al esperar, a cambio, benevolencia y perdón. David Halberstam, premio Pulitzer por su cobertura de la guerra de Vietnam, le criticó duramente en Los Angeles Times por haber hablado a destiempo.
Veinticinco años antes, según Halberstam, su contribución hubiera podido tener valor para el debate sobre el conflicto. Sin embargo, en lugar de hablar cuando era necesario, McNamara había permanecido callado. La fidelidad a los presidentes Kennedy y Johnson había pesado más en su conciencia que la lealtad a su país.
En 1995, tras la publicación de su libro, visitó Vietnam y tuvo la oportunidad de hablar de la guerra con su antiguo enemigo, el general Giap, con el que trató de cuestiones históricas sobre el conflicto.
Volvió a intentar exorcizar sus demonios cuatro años después en un nuevo volumen sobre el tema, Argument without End. También concedió entrevistas para el documental sobre su vida The Fog of War, de 2003. Por otra parte, se manifestó contra la intervención de Estados Unidos en la guerra de Irak. Creía que la Casa Blanca, con su actuación unilateral, repetía el mismo error que había conducido al avispero vietnamita.