Pablo d’Ors lo dice: “Empecé a escribir sobre la luz en una época en que me ahogaba en mis propias tinieblas”. Sus libros se vendían como nunca, en especial el que lo había llevado a la lista de best sellers y dejado durante meses en ese lugar: ‘Biografía del silencio’, poco más de cien páginas dedicadas a la meditación y convertidas en un fenómeno editorial con más de doscientos mil ejemplares vendidos. D’Ors aparecía en conferencias, en entrevistas, firmaba contratos de traducción. “Sin embargo, mientras todo esto sucedía, yo me escondía para llorar en mi habitación”.
Ya para entonces este escritor y sacerdote español llevaba varios años dedicado a la literatura, de ficción y no ficción, y a las tareas del sacerdocio. Nació en Madrid, en 1963, en un hogar en el que el arte y las letras ocupaban un papel importante. Nieto del filósofo y escritor Eugenio d’Ors, su primera intención fue estudiar Derecho, pero abandonó esta carrera para graduarse en Filosofía y Teología. Se formó en Nueva York, en Roma, en Praga y, después de ordenarse sacerdote en 1991, viajó como misionero a Honduras. Al regresar a su país, fue capellán hospitalario durante diez años en el Ramón y Cajal de Madrid.
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Su camino como sacerdote lo combinaba con el oficio de narrador. En el 2000 publicó su primera novela, Las ideas puras, que resultó finalista del prestigioso Premio Herralde. A partir de ahí sus libros comenzaron a verse de forma constante en los escaparates de las librerías. Su voz narrativa era tan bien recibida entre la crítica como su trabajo en el mundo sacerdotal. Pero D’Ors tenía preguntas que la tradición cristiana parecía no responderle. Sin dejar su vocación, recibió las enseñanzas de maestros budistas durante siete años, y con ellos se introdujo en uno de sus mayores intereses: la meditación.
Le llamaba fuertemente la atención explorar “la experiencia del silencio y la quietud”, que luego profundizó de la mano de quien considera su principal maestro: el jesuita húngaro Franz Jalics. Gracias a lo que aprendió a su lado, D’Ors decidió crear, en 2014, Amigos del Desierto, una red de meditadores que suma miles de personas, creyentes y no creyentes.
Poco a poco terminó dedicado de forma exclusiva a la creación y la contemplación, aunque sin dejar de asistir a seminarios y conferencias, de dar entrevistas en las que muchas veces dejaba ver su visión heterodoxa. En fin, quizás sin querer, en el mundo exterior se fue convirtiendo en un personaje. Pero detrás de todo esto estaba la oscuridad. Su oscuridad. “El reconocimiento del público me había sentado mal, muy mal. Había muerto de éxito y, por ello, había sonado la hora de hacer las maletas y largarse”.
Por fuera, las opiniones sobre su obra, los titulares. Por dentro, el color gris que recubría sus días. Fueron años difíciles para D’Ors, pero también los que vieron nacer el libro para el que, según él mismo dice, se había preparado toda la vida: “Tuve que estar en la noche más negra para escribir Biografía de la luz”. Una obra en la que hace una particular lectura de los evangelios con miras a ofrecer herramientas para la búsqueda espiritual, sin exclusiones confesionales. El regreso de Pablo d’Ors, con lo mejor de sus ideas y sus letras.
¿Cómo vivió el proceso de escritura de ‘Biografía de la luz’?
El camino hacia la luz es largo y sinuoso. Es complicado. Uno se encuentra con su territorio interior más oscuro. Luz y oscuridad son dos caras de la misma moneda. No es posible acceder a ese núcleo luminoso que somos si no es atravesando nuestra oscuridad. Yo tuve que atravesar la mía. Por fortuna ahora estoy en un momento mucho más dulce. Soy un buscador espiritual, una persona que se toma en serio el camino interior. Y lo que he descubierto, y que intento transmitir en Biografía de la luz, es que Cristo es el paradigma del autoconocimiento en Occidente. Más allá de la dimensión vocacional –que incluso puede ser perjudicial porque nos impide hacer el trabajo interior al considerar que profesando unas creencias ya todo está hecho–, Jesús ofrece luz para el que quiera hacer un camino de conocimiento.
Usted es sacerdote desde hace varios años. ¿Este libro le exigió una relectura de los evangelios, quizás para encontrar relaciones o contextos que no había visto antes?
Para mí ha supuesto un descubrimiento de lo que es el evangelio, después de treinta años de sacerdocio. La palabra de Dios, si no es nueva, no es palabra de Dios. Nueva quiere decir que es igual que la vida, como este instante que estamos viviendo ahora y que no había pasado nunca. Puede haber sucedido algo parecido, pero no idéntico. En esta ocasión hice una lectura personal y mística del evangelio. Personal porque entendí, por fin, que realmente todo eso está hablando de mí, que el evangelio es una autobiografía secreta. Y con mística quiero decir que los acontecimientos que se relatan no son tanto sucesos externos –que quizás pudieron ser, yo no me meto en eso–, sino interiores. Veo el evangelio como mapa de la conciencia, como pistas para leer qué nos está pasando.
Ha presentado este libro como la continuación natural de Biografía del silencio, que lo convirtió en uno de los autores más vendidos de su país. ¿Cómo ve ese libro hoy, qué fue lo que consiguió provocar?
El prestigio de la espiritualidad se está construyendo sobre
el desprestigio de
la religión
Bueno, las cosas no pasan por casualidad sino por causalidad. Creo que ‘Biografía del silencio’ va mucho más allá de mí. Claramente es un libro a través del cual muchas personas, cientos de miles, están encontrando algo que buscaban, quizás la necesidad de mirarse a sí mismos, de hacer silencio, de la búsqueda espiritual. ‘Biografía del silencio’ ha sido un cauce. El motivo por el que diez años después de su publicación sigue estando tan vivo en el mercado –no hablo solo del éxito comercial, sino sobre todo existencial– es porque es muy oportuno. En este momento el paradigma de la interioridad está abriéndose camino en el mundo.
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Su primer acercamiento a las letras fue con la ficción. Publicó relatos y novelas, luego vinieron los ensayos. En Biografía del silencio cuenta que su primera experiencia meditando, su “primera sentada”, como la describe, la hizo en busca de sosegar un deseo imperioso que le quitaba la paz: triunfar como escritor. ¿Eso ya cambió?
Ha cambiado mucho. La meditación es realmente muy eficaz. Poco a poco va transformando nuestra biografía. De alguna manera todos los escritores queremos no solo expresar lo que tenemos dentro, sino comunicarlo y que sea acogido. Tener reconocimiento. No puedo decir que ahora no busque cierto reconocimiento, pero sí afirmar con certeza que mi foco no está puesto en eso. Está en seguir caminando con más decisión hacia la luz. Si los demás participan, extraordinario. Si no, pues qué se le va a hacer. Pero no dejo de dormir por tener más o menos público.
¿Qué le ofrece la ficción? ¿Cuál ha sido su búsqueda en los casos en que se ha apartado del ensayo para entrar en historias y personajes ficticios?
Lo que busco en la ficción es exactamente lo mismo que busco en el ensayo: la vida, la verdad, la belleza, la emoción. La diferencia estriba en que el ensayo es un género dictatorial: va en él la opinión del autor y solo la suya. Una novela es la casa de todos. El autor no se identifica necesariamente con lo que dicen sus personajes, lo que le otorga esa libertad imprescindible para la creación artística. Más que un ensayista, yo soy un narrador. La gente prefiere el ensayo porque quiere que se le diga cómo son las cosas. Pero así como el ensayo es para transmitir lo que se sabe, la ficción es para comunicar lo que no se sabe; y esa sabiduría de la incertidumbre responde mucho más a la condición humana, maravillosamente frágil.
Durante varios años fue capellán en un hospital. ¿Qué aprendió de estar cerca de la enfermedad y de la muerte?
Estar cerca de la muerte enseña a vivir. Es una experiencia que no se puede domesticar. Nunca he logrado meterla en un cajón, por mucho que ahora mismo ya no sea ese mi trabajo. Aprendí –en cierta medida, porque siempre hay que seguir aprendiendo– el misterio de la vulnerabilidad. Aprendí que el lugar del dolor es el lugar del amor. Nunca he visto un sitio donde haya tanto amor como en un hospital. Parece una paradoja, pero es cierto. Aprendí que tiene un valor espiritual mayor dejarse ayudar que ayudar. Esa es una lección muy importante, porque no somos independientes, sino interdependientes unos de otros. Lo que aprendí después de dejar el hospital –estuve una década, pero han pasado ya unos cinco años de eso– es que siempre estamos muriendo. En cada momento, lo que éramos antes, el instante que acabamos de vivir, una manera determinada de entender las cosas… Y por lo tanto, lo más interesante es familiarizarse con eso que está sucediendo continuamente. Porque la muerte forma parte de la vida.
Usted cuenta que esa lección de dejarse ayudar la recibió sobre todo de una paciente llamada África Sendino, una médica que murió de cáncer y que es la protagonista de su libro Sendino se muere…
No menos de un centenar de personas han muerto en mis brazos, o estando yo presente en su habitación. Y eso marca, mucho. La mayoría murieron inconscientes, sedados, sin darse cuenta; otros sin querer entregar la vida, resistiéndose; muy pocos se entregaban, se abandonaban en manos de Dios o de la muerte. África fue precisamente una mujer que se entregó. Siempre digo que si has corrido una carrera y has terminado, lo propio es que quieras dejar de correr. Si quieres seguir, es porque crees que no has corrido bien o que te queda camino por recorrer. Por eso lo más inteligente es vivir ya aquello que nos parece fundamental. Escribí sobre África no solo porque ella me lo pidiera, sino porque vi una mujer que se desprendía elegantemente de esta vida. Y esa elegancia, esa soberanía, ese sentido del humor que también tuvo, me hicieron pensar que yo también querría, cuando llegara mi momento, morir así.
¿No es difícil lograrlo teniendo en cuenta lo que propone esta sociedad contemporánea, que incluso parece negar la muerte?
Nos hemos empezado a dar cuenta de que la visión fragmentada del universo, con la que venimos funcionando hasta ahora, está caduca
Lo que hago en ‘Sendino se muere’, al igual que en ‘Biografía del silencio’, y en general en todos mis libros, es una propuesta contracultural. Porque no es por esa línea por la que el mundo se mueve, aunque como dijo el teólogo Karl Rahner: el siglo XXI será místico o no será. La verdad es que hay un movimiento cada vez mayor –claro, va a ser siempre minoría, pero significativa– de personas interesadas por el tema de la conciencia, por el mundo interior. Nos hemos empezado a dar cuenta de que la visión fragmentada del universo, con la que venimos funcionando hasta ahora, está caduca. La ciencia ha comenzado a descubrir lo que la mística lleva siglos diciendo. Y eso es muy prometedor. Estoy convencido de que la razón no es la última palabra de la humanidad. La ciencia no agota lo que es el ser humano.
La mayoría de estas personas interesadas por el mundo interior, como dice, al parecer están encontrando respuestas en corrientes distintas al cristianismo. ¿Lo ha percibido de esta manera?
Sí, muchas veces he dicho que el prestigio de la espiritualidad se está construyendo sobre el desprestigio de la religión. Esto, que en principio pareciera una mala noticia para la religión, quizás al final se revele como algo bueno, y termine por ayudar a purificar el cristianismo para que sea auténticamente lo que tiene que ser. Pienso que la religión es la copa, la espiritualidad es el vino. Si la copa no sirve para beber, habrá que revisarla para que cumpla su cometido. Hay una fuga masiva de feligreses católicos a otras tradiciones, o a ninguna –porque por lo menos en Occidente el agnosticismo está creciendo–, y yo no apuntaría simplemente a que el mundo sea materialista, hedonista y demás. Lo que pasa es que la Iglesia no está sabiendo responder al anhelo espiritual de nuestro tiempo. Tengo esperanza –y no es mero optimismo, no soy particularmente optimista– en que todo lo que está pasando sea una renovación de la fe cristiana, para que esté más conectada con la necesidad de nuestra alma.
En varios de sus libros queda claro cómo se ha alimentado de otras tradiciones, del budismo sobre todo. Ha mostrado que es posible conciliar diferencias en busca de un mismo fin…
Hoy, más que nunca, nos hemos dado cuenta de que estamos en un mundo global. Hemos descubierto que los otros son como nosotros y que no podemos caminar sin ellos. Nunca habíamos tenido tanto acceso a los textos de las distintas tradiciones religiosas. Profundizando en ellos te das cuenta de que en la mística –es decir, en la experiencia espiritual más importante de cada una de las tradiciones– nos encontramos todos. Puede haber una formulación diferente a la hora de plantear los credos, pero la experiencia individual es muy afín. Hay un vínculo profundo entre todos. Yo he tenido el privilegio y la responsabilidad de conocer de cerca el budismo zen. Durante siete años tuve distintos maestros y debo decir que el budismo me sigue ayudando a entender y amar más mi tradición cristiana. Acudí al zen porque no conocía el hesicasmo, que es la tradición contemplativa que practico en el cristianismo. Fue el propio zen el que me lo descubrió. La persona espiritual es la que está abierta al conocimiento y al amor allí donde estén. Yo he llegado por el camino de Cristo, otros llegarán por un camino distinto. Y está bien. Lo importante es llegar. Eso te da una enorme libertad porque no te conviertes en el defensor de un credo, sino en un buscador de la verdad.
Quiero preguntarle por dos personas que lo han marcado de forma importante. Primero, el místico Charles de Foucauld, que nació en medio de la aristocracia francesa y dejó todo por seguir una vida contemplativa. Usted escribió su biografía, en tono de novela, El olvido de sí…
Ha significado muchísimo. Es una persona que me sigue acompañando todos los días, para mí está muy vivo. Suelo decir que me enamoré de él. Me llegaron fotos de su rostro y me gustaba verlo. Porque es un rostro transfigurado. Tú ves la luz del espíritu de una manera muy clara. Y conocer su vida me fascinó porque era un hombre enormemente fiel a su conciencia. Fue él mismo. No se parece a nadie. Eso lo admiro mucho. Personas que han sabido ser ellas mismas y han hecho un camino muy original. Y lo otro que puedo decir de él es que es buen ejemplo de lo que es el cristianismo. Todos los santos lo son, pero Carlos de Foucauld lo es de una manera emblemática. Porque representa para nuestro tiempo lo que representó Jesús de Nazaret para el suyo, y es la realización humana por la vía del abajamiento, por el buscar ser menos en lugar de ser más. Por eso escribí la novela. Dije: todo el mundo quiere ser más, vivir mejor, tener reconocimiento, y este hombre quiso ser menos, vivir más anónimamente, más escondido. Desde luego lo veo como un padre, pero también reconozco que tengo muchas diferencias con él.
La segunda persona es Franz Jalics, el jesuita húngaro que sufrió tortura en Argentina, durante la dictadura militar, y que tuvo una fuerte controversia con Jorge Mario Bergoglio, entonces superior de los jesuitas en ese país y hoy sumo pontífice. ¿Por qué lo considera su maestro?
Es la persona que me ha dado, como se dice en la jerga técnica espiritual, la transmisión. En el mundo del zen, por ejemplo, es muy claro que un maestro reconoce a un discípulo como maestro y a partir de ahí ya puede tener su propio grupo para enseñanza. Eso fue lo que de manera no formal, pero sí profunda, me dio Jalics. Para mí, él era un iluminado. El mejor maestro que he encontrado. Dicho así suena muy gordo, pero me siento su heredero. Cuando él tenía 47 o 48 años, fue secuestrado y torturado por los escuadrones de la muerte en Argentina y estuvo cinco meses maniatado, encapuchado y con el terror de ser asesinado. De esa experiencia tan traumática nació su propuesta de meditación. Lo que hablamos al principio: la luz nace de una cepa oscura. Después de eso, su pregunta fue cómo perdonar a los que lo habían torturado. Y toda su vida trabajó en el perdón de las heridas que llevamos dentro; que pueden ser unas u otras, pero todos tenemos cosas sin reconciliar. Él me cambió la vida, porque la conjunción entre Biografía del silencio y Franz Jalics fue la que hizo que naciera Amigos del Desierto, que es mi trabajo actual, esta red de meditadores que considero mi familia espiritual. El conflicto con el papa Francisco fue porque Jalics, al igual que su compañero –eran dos jesuitas secuestrados–, sintió que el entonces superior providencial, que era Bergoglio, no los apoyó lo suficiente. Parece que hubo una reconciliación. Creo que efectivamente fue así porque de lo contrario Jalics no habría vuelto a la Compañía de Jesús.
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En Amigos del Desierto, ustedes se reúnen semanalmente, tienen una práctica diaria de meditación. ¿Qué piensa de estos centros que parecen multiplicarse cada día y que ofrecen ‘mindfulness’ como la panacea? ¿Ayudan o frivolizan el camino de autoconocimiento?
Es difícil responder esta pregunta. Algunos ayudan y otros dejan igual o peor, en el sentido de que son falsas promesas de una felicidad barata. No es sencillo hablar genéricamente. Pero tienen algo bueno y es que dicen lo esencial: que hay que parar, hay que escuchar, hay que mirar. Luego ya los métodos que proponen en algunos casos son superficiales. A los Amigos del Desierto vienen personas que han estado en el ‘mindfulness’ y que quieren algo más. Se les queda corto. Necesitan una espiritualidad que allí no encuentran.
Señala el mensaje esencial de parar, algo que es difícil en medio de un sistema que solo está valorando lo productivo. ¿Cómo parar? ¿Cómo combinar este modelo de sociedad con la búsqueda espiritual?
Hoy no diferenciamos un día de otro y estamos siempre trabajando. Ese es el mayor problema existencial y estructural que tenemos en nuestra sociedad
Efectivamente, estamos llamados a ser y nos ofrecen sucedáneos de tener, de poder y de aparentar. Quizás eso que apuntas, el afán de rendimiento y de producción, sea el problema capital. Porque nos hace vivir de manera estresada, como decimos hoy, y el estrés es el enemigo principal de la vida interior. Es como tener un coche encendido permanentemente: al final se quema. No sabemos estar con nosotros mismos más que en ese límite. El asunto con este sistema de rendimiento y de producción es que te mete en la lógica utilitarista, pragmatista, y mina la actitud fundamental para el trabajo interior, que es la gratuidad. Todo lo que alimenta el alma es gratuito, que fundamentalmente es el arte, el amor y la espiritualidad. Si estás con alguien porque te va a dar su dinero, su compañía o su placer, entonces no estás gratuitamente sino por interés. Eso ya no es amor, es intercambio comercial. Si escribes un libro para ganar dinero, eso ya no es arte, es un producto mercantil. Y así sucesivamente. Para recuperar la dimensión humana de la vida, necesitamos volver a aprender lo gratuito. Cuando vas a la montaña, de paseo, con la naturaleza, vas para disfrutar simplemente. Hoy no sabemos disfrutar, solo producir. Antes las culturas eran más sabias y dejaban el sábado para descansar y el domingo para el culto, es decir, para la contemplación y la creación. Hoy no diferenciamos un día de otro y estamos siempre trabajando. Ese es el mayor problema existencial y estructural que tenemos en nuestra sociedad.
Incluso surge una especie de remordimiento cuando ‘no se está haciendo nada’…
Claro. Y antes me preguntabas cómo hacer. Bueno, de manera muy modesta y poco a poco. Igual que vas al gimnasio, o no vas pero le dedicas veinte minutos tres veces a la semana a hacer ejercicio porque consideras que tu vida es muy sedentaria y debes cuidar mínimamente tu cuerpo, pues de la misma forma es importante que seas consciente de que tienes una interioridad y que la debes cuidar. Bastan 25 minutos diarios para que, poco a poco, las actitudes propias de la interioridad –la gratuidad, la apertura, la escucha, la generosidad– se vayan extendiendo. Pero, claro, hay que empezar. Es algo posible. Lo veo en mí y en la gente que está a mi lado. Realmente las vidas se van transformando. Esto no es una utopía, es algo muy concreto.
¿Qué cree que nos han revelado estos años de pandemia?
Muchas cosas. Han puesto la muerte en primer término, por ejemplo. Y eso, aunque sea desagradable, es muy interesante. Hace que nos demos cuenta de que esta vida tiene los días contados. Nos ayuda a ser más conscientes. A mí no me ha gustado la pandemia, hubiera preferido no haber pasado por ella, pero he aprendido mucho. La he vivido muy intensamente, de cara a mí mismo y a los demás. Creo que ahora soy mejor que antes de la pandemia. Estoy más vivo por dentro y he descubierto muchas cosas que no sabía, gracias a esta circunstancia tan globalizada y tan dolorosa. El covid tiene un mensaje místico, y es que todos somos uno. Por primera vez hemos sido conscientes, como humanidad, de que algo nos afecta a todos. Lo bueno sería que nos diéramos cuenta de que, así como un mal nos toca a todos, un bien también puede hacerlo. Que la solidaridad no solo es en la oscuridad, sino también en lo luminoso. Si sacáramos consecuencias de todo esto, sería extraordinario.
MARÍA PAULINA ORTIZ
EDITORA DE LECTURAS
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