El humor y la comedia forman parte de las manifestaciones culturales de la sociedad; tanto es así que los manierismos estilísticos y el contenido escogido varían de un lugar a otro. El humor no es el mismo aquí, en Perú, que en el Reino Unido; incluso, si realizáramos una exploración en diferentes ciudades de nuestro país, notaríamos que lo que genera carcajadas en Apurímac podría no capturar al público de Piura. Y es que la comedia refleja la idiosincrasia y el espíritu de los grupos socioculturales. ¿Habrán notado que cada barrio, cada clan y cada familia se compone, como parte de su acervo histórico, por «chistes internos», aquellos chascarrillos que solo podrían comprender quienes han experimentado las mismas situaciones? Este fenómeno se extiende a cada configuración social: basta con que exista una diada, por ejemplo, una pareja, para que puedan emerger bromas íntimas.
Pero, si es cierto que el humor y la comedia se circunscriben a la realidad cultural de un espacio y una temporalidad, ¿también es cierto que la reflejan, es decir, que exponen las características que representan a un grupo social determinado? Lamento decirles que sí. De la misma forma que estas manifestaciones absorben, como una mopa, el líquido cultural del que está impregnado un conjunto de personas, esto es, la ética de un lugar, también lo transfieren y lo expulsan, tal como cuando escurrimos el paño. En otras palabras, la comedia se construye con el material que resuena en un grupo y es por ello que puede evidenciar, en cierta medida, lo propio de una cultura.
En el caso del Perú y, quizás principalmente de Lima, ¿qué nos está diciendo el humor que se está produciendo en masa? ¿Qué es lo que está reverberando de nosotras y nosotros como sociedad? Considero que esta pregunta contiene, de forma inherente, múltiples respuestas de acuerdo a las aristas del prisma elegido. Pero he observado dos rasgos relacionados que son transversales a toda nuestra comedia por ser independientes del contenido. En primer lugar, nuestro humor es completamente consumista. ¿Qué quiere decir esto? Que su principal objetivo, sin importar los modos y a toda costa, es que sea consumido y «comprado» por el mayor número de personas. Lo que interesa es el rating, la venta, el dinero, la fama, los aplausos. Visto desde otra plataforma, es como si nuestra comedia fuese una compañía dispuesta a utilizar los materiales más tóxicos y nocivos con tal de que su producto figure en lo más alto de las ventas. Y para conseguirlo, tristemente, vale todo.
Esta primera característica nos lleva a la segunda propiedad de nuestro humor: carece de empatía. Al erigirse como una comedia consumista que persigue fines únicamente comerciales (entendamos comerciales como algún tipo de retorno, bien sea monetario o de otra índole, como la aprobación del público), todo lo demás queda de lado: «si la empatía estorba, si la empatía entorpece el fin último, que es hacer reír al mayor número de personas, entonces, habrá que erradicarla», parecen pensar quienes se dedican a este rubro. Precisamente por este vacío emocional, por esta insuficiencia empática, los chistes y las bromas se convierten en ataques frontales y agresiones propias del impulso, esto es, en violencia pura y dura. Sin la capacidad para ponernos emocionalmente en el lugar de la otra persona, no hay burla que no pueda decirse y no hay tema que no sirva para mofarse.
Tanto el consumismo, que hace que solo nos importe la retribución, los likes, como la falta de empatía son dos grilletes que llevamos como sociedad y que estamos, poco a poco, convirtiéndolos en dos accesorios más de nuestro atuendo habitual. Están en nuestra comedia, pero son elementos de nuestro zeitgeist. Para comprobarlo, no necesitamos de mucho esfuerzo: un gran grupo de nuestra sociedad defiende este tipo de humor bajo el argumento cansino de que se trata de «humor negro». Sin notarlo, probablemente, están escudando la violencia que proviene de las bromas y, por ende, el daño emocional que es sufrido por las afectadas y los afectados. Cambiar este mindset es una labor de décadas, porque se trata de dos patrones enraizados en lo más profundo de nuestro pensamiento, nuestras acciones y nuestra identidad. Y, aunque no es suficiente discutir sobre este tema, por algún lugar siempre se empieza.
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