Después de leer en DIARIO DE CUBA ¿Qué come Frei Betto, el asesor del Gobierno cubano para la educación nutricional?, decidí contar algunas de mis experiencias cuando en 1986-1991 fui realizadora de “Puntos de Vista”, un espacio de la televisión cubana que mezclaba opiniones de gente en la calle y especialistas sobre los temas abordados.
De los programas que tuvieron repercusión recuerdo los de la pelota, la creatividad, los celos, el servicio militar, las telenovelas y la alimentación, un problema tabú que en 1987-88 el ingeniero José Ramón López, nutricionista por cuenta propia, y yo, intentamos abordar en seis “Puntos de Vista”, de los que solo pudimos hacer tres: Vivir para comer, Comer para vivir y Algo más que comer.
En la década de 1980-1990 conocí a decenas de brasileños, entre ellos a Frei Betto. Y pude constatar que casi todos los intelectuales, artistas y periodistas, si no eran vegetarianos o veganos, eran macrobióticos. Pocos eran carnívoros. En esa época, en los restaurantes y hoteles habaneros había variedad y calidad en los alimentos ofrecidos en los menús. Así y todo, no comían cualquier cosa. En dos ocasiones fui invitada por el mismo brasileño a cenar en el restaurante del hotel donde se hospedaba. Las dos veces comió camarones a la plancha, la primera vez con mantequilla y limón y la segunda con aceite de oliva y ajo.
En general, los brasileños que conocí no solían comer cosas fritas y preferían el pescado y los mariscos a la carne de res y de puerco, aunque cuando probaban el lechón asado les gustaba, igual que el congrí o moros con cristianos. También el potaje de frijoles negros, con una elaboración en Cuba muy distinta a la feijoada, plato nacional en Brasil.
Frei Betto y los brasileños, ricos, de clase media o pobres, tienen libertad para comer, y en su país, ni en los peores momentos de su historia reciente, ha faltado la comida. No es el caso de Cuba: a partir de 1959 y sobre todo a partir de marzo de 1962, cuando Fidel Castro implantó la Libreta de racionamiento, todavía vigente, debido a la escasez de alimentos, las tres veces diarias que los cubanos acostumbraban a sentarse a la mesa se redujeron a dos, almuerzo y comida. Después a un solo plato caliente, por la tarde o noche. Hoy ni eso. Comer es el mayor dolor de cabeza de los cubanos desde hace más de seis décadas.
Al fraile dominico Carlos Alberto Libanio Christo (Belo Horizonte, 1944) lo conocí en casa del brasileño-cubano Helito Dutra, que se hizo famoso por haber sido esposo de la actriz Gina Cabrera, recientemente fallecida. Entonces, Betto aún era desconocido por los medios oficiales cuando una tarde de 1981 conversé con él en un portal interior de la Iglesia San Juan de Letrán, en 19 entre J e I, en el Vedado, donde siempre se hospedaba en La Habana. Su libro Fidel y la religión (1990) lo lanzaría a la fama. Por cierto, durante la oleada represiva de 2003, el único libro que no saqué de la casa fue el ejemplar de Fidel y la religión que Frei Betto me regaló, dedicado, pues no creí que le interesara llevárselo a los agentes de la Seguridad del Estado cuando fueran a registrar nuestro domicilio y llevarnos detenidos a mi hijo Iván García y a mí, periodistas independientes de Cuba Press (registro y detención que no se produjeron, aunque sí mi salida de Cuba el 25 de noviembre de 2003).
Nunca pensé que Betto cayera en los brazos del castrismo. Cuando ya yo era periodista independiente, un día me llamó el sociólogo Emir Sader, muy amigo de Betto y de Lula da Silva. Emir me invitó a tomar un café en el Hotel Inglaterra, frente al Parque Central. Quería saber si era cierto que después de veinte años había dejado de ser periodista oficial y me había convertido en independiente. Le dije que sí, le expliqué las razones de mi decisión y le hablé de la realidad en la Isla, francamente. Una actitud que me hubiera gustado haber visto en Betto, un servidor de Dios.
Pero Betto se ha dejado controlar por anfitriones que hace tiempo dejaron de ser representantes de una revolución “de los humildes, por los humildes y para los humildes”, como proclamara Fidel Castro el 16 de abril de 1961, y se convirtieron en representantes de una dictadura. En particular ahora, cuando en Cuba la situación económica, política y social es la peor en 63 años, con cerca de mil presos políticos, cuando los cubanos y las cubanas con responsabilidades familiares necesitan de personas que sincera y libremente se acerquen a hablar con ellos, en las calles, colas, en sus hogares y en sus barrios marginales, en lugar de esas visitas dirigidas, superficiales, para hacerse fotos y videos, que preparan los mandamases a los visitantes.
Lo que Betto está proponiendo en materia alimentaria es bueno; lo que ocurre es que cada ciudadano debe tener la opción de elegir qué desea comer.
Sobre el tema nutricional, otro intento mío y del ingeniero López sucedió en 1991. Lo conté en mi blog, en el quinto y último post de Brasil en mi vida:
Enero de 1991. Estaba concentrada en los preparativos de un programa televisivo sobre bicicletas, cuando un viernes recibo una llamada de un uruguayo comunicándome que en el hotel Las Yagrumas, en San Antonio de los Baños, a 20 kilómetros de la ciudad de La Habana, se hospedaba Tomio Kikuchi, de quien ya había oído hablar por las brasileñas Tamiko Shimizu y Mary Nobuko, macrobióticas las dos. Con el uruguayo quedé para al día siguiente, sábado, encontrarnos en la estación ferroviaria de Tulipán, Nuevo Vedado. Allí logramos tomar y malamente acomodarnos en un viejo tren cuya parada final era en San Antonio. Luego de caminar algunas cuadras, llegamos al hotel.
Tomio Kikuchi había nacido en Japón en 1926 y era once años más joven que el periodista Fernando de Barros, nacido en Portugal, pero también era delgado y de baja estatura. Los dos tenían la misma vitalidad y vestían informalmente. La diferencia de edad no se notaba. Lo que los diferenciaba era la raza y la temática: si el mundo de Fernando de Barros era la moda, el de Tomio Kikuchi era la macrobiótica.
Brasil no es una nación que se caracterice por su veneración a las personas ancianas y longevas, por el contrario, tienen muy arraigado el culto a la juventud, la belleza y los cuerpos perfectos. Por ello me enorgullece haber podido conocer a dos hombres que, sin haber nacido en Brasil, dieron lo mejor de sí para que su gente estuviera mejor informada en materia de alimentación y vestuario.
En una entrevista a Gilberto Gil publicada en El País el 12 de enero de 2004, el cantante, compositor y ministro de Cultura, preguntado por si seguía cuidando su cuerpo y su espíritu, respondió: “Ah, sí, con la ritmopráctica —una antigimnasia de origen oriental— todos los días, una hora, y una dieta macrobiótica. Es una compilación que ha hecho el maestro Tomio Kikuchi, un japonés que vive en Sao Paulo y trajo a Brasil el sistema dietético japonés desarrollado por George Oshawa, que se propagó por Estados Unidos y ciertas partes de Europa. Cada día, a partir de las siete de la mañana, hago mis ejercicios durante una hora. No soy un vegetariano fundamentalista, pero evito comer carne siempre que puedo. Por lo que siento, creo que estoy bien”.
La macrobiótica se remonta a inicios de 1920. Su creador, el japonés George Oshawa (1893-1966), sistematizó antiguas teorías orientales, basándose en el principio del Ying (energía negativa, fría) y el Yang (energía positiva, caliente). En los 50, dos de sus más aplicados discípulos, Michio Kushi y Tomio Kikuchi, partieron rumbo al continente americano. Kushi se establecería en Estados Unidos y Kikuchi en Brasil.
Más que dieta alimentaria, la macrobiótica es una nueva actitud hacia uno mismo y hacia otros, hacia la sociedad y el planeta. Con esos conceptos bajo el brazo llegó Tomio Kikuchi a Cuba en enero de 1991, apenas un año después de la implantación del Período Especial. Con las mejores intenciones, el profesor Kikuchi pensó que podría aportar su granito de arena para que la población cubana se afectara lo menos posible tras el desabastecimiento y agudización de las penurias, consecuencia, en primer lugar, de la debacle del socialismo en Europa y, en segundo, por los reiterados y pésimos resultados de la economía y la producción de alimentos y artículos de la industria ligera nacional.
En esas circunstancias difíciles, ¿quién era la persona idónea ante la cual Kikuchi pudiera argumentar su tesis y mostrar sus experiencias?
Si Fidel Castro se mostraba receptivo e interesado en la macrobiótica, ésta se podría llevar a cabo en la empobrecida Isla. Si no, pasaría inadvertida, como finalmente ocurrió. Así funcionan las cosas en Cuba.
Mi amigo, el ingeniero José Ramón López y yo, hicimos lo posible e imposible por lograr que Castro recibiera a Kikuchi. No lo conseguimos, pese a tener como mediadores a personas de su entorno muy interesadas en el tema. Lo que sí conseguimos fue prepararle a Kikuchi un modesto programa e interesar a unos cuantos amigos en la macrobiótica. Organizamos dos conversatorios, uno en el Instituto de Alimentación, Higiene y Epidemiología, y otro en el Museo Nacional de Bellas Artes. Con grandes dificultades, López consiguió arroz integral, vegetales y otros alimentos sanos, y nos invitó a almorzar en su casa a Kikuchi y a mí.
Además de estos encuentros, de la estancia de Tomio Kikuchi en Cuba quedó una entrevista que le hice para el Noticiero de televisión y un material que posteriormente López preparó y rústicamente imprimió y del cual en algún lugar de La Habana debe quedar un ejemplar.