La gentrificación es un proceso que se da en las ciudades mediante el cual la población original de un sector o barrio es progresivamente desplazada por otra de un nivel adquisitivo mayor con las consecuencias sociales y culturales que ello puede conllevar. Esta columna comenzó hablando acerca del fenómeno, pero nunca toqué el tema de los gentrificadores en sí. Y perdón por la autorreferencia, pero me confieso gentrificador. Viví desde el 2002 al 2008 en pleno San Telmo hasta que los alquileres subieron al ritmo en que mi departamento se rodeaba de locales de ropa deportiva con fragancia internacional, cadenas de heladerías y cafés y tiendas de diseño. Me mudé al barrio de Colegiales, por entonces un barrio de casas bajas y población ligeramente avejentada que en estos años vio subir el precio del metro cuadrado de US$1300 en 2008 a los actuales US$2100 en la medida en que en la verdulería yo me encontraba con cada vez más amigos con quienes hablar sobre el precio del kale, el último libro de Byung Chul Han o el show de Damon Albarn.
Especialistas del mundo académico coinciden en que la gentrificación generalmente comienza con la clase media profesional, intelectuales, emprendedores y científicos como primera ola gentrificadora para –de esa forma– modificar la cara del barrio, aumentar el valor del suelo y dar paso a una clase media alta compuesta por profesionales de altos ingresos, gerentes, ejecutivos y empresarios. Esa primera línea de gentrificadores somos parte de lo que teóricos como Richard Florida o Elizabeth Currid-Halkett denominan “clase cultural” o “clase aspiracional”. En ella se entremezclan las elites culturales de los estratos medios con un nuevo tipo de demostración de la riqueza por parte de la clase alta, ya que los consumos culturales son una señal identitaria de una clase aspiracional, le otorgan un valor agregado a determinadas formas de vivir en comunidad.
La distribución y densificación territorial de los espacios donde estos consumos se intercambian, interpelan, manifiestan y se hacen visibles en el espacio urbano suelen visibilizarse en determinados barrios. Es así como generalmente se asocia que los artistas, intelectuales, bohemios y elites culturales de clase media residen en esas zonas de las ciudades y las dotan de valor mediante la renovación, reutilización y apropiación de sus infraestructuras. Sin embargo, ese valor simbólico y cultural se traduce primero en valor simbólico y después en económico para el mercado inmobiliario, que impone sus reglas de juego decodificando el valor cultural de esos territorios para luego dotarlos de valor de mercado para aumentar el precio de la vivienda y, de esta forma, expulsar a los mismos residentes que generaron ese valor y así dejar a su paso una estela que tiene mucho de escenografía urbana.
Uno de los casos más emblemáticos que ayudaron a popularizar el problema de la gentrificación se dio en 2019 en el barrio de Lavapiés, Madrid. Había sido declarado como “el barrio más cool del mundo” por la revista Time Out y los precios terminaron de dispararse, por lo que generaron un proceso de gentrificación violenta. Al conocido grafiti “Tu street art me sube el alquiler” se le sumaron otras acciones de resistencia como pintarle la leyenda “Moríos, modernos” en la puerta a una librería especializada en arte urbano y diseño situada en el mismo barrio.
En su libro Clase cultural (Caja Negra, 2017), la artista estadounidense Martha Rosler critica este nuevo estilo de vida urbano al afirmar que esa búsqueda por parte de los artistas, los creativos y demás miembros de esta clase “no pavimenta los barrios más viejos, sino que los infiltra con cafés, bares hipster y negocios de ropa provistos a su gusto, es un eco triste del paradigma del turismo centrado en la autenticidad indígena del lugar que se ha colonizado”. Este desplazamiento masivo erradica el atractivo inicial de la autenticidad de un barrio, cuyo encanto suele ser la ausencia del brillo burgués que el gentrificador viene a instalar.
*Asesor urbano. Gestor de ciudades y agitador cultural. Trabajó en 109 ciudades y flaneurió otras 80 en 20 países. Le gusta más descubrir lo que las iguala que lo que las diferencia.