En muy pocas ocasiones nos asomamos a tormentas tan perfectas como la desatada por las declaraciones del ministro Alberto Garzón en relación con la producción de carne en España y las macrogranjas. En pocos casos convergen tantos intereses y tantos elementos espinosos alrededor de un mismo tema.
Bienestar animal, cuestiones medioambientales, contaminación de acuíferos, despoblación del ámbito rural, desaparición de paisajes tradicionales, elementos de carácter socioeconómico, de salud pública, sanitarios, cuestiones de carácter gastronómico e incluso relativas a la percepción de estatus se conjugan para crear un rompecabezas en el que resulta prácticamente imposible conciliar todos los intereses. Y lo hacen, además, en medio de una precampaña particularmente bronca y de trazo cada vez más grueso.
Resulta prácticamente imposible poner orden en este caos, entre otras cosas porque cuestiones que se convierten en el centro del debate, como las macrogranjas, carecen sorprendentemente de una definición legal en nuestro país. Esto ha llevado a que la discusión se haya centrado en elementos de lenguaje -qué es una macrogranja- y a intervenciones en redes sociales que en algunos casos han entrado en el terreno de lo berlanguiano, mientras las cuestiones de fondo quedan, una vez más, lejos del foco mediático.
Los grandes cambios de la ganadería
La imagen que la mayoría de nosotros tenemos de la ganadería tiene cada vez menos que ver con la realidad. Los cambios en las últimas décadas han sido inmensos y, en muchos casos, de consecuencias traumáticas.
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La ocupación en el sector ganadero cae en picado desde los años 60. Según los investigadores Elisa Chuliá y Luis Garrido, de la UNED, la ganadería supone hoy solamente el 26% de los empleos que suponía en el año 1976.
En este tiempo, el sector agrario ha perdido 2 millones de puestos de trabajo. Y la aparición de las macrogranjas no parece frenar esta tendencia.
Los territorios en los que se ha incrementado en mayor medida la presencia de granjas intensivas de grandes dimensiones han perdido recientemente, además de puestos de trabajo agrícolas, población rural. Es el caso catalán (-5%), pero también de Galicia (-17,6%), Castilla y León (-14,3%), Castilla-La Mancha (-12,5%), Extremadura (-10,5%) o Aragón (-3,6%), según el Informe Anual de Indicadores del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.
De acuerdo con datos del Registro General de Explotaciones Ganaderas, las explotaciones de tamaño reducido o pequeño han disminuido en España en alrededor de un 50% desde el año 2007. En este mismo tiempo, las explotaciones clasificadas como Grupo 3, que, a falta de una definición de ámbito estatal, podemos entender como macrogranjas, han aumentado un 49%.
El número de cabezas de ganado porcino se ha incrementado un 50%, mientras el número total de explotaciones ha disminuido casi otro tanto. Cada vez hay menos granjas, pero con más cerdos. Y esto tiene consecuencias muy serias. El 25% de las estaciones subterráneas de control de acuíferos españolas detecta más de 50 mg/l de nitratos -asociados directamente a la ganadería intensiva- lo que sitúa ese agua fuera del rango apto para el consumo humano, según datos del ministerio de Agricultura. Las cifras se disparan en zonas donde las grandes granjas proliferan, como algunas comarcas castellano-manchegas, aragonesas y catalanas.
El problema es de tal magnitud que Emiliano García-Page, el presidente de Castilla-La Mancha, anunciaba hace un mes una moratoria en la tramitación de proyectos de nuevas macrogranjas. Algo similar a lo que hizo en julio el gobierno aragonés, que cuenta con 11 municipios declarados como zonas vulnerables a la contaminación por nitratos de origen agrario, al presentar un proyecto de ley para la protección y modernización de la agricultura familiar que afirma, en relación con estas grandes explotaciones, que “pueden poner en peligro tanto la sostenibilidad ambiental del territorio como la sostenibilidad económica y social”.
Los intereses que parecen defender estas normas legales dan la sensación de converger, a grandes rasgos, con los expuestos por el ministro en sus declaraciones. Y sin embargo han sido estos dos territorios los que más beligerantes se han mostrado con las mismas desde sus instituciones, lo que evidencia lo enconado del debate y, probablemente, la cantidad de implicaciones que el mismo supone.
La cuestión alimentaria
Más allá de aspectos económicos, productivos y ambientales, la producción cárnica y sus diferentes modalidades tienen una serie de implicaciones alimentarias y gastronómicas evidentes que no han quedado exentas de la polémica.
Una de las grandes acusaciones, en estos últimos días, ha sido la de perder de vista la realidad socioeconómica de millones de familias, que no podrían acceder a carnes de producción extensiva cuyo precio es necesariamente mayor. Esto es cierto, si partimos de la premisa de que sea necesario que consumamos 136,6 gramos de carne al día, que es la cantidad que cada español consume, de media, en la actualidad.
En este sentido, tanto la Organización Mundial de la Salud, que recomienda un consumo máximo de 57 gramos al día, como el Centro Internacional de Investigación sobre el Cáncer (IARC), la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AECOSAN) o la Federación Española de Sociedades de Alimentación, Nutrición y Dietética son claros respecto a la relación directa entre un mayor consumo de carne -especialmente roja o procesada- y el riesgo de padecer determinadas enfermedades y, consecuentemente, respecto a la necesidad de moderar drásticamente su ingesta.
Desde ese punto de vista, una reducción del consumo medio a cantidades acorde con lo propuesto por la OMS, tal como está ocurriendo ya en algunos países, dando mayor protagonismo a otros grupos alimentarios como las legumbres, permitiría mantener un consumo saludable de carne, poder seguir asumiéndolo económicamente e incentivar una producción de carácter más sostenible.
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Pero junto a cuestiones de salud y de consumo alimentario conviene considerar también aspectos gastronómicos, especialmente en un ámbito como el español, en el que la hostelería juega un papel decisivo como generadora de imagen de marca y como uno de los más potentes motores económicos en los últimos años.
Una reducción del consumo medio a cantidades acorde con lo propuesto por la OMS
En ese sentido, resulta significativa la revisión de la carta de restaurantes con un perfil gastronómico, locales reconocidos en muchos casos con soles otorgados por la Guía Repsol o estrellas Michelin, en los que abundan las referencias a la procedencia de las carnes presentes en su oferta.
Un peinado rápido arroja como resultado referencias a terneras moruchas, retintas, a vacas de raza cachena, al cordero xaldu asturiano, a vacuno procedente del Val de Camba, de Ancares, a cerdos ibéricos, pitus de caleya, gallinas de El Prat o, incluso, nombres de productores o explotaciones ganaderas concretas. Es muy significativa la total ausencia de cualquier referencia a carnes procedentes de ganadería intensiva.
Podríamos, quizás, entrar en un debate relativo a la calidad organoléptica de las carnes producidas en macrogranjas o por modalidades intensivas, pero lo que resulta evidente es su escasa, por no decir nula, capacidad para generar un valor añadido para la restauración. Un elemento más para la reflexión.
Falta, en cualquier caso, conocer la opinión de pastores, ganaderos y productores cárnicos, directamente afectados por la evolución del sector. Diego Franco, director de marketing del Grupo Pastores, que agrupa a más de 700 familias ganaderas de Aragón, afirma que “creemos en la ganadería extensiva como pieza clave para el mantenimiento de nuestro medio natural. Pero la realidad es dura. Los costes de producción son muy altos, el margen mínimo y la calidad de vida del ganadero se ve muy limitada. Nuestra cooperativa, por ejemplo, ha pasado en 20 años de 1.500 ganaderos y medio millón de ovejas a casi la mitad en la actualidad”.
En la misma línea se manifiesta Miriam Gutiérrez, responsable de El Sentir de Braña, una pequeña explotación asturiana de carácter familiar: “Trabajamos con un rebaño de vaca autóctona asturiana, adaptada al medio y, por tanto, capaz de aprovechar los recursos que éste nos ofrece. Nuestro manejo está amparado por la IGP Ternera Asturiana, que recientemente, además, nos ha certificado con el sello Bienestar Animal Controlado”.
“Nosotros tratamos de recuperar la carne de antes”, prosigue la ganadera. “Sin prisas, respetando el crecimiento natural de los animales y su bienestar, aunque eso implique tasas de engorde mucho más bajas y los costes sean superiores. Para nosotros la carne de calidad es la que, además de cumplir con unos altos estándares organolépticos, tiene un precio justo para el productor y para el consumidor, fundamenta su producción en el bienestar animal y no supone un lastre en términos de emisión de contaminantes. La ganadería tradicional, tal como la ejercemos, contribuye al mantenimiento del medio y no a su deterioro”.
Para nosotros la carne de calidad tiene un precio justo para el productor y para el consumidor
Es cierto que sería utópico pensar que podemos alimentar a 48 millones de españoles solamente con carne procedente de la ganadería extensiva tradicional, pero es verdad que resultaría beneficioso un crecimiento de la cuota de mercado de este tipo de producción, por una parte, y, al mismo tiempo, una tarea divulgativa que explique las virtudes y los inconvenientes de cada modelo de producción.
“En comercialización hacen falta más campañas de comunicación y sensibilización de los valores de la carne (de cordero, en este caso). Necesitamos más apoyo de la administración para frenar la continua desaparición de ganadería de ovino. Para garantizar un futuro es imprescindible un apoyo serio a las estructuras que trabajamos continuamente la mejora de la calidad, el bienestar animal y la sostenibilidad”, defiende Diego Franco.
Y lo cierto es que, más allá de la evidente crispación que han generado las palabras del ministro Garzón, es posible que incluso un debate tan aparentemente estéril como el que se viene dando en los últimos días pueda dejar un cierto poso esperanzador. Nunca como estos días habíamos dispuesto de tanta información, informes, estudios, análisis y opiniones sobre una producción cárnica que ha cambiado radicalmente, de una manera discreta aunque imparable, en los últimos años.
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Tal vez esta explosión informativa ayude a generar una discusión más sosegada, una vez que la sobreactuación a la que hemos asistido en estas jornadas desaparezca. Es un debate al que tendremos que enfrentarnos antes o después y el hecho de que los consumidores puedan estar más informados a la hora de afrontarlo sería la mejor de las noticias.
Un debate tan aparentemente estéril como el que se viene dando en los últimos días pueda dejar un cierto poso esperanzador
“Nos dirigimos a consumidores para los que comprar alimentos es un acto consciente”, concluye Miriam Gutiérrez. “A aquellos que saben que su postura como consumidores puede ayudar a que determinadas formas de producción cuajen o desaparezcan. Pretendemos ser mucho más que una simple transacción para convertirnos en una ventana a un oficio, a un mundo y a una forma de sentirlo que nuestros antepasados nos transmitieron con su ejemplo”.
Lo cierto es que España, así lo evidencia el sentido de la normativa que las diferentes comunidades autónomas han ido aprobando en los últimos meses, se encuentra en un momento clave de cara al futuro de su producción cárnica. Por un lado, debemos asumir que la producción a gran escala es necesaria, aún en el caso de que, como recomiendan los organismos sanitarios, reduzcamos significativamente nuestro consumo de carne; por otra parte, quizás deberíamos ser más conscientes de todo lo que esta producción implica y exigir a las administraciones una legislación coordinada que asuma esa realidad y sea consecuente con los animales, pero también con la pervivencia de nuestro entorno.
Porque cada filete que llega a nuestra mesa, cada pierna de cordero, cada embutido tradicional tiene unas implicaciones de las que normalmente no somos conscientes. El debate actual, lejos de ayudarnos a tomar partido de manera informada, genera más desinformación que elementos para el debate. Por eso es más importante que nunca tomar cierta distancia y tratar de informarse para tomar decisiones en un tema que nos afecta de una manera mucho más profunda y transversal de lo que imaginamos y que ya hoy está marcando de manera indeleble el futuro.